Recién alcanzada
la Península de Yucatán, una extraña y fría sensación se acuartela en nosotros y
se aferra de tal manera que sabemos que ya no nos abandonará. No es más que el
desconcertante sentimiento que se ha ido incubando paulatina e
irremediablemente y que ahora, ya florecido, es la respuesta lógica al avistamiento
de la cercanía del final de este sueño que, después de dos años, ya está
tocando a su fin. Demasiado tiempo sin que nada turbara nuestras mentes. Sin
duda, estamos empezando a despertar.
Temprano por la
mañana alcanzamos la sosegada y calurosa ciudad de Chetumal, en el estado de
Quintana Roo, fronteriza con el vecino país de Belice. La cordialidad de Paco
nos dispensa una calurosa bienvenida y un poco después nos encontramos
concediendo una entrevista para un periódico del estado con reportaje
fotográfico incluido.
El tiempo
transcurre divertido con Paco y sus compañeros del club ciclista Ciclociudad de
Chetumal.
Nuestro amigo nos
obsequia con una maravillosa visita al pueblo de Bacalar y a su bella y
espectacular laguna que llaman de Siete Colores debido a las diferentes y
llamativas tonalidades que va adoptando el agua en función del ángulo del sol y
de los cambios de profundidad del lago. Sin que sirva de precedente, pasamos el
día haciendo de turistas pijos comiendo pescado a orillas de estos insólitos
colores.
Después de un par
de días en tan buena compañía, regresamos a las bicis en dirección norte, rumbo
a Cancún, nuestro destino final que alcanzaremos en no muchos días.
Rezamos para que las lluvias nos respeten en
la medida de lo posible, a pesar de que somos muy conscientes de que el Caribe
en estación ciclónica no da muchas treguas.
La carretera se
estira rodeada de frondosa selva. El sofocante bochorno es insoportable, aunque
es mucho peor cuando paramos. La brisa al pedalear alivia. El sol abrasador se
esconde entre negros nubarrones. Llueve un poco y volvemos a tostarnos. El
cielo se muestra caprichoso y es imposible predecir sus intenciones. Tan pronto
forma desafiantes nubes de tormenta como se transforma en el azul más límpido y
afable.
Alcanzamos el
pequeño pueblo de Pedro Santos. Nos detenemos para comer algo en la terraza de
un restaurante cerrado mientras decidimos si continuar o pasar aquí la noche.
Súbitamente aparece una furgoneta que estaciona cerca de nosotros. De ella
desciende una curiosa familia. Son muy rubios y hablan inglés, algo extraño en
un pueblo perdido como éste. No sabemos qué hacen por aquí, pero entran en la
casa que está junto al restaurante que, por cierto, tiene un jardín enorme
donde poder acampar. Es una buena oportunidad para conseguir posada. Les
interrogamos acerca de si nos dan permiso para montar la tienda creyendo que,
cómo también somos extranjeros, nos prestarán su ayuda. La respuesta es un
desagradable y rotundo no, sin más explicaciones. Se muestran totalmente
desconfiados y poco amigables. Todo es un poco raro, así que decidimos buscar
otro lugar.
Nos dirigimos a
la casa más humilde del pueblo, donde una simpática señora nos saludó mostrando
una enorme sonrisa cuando pasamos por allí hace un rato. Tiene una modesta
parada de artesanía a orillas de la carretera, y detrás se levanta la pequeña y
espartana vivienda. Allí nos acercamos. La señora nos recibe con su hija en
brazos y una nueva y cálida sonrisa. Como era de esperar, nos permite acampar
junto a su casa de muy buena gana y sin titubear.
Al poco llega su
marido y nos invitan a cenar, además de ofrecernos dormir en el interior de la
vivienda. Como siempre, los más pobres son los que más dan. Preferimos
quedarnos en la tienda para no molestar.
Pasamos una
maravillosa velada con Rogelio, Gloria y Jani, mientras los insufribles mosquitos
nos devoran sin piedad, a pesar de que tratan de ahuyentarlos quemando cartones
dentro del diminuto habitáculo y formando una humareda casi irrespirable.
Rogelio nos
explica que la familia de rubios que no nos dejaron dormir en su jardín, son menonitas,
algo parecido a los Amish, pero sin vestir como en la casa de la pradera.
Suelen ser bastante endogámicos y no se relacionan mucho con otra gente fuera
de su comunidad, de ahí que no nos hicieran ni caso. Aunque pensándolo bien
tuvimos suerte, ya que, gracias a su negativa, hemos conocido a esta estupenda
familia y, seguramente, nos hemos librado de unos cuantos sermones
apocalípticos. Aún así, a Rogelio también le da por la Biblia de vez en cuando
y se pone un poco pesado, pero es soportable. Si no se le presta mucha atención
se acaba frenando.
El nuevo día nos
despierta con el canto de los gallos y el olor a humo de las brasas de la
cocina, y nos invaden un montón de inolvidables recuerdos de Camboya.
Rogelio y Gloria nos
piden que no nos vayamos, quieren que nos quedemos otro día con ellos. Lo
cierto es que no andamos muy sobrados de tiempo y debemos avanzar, aunque
también sabemos que cerca de aquí, pero algo alejadas como para desviarnos con
nuestras bicis, existen unas playas fantásticas. Se nos ocurre proponerles
pasar el día juntos frente al mar. A todos nos parece una idea perfecta, así
que empiezan los preparativos para un día de playa. Lo primero es recomponer el
destartalado coche de Rogelio, que a primera vista no parece que nos vaya a
llevar muy lejos. Hay que empalmar unos cables, cambiar bujías, limpiar no sé
qué pieza y soldar el tubo de escape. Algo que en España supondría un par de
días de taller y unos cientos de euros de mano de obra, en esta pequeña aldea
es visto y no visto. Ya con el coche listo, aunque siga sin inspirar mucha
confianza, pasamos a tratar de hacernos con algo de comida. Nos dirigimos a comprar
un pollo, mientras observamos por el pueblo a varios borrachos que apenas se
tienen en pie desde bien temprano. Llegamos a una pequeña casa de madera donde
la propietaria nos mata un pollo en un periquete. La señora descuartiza
rápidamente al animal en la única y lúgubre habitación de la vivienda, en cuyas
paredes pueden leerse, por todas partes, citas del apocalipsis escritas con
pintura azul. La pollera nos explica que ayer recibió la visita de uno de los
candidatos a las inminentes elecciones municipales para comprar su voto a
cambio de un saco de frijoles y algún que otro alimento más. El póster con la
cara sonriente del candidato pende de una de las paredes exteriores. En otra se
lee “Cristo, rey de reyes, señor de
señores”. La mujer no puede evitar aludir a la biblia para ejemplificar
cada cosa que explica.
Pobreza,
analfabetismo, alcoholismo, políticos corruptos, religión hasta la médula. El
panorama por aquí no es muy alentador.
Regresamos a
casa. Gloria cocina el pollo con mucho arte y mucho chile y nos vamos a la
playa, al pueblito de Mahahual. Y una hora después, inexplicablemente el coche
casi no ha fallado y por fin tenemos ante nuestros ojos las sin iguales y
deseadas aguas del Mar Caribe y una sensacional playa paradisíaca para nosotros
solos.
Pasamos un día
estupendo de pícnic a orillas del mar.
Por la noche
dormimos todos en la casa, que sólo tiene una habitación. La cocina y el lavabo
están fuera.
Nos despedimos
con tristeza al amanecer y ponemos rumbo a nuestro siguiente destino, que
alcanzamos tras una etapa aburrida por plana, y, además, con el desesperante viento
en contra. El paisaje selvático acaba haciéndose muy monótono, sobretodo porque
no hay cambios de nivel y la perspectiva es siempre la misma. La península de
Yucatán es totalmente plana, algo que adorábamos cuando empezamos a pedalear
hace un año y medio y que ahora odiamos. Necesitamos las montañas, sin ellas todo
es un aburrimiento.
Llegamos a la
tranquila ciudad de Felipe Carrillo Puerto. Nos reciben Diego e Yvonne, una
pareja de profesores que están preparando su viaje a España. Allí los veremos
si acaban por decidirse.
Pasamos una agradable noche con ellos y por la mañana
partimos hacia Tulum, un destino que anhelamos desde hace tiempo.
Pedaleamos algo
más de cien kilómetros planos, solitarios y calurosos, que tan sólo se alteran
cuando alguna enorme iguana se mueve repentinamente a nuestro paso entre la
maleza junto a la carretera, dándonos unos sustos de muerte.
Atravesamos alguna
aldea formada por casas de las que llama la atención su forma y su típica
techumbre de hojas de palma. Las gentes hablan la lengua maya.
Diez kilómetros
antes de alcanzar nuestra meta de hoy, sufrimos un pinchazo. Al parar a
repararlo, cientos de mosquitos abandonan la selva para devorar la carne fresca
que se ha detenido en la carretera.
Alcanzamos el
pueblo de Tulum y lo primero que hacemos es volar hacia las más hermosas playas
del Caribe mexicano. Aquí realmente los colores son mágicos. No hay arena más
blanca ni agua más turquesa, estas son playas de ensueño. Y después de pedalear
más de cien kilómetros bajo el martirizador sol caribeño, tampoco nos
importaría que la arena fuera negra. Este es el mejor momento en mucho tiempo.
En Tulum nos
hospeda Héctor, un simpático periodista que es como un libro abierto y con
quien podemos tener largas e interesantes conversaciones.
Este lugar y sus
alrededores poseen un sinfín de espectaculares enclaves que visitar. Una
jornada por aquí puede ser única y muy provechosa, así que no se puede perder
el poco tiempo del que ya disponemos. Vamos a pasar uno de los días más
especiales de todo nuestro viaje.
Pronto por la
mañana encaminamos nuestros pasos hacia la zona arqueológica de Tulum, donde
uno no puede más que alucinar al contemplar estas ruinas mayas que se erigen
frente a un brillante litoral formado por arenas pálidas y aguas verdes y
aturquesadas. Tratamos de imaginar la impresión de los primeros conquistadores
españoles al navegar esta costa a principios del siglo XVI y descubrir estas
construcciones desde sus naves. Es un lugar realmente cautivador, la pena es la
imposibilidad de poder visitarlo sin estar permanentemente rodeados por enormes
grupos de turistas que descubren la Riviera Maya en carísimos tours organizados
y que montan un escándalo terrible.
Dejamos las
ruinas para dirigirnos en nuestras bicis a las playas de Akumal, a unos
veinticinco kilómetros al norte de Tulum. Este también es un lugar especial. A
escasos metros de la costa, buceamos rodeados de enormes y parsimoniosas
tortugas y pasamos un rato sensacional flotando junto a ellas y dejándonos
hipnotizar por su ingrávido y sereno movimiento. Otra de las maravillas del
Caribe. La pena, la de siempre, demasiados turistas.
De regreso a
Tulum hacemos una parada providencial. La playa de Xcacel nos muestra el
paraíso, y éste sin turistas. No existen muchas imágenes más sugerentes que una
playa caribeña desierta.
Y el que es el momento
más especial del día, si no del viaje, queda para el final. Y no sólo por la
belleza indescriptible y única del lugar que vamos a descubrir, si no por todo
lo que representa para nosotros.
Nos encontramos
en el Cenote Dos Ojos. Los cenotes son enormes pozos de agua manantial que
surgen en cavernas tras los derrumbes del techo de una cueva. Estos cenotes
muestran partes abiertas, aunque multitud de ellos poseen redes de grutas
subterráneas. Muchos se encuentran interconectados y tienen salida al mar. La
mayoría se encuentran localizados en zonas de difícil acceso y suelen estar
cubiertos de vegetación. Para los mayas, los cenotes eran lugares sagrados
donde solían realizar sacrificios y rituales. En la mitología maya se
identifica a los cenotes con la puerta de entrada al más allá, a la otra vida, al
inframundo, a lo que los mayas llamaron Xibalbá. Pero no es sólo el lugar por
el que transitan las almas de los difuntos, si no que se trata también de una
dimensión interior, del camino que en vida nos lleva al nacimiento espiritual,
el camino interior hacia la creación de una nueva persona.
Cuando iniciamos
esta aventura, nuestro viaje estaba planeado para prolongarse durante no más de
un año y, por supuesto, no teníamos por aquel entonces la más mínima intención
de visitar el continente americano.
Decidimos el
nombre de nuestro blog tras ver la película La fuente de la vida, en la que se
hace referencia al concepto de Xibalbá, una idea que atrajo profundamente
nuestra atención.
Hoy, casi dos
años después del comienzo de este viaje que pronto finalizará, otra de las
maravillosas casualidades que nos han acompañado durante todo este tiempo,
cubre nuevamente de magia nuestra senda. Porque nunca imaginamos que al final
del camino encontraríamos verdaderamente el Xibalbá. Y hoy, por fin, mientras
nos sumergimos en las profundas y oscuras aguas de este impresionante cenote,
sabemos que lo hemos alcanzado. El Xibalbá físico se encuentra bajo nuestros
pies, protegido por la oscuridad de estas cavernas inundadas. El espiritual
está ya en nosotros, invadiendo cada rincón de nuestro ser, advirtiendo que
muchas cosas son ya diferentes en nuestro interior, el camino ha movido mucho
de lo que llevamos dentro. Hemos encontrado tanto, sin buscar nada.
Desde este
momento todo es cuenta atrás. La vuelta está muy próxima y nuestras mentes ya
viven muy lejos de aquí.
Abandonamos
Tulum. Podemos decir que ya estamos sin estar, es decir, deseando que nuestras
bicis nos hagan llegar lo antes posible a Cancún para regresar a casa. No
podemos seguir disfrutando de esto al saber que la vuelta ya está aquí. Los
sentimientos son tan contradictorios. Se siente pena como siempre que algo
grande termina. Se siente miedo por la duda de saber cómo vamos a encajar de
nuevo en un mundo del que nos hemos sentido muy alejados. Pero también se
siente una inmensa alegría por volver a estar con los nuestros y por volver a
tener un hogar.
Pasamos una
tormentosa noche en Ciudad del Carmen, ya muy cerca de nuestro destino final. Y
por la mañana partimos ya hacia Cancún, que alcanzamos al atardecer. La ciudad
nos recibe en medio de un gran aguacero. La única razón de haber llegado hasta
aquí es que encontramos hace unos meses un vuelo muy barato que parte de esta
ciudad. Regresar a Madrid desde Cancún nos ha costado ciento veinte euros, todo
un regalo.
En Cancún nos
alojamos en casa de Misra y Monse, con quienes pasamos los últimos extraños
días antes de regresar a casa. Nos distraemos con juegos de mesa y viendo pelís mientras nos explican como se preparan cuando el gobierno da la alerta de huracán.
La ciudad es
verdaderamente horrible, posee un precioso litoral destrozado por la construcción
masiva de enormes y espantosos complejos hoteleros. La mayor parte del día está
lloviendo y las calles se convierten en caudalosos ríos que más de una vez nos
toca navegar con nuestras bicis y con el agua por las rodillas. Toca llevar a
cabo los odiosos preparativos para transportar las bicis en el avión. Son días
grises en todos los sentidos, necesitamos volar ya.
Hoy, miércoles
tres de julio, tomamos nuestro vuelo de regreso a España invadidos por la
sensación más extraña que hayamos sentido en mucho tiempo. Nadie sabe de
nuestra vuelta, estamos deseando que leáis estas líneas y que recibáis esta
sorpresa con alegría.
Aterrizamos en
Madrid, donde alguien muy especial ha venido a recibirnos. Ramón, a quien
conocimos hace ya casi dos años en China y con quien estuvimos viajando durante
un mes por Birmania, nos va a hospedar en Majadahonda durante unos días. Y hacia allí nos dirigimos después de la difícil tarea de meter las dos bicis y todo nuestro equipaje en un Seat Ibiza.
La
bienvenida con la que nos agasaja es inigualable. Cuánto echábamos de menos
todo esto. Ramón nos lleva de bar en bar volviendo a hacer nuestras todas aquellas tapas olvidadas.
La idea es
regresar a Barcelona a pedales, para así ir adaptándonos paulatinamente al país
y minimizar el shock de la vuelta. Además, esta es una ocasión perfecta para
descubrir un montón de lugares de España que no conocemos. El escueto plan es
partir hacia el norte y seguir la costa cantábrica. Y lo mejor es que esta
tarde llega desde California nuestro amigo London, con quien viajamos por China
y con quien pasamos un tiempo inolvidable en los Estados Unidos. También ha traído su bicicleta, así que en breve pondremos juntos rumbo a Barcelona.