Remontando el Mekong


¿Creer en mí?
No, yo no creo en nada.
Que la naturaleza vierta
sobre mi cabeza ardiente
su sol, su lluvia,
el viento que me despeina.
En cuanto al resto, que venga.
Que venga si debe venir
o que no venga.

F. Pessoa


Continuamos conquistando distancias bajo un sol sin escrúpulos que hace que sintamos como cada kilómetro se aferra a nosotros con toda su fuerza, como si pretendiera retenernos, tratando de que mastiquemos bien todos y cada uno de los metros que lo componen.  De tanto en tanto, el sol deja de mirarnos cuando alguna pequeña nube lo distrae por un corto e impagable espacio de tiempo. Nuestros traseros  también llevan días sufriendo su particular calvario y son ellos más que nuestras piernas quienes reivindican su dolorosa situación.
Pero, a pesar de todo, poder recorrer estas carreteras sobre nuestras bicis es todo un placer y un cambio radical en nuestra manera de viajar que nos está encantando.
Alternamos paisajes áridos con inmensos y verdes arrozales salpicados por enormes palmeras. 


Cada muchos quilómetros, la carretera aparece flanqueada por multitud de puestos de venta de diferentes alimentos típicos de cada zona. Es interesante observar cómo los productos van variando a medida que transcurren los días.
Ahora mangos y otras frutas, ahora arroz con judías y coco cocinado en el interior de un tronco de bambú,



ahora pescado seco,


después sapos a la brasa,


más tarde el fruto de las flores de loto,


ahora patos,


también todo tipo de insectos y demás delicias un tanto particulares.
Lo mejor son los puestos en los que se preparan refrescos con el jugo de la caña de azúcar, limón y mucho hielo. Hay pocas cosas más revitalizantes.



Incluso uno puede darse un corte de pelo en la carretera.


Una gran noticia es que después de casi ocho meses de viaje, volvemos a disponer de pan, una de las cosas que más estábamos echando de menos. El legado francés nos va a hacer muy felices. También encontramos quesitos y Nutella.


Aunque nuestro plato favorito en Camboya es el Amok, un delicioso pescado al curry con leche de coco.


Atravesar las pequeñas y bonitas aldeas es realmente divertido. Los niños pequeños salen corriendo de sus casas gritando como posesos “helloooo!” o “bye byeee!”, y no cesan en sus berridos hasta que respondemos a sus saludos. Es curioso, porque muchas veces empiezan a gritar mucho antes de que nos acerquemos, tienen un don especial para detectarnos. En ocasiones oímos sus gritos pero no vemos a nadie, hasta que observando con atención, identificamos el movimiento de una pequeña cabeza que asoma a lo lejos, desde la ventana o tras la penumbra de la puerta abierta de una vieja choza de bambú. Al final del día, ya agotados, acabamos respondiendo con una simple sonrisa porque las energías no dan para más.





Otros que también se muestran efusivos son los niños y niñas que van y vienen de la escuela pedaleando sobre sus bicis y que lucen unas camisas blancas inexplicablemente inmaculadas, todo un misterio.


Cuando llegamos a algún pueblo un poco grande, el caos reina en la carretera, con paradas de mercado que casi invaden la calzada, vehículos en dirección contraria, motos que aparecen de la nada y personas que se cruzan por todas partes.
Esquivamos multitud de serpientes, algunas vivas, la mayoría muertas o agonizantes después de haber sido atropelladas. 


Los perros que duermen plácidamente en mitad de la calzada o que se cruzan súbitamente también nos dan buenos sustos. Afortunadamente estos perros no son como los tailandeses, no nos persiguen a toda velocidad ladrando furiosamente y mostrando sus colmillos. En realidad no nos prestan mucha atención, todo un alivio, y eso se debe a que aquí casi todo el mundo se desplaza en bicicleta, con lo que estos animales están más que acostumbrados.
Las vacas y los búfalos también de adueñan de la calzada de tanto en tanto.


Los vehículos que circulan junto a nosotros, unos motorizados y otros tirados por animales, van increíblemente cargados con todo lo imaginable. Muchos se sitúan a nuestro lado y tratan de mantener, sobre la marcha, una absurda conversación que no nos lleva a ninguna parte, pero es gracioso.



La carretera muestra carteles que condenan la violencia, especialmente la de género. Otros exhortan a la población a entregar las armas que todavía poseen tras tantos años de guerras.



Una sensación verdaderamente desconcertante es pedalear durante más de cien kilómetros a través de una solitaria carretera flanqueada por infinitos campos minados en los que cada pocos metros aparecen pequeños carteles rojos que muestran una calavera e indican “Danger. Mines.” 


Las tierras presentan un aspecto salvaje y extraño tras años sin que nadie se adentre en ellas. En estas zonas no existen pueblos y ocasionalmente aparece alguna inexplicable casa. Resulta asombroso que haya quien se aventure a construir su hogar en medio de esta trampa mortal. Es sobrecogedor ver a los niños corretear por los alrededores. Pedalear aquí es un tanto claustrofóbico y uno desea dejar de ver los aterradores cartelitos rojos lo antes posible, siempre rezando porque nada en la bici falle ahora y nos deje en este lugar más tiempo del necesario.
Nos levantamos muy temprano para aprovechar las primeras luces y evitar pedalear a las horas de máximo sol, durante las cuales paramos a comer en algún pueblo y a echar una reconfortante siesta a la sombra sobre alguna hamaca.



Continuamos pedaleando por la tarde y cuando nuestras piernas empiezan a decir basta o cuando falta poco para que caiga la noche, empezamos a preguntarnos dónde vamos a dormir. Lo de los hoteles lo hemos descartado, básicamente porque no existen, salvo en algunos pueblos grandes o ciudades, justamente lo que intentamos evitar. Además, el motivo de viajar en bici no es otro que el de tratar de acercarnos todo lo posible a la gente, así que eso es lo que hacemos.
El ritual de muchos días es curioso y se repite con frecuencia. Llegamos a alguna pequeña aldea, seleccionamos una casa fijándonos en si tiene hierba y algún lugar plano donde montar la tienda. Es más seguro dormir junto a una casa. Nos acercamos. La gente y los niños empiezan a sonreír y a saludar efusivamente, como siempre, pero esta vez algo es diferente para ellos. Normalmente sólo están acostumbrados a ver y a saludar a los turistas que pasan en autocar frente a sus hogares o incluso a algunos pocos que van en bici, pero después de los saludos siempre pasan de largo. Pero ahora paramos y nos dirigimos hacia ellos. Sus caras empiezan a cambiar y sus sonrisas van desapareciendo, los niños se esconden. Nunca han visto a un extranjero tan de cerca y menos tratando de estrechar sus manos.


Lo siguiente es intentar pedirles permiso para montar la tienda junto a su casa, lo que suele llevarnos un buen rato. Sólo hablan la lengua jémer, absolutamente nada de inglés, no saben lo que es una tienda de camping y no entienden si queremos quedarnos ahí a pasar la noche o toda la vida. Cuando todo queda aclarado, la respuesta es siempre afirmativa. Mientras montamos la tienda, empieza a aparecer gente por todas partes. Vienen para presenciar alucinados el acontecimiento que supone el montaje de un nuevo y misterioso invento que se clava en el suelo y se convierte en una pequeña casa.


Poco a poco nos van viendo como seres inofensivos. Tratamos de explicarles nuestra ruta ayudándonos de un mapa, pero no sabemos con certeza si entienden algo o tan solo asienten y sonríen protocolariamente. Los niños también se acercan y empezamos a jugar con ellos. Cuando ya todo el mundo se siente seguro a pesar de nuestra presencia, aparece alguien que nos viene a decir algo así como: “esta noche va a caer un buen chaparrón, así que meteros en la casa que os hacemos un rinconcito bueno para que durmáis a gusto”, o eso es lo que interpretamos nosotros, así que a desmontar la tienda y para la casa. Y eso ocurre siempre, día tras día la misma función. Curiosamente nunca llueve. Ya en el interior de las espartanas viviendas, nos dan de cenar, normalmente arroz con carne de dudosa procedencia, pero que a estas alturas y con el hambre que arrastramos a esas horas, no se le hacen ascos. Solemos llevar frutas o galletas para poder compartirlas.


Nos duchamos con un cazo mediante el agua de unas grandes tinajas que siempre reposan en el exterior. 
En algunas casas viven pequeñas familias y en otras incontables personas. Tratamos de mantener alguna conversación a un nivel muy básico, pero aquí no conocen a Messi o a Cristiano Ronaldo, así que los temas recurrentes de siempre no tienen cabida y todo se limita a saber quién es hijo de quién, si nosotros estamos casados, si tenemos hijos o si somos de América, uno de los pocos lugares que conocen que no esté por aquí cerca. Y lo conocen porque les bombardearon sin piedad durante la guerra de Vietnam, así que no esperamos ni un segundo en explicar: “no, no, América, no. Europe, Europe”.
Alguna vez nos han sacado algún licor de destilación casera que sabe a rayos pero que es lo mejor antes de acostarse. Solemos dormir sobre una esterilla en el suelo o sobre una plataforma fabricada con cañas de bambú, ambas opciones incomodísimas, pero entre el cansancio y el orujo caemos rendidos temprano, lo que es toda una suerte, porque a partir de las cuatro de la mañana ya no hay quien duerma. A esa hora, los gallos montan su particular fiesta, los perros se les unen y la actividad empieza en la casa.






La única vez que no nos hicieron pasar dentro de la casa, curiosamente cayó un chaparrón apocalíptico, de esos con vientos huracanados que hacen que todo vuele y las palmeras se doblen como muelles, con muchos truenos y mucha agua. Al final también tuvimos que dormir en la casa. Como no esperaban huéspedes, el padre de familia cogió su pequeña moto y se fue al pueblo más cercano en mitad de la tormenta para comprar algo para cenar, a pesar de que le pedimos que no lo hiciera. Volvió empapado y nos prepararon un riquísimo arroz con pescado fresco. Se nos hace extraño observar este tipo de actuaciones tan generosas y desinteresadas, muy poco habituales en nuestra sociedad. Pero como siempre, los que menos tienen son los que más dan.
Los templos son otro buen lugar para pernoctar.




Llegamos a Phnom Penh, la capital del país, cuando nuestro cuentaquilómetros marca nuestros primeros mil quilómetros.



La razón de haber llegado aquí no es otra que descubrir algo de la historia reciente camboyana y conocer las atrocidades cometidas por el régimen de los Jémeres Rojos durante los años setenta.
Los Jémeres Rojos fueron la organización guerrillera comunista liderada por Pol Pot que tras la guerra de Vietnam tomó el poder en Camboya, pasando a llamarse llamarse Kampuchea Democrática. Pol Pot fue el principal responsable del denominado genocidio camboyano, quien durante los cuatro años que duró su gobierno, exterminó a una cuarta parte de la población del país. Los habitantes de las ciudades y de las poblaciones principales fueron obligados a ir al campo, tratando de formar un estado totalmente agrario y aislado del mundo con una economía autosuficiente. Se inició la aplicación de un comunismo radical de inspiración maoísta como nunca antes se había llevado a cabo. Se abolió la moneda y el mercado, volviendo al trueque, se acabó con las escuelas, con las infraestructuras de las ciudades y se convirtió a toda la población en cultivadores, tratando de destruir la civilización y la cultura urbana. Se atacó a la religión y se luchó contra lo que Pol Pot denominó el “enemigo oculto”, es decir, todo aquel que consideró contrario a su plan. Para ello se llevaron a cabo torturas sistemáticas, continuas ejecuciones extrajudiciales y programas específicos de genocidio contra grupos religiosos y minorías étnicas y sumisión a trabajos forzados. Todo ello generó hambrunas y epidemias que nunca fueron atendidas.
Este periodo concluyó en 1979 con la invasión vietnamita y el paso a la clandestinidad de Pol Pot y los suyos. Actualmente un tribunal internacional está juzgando en Phnom Penh a los líderes supervivientes del régimen por genocidio y crímenes contra la humanidad.
Pol Pot murió en 1998, a los setenta y tres años, en medio de la selva camboyana.
En la ciudad visitamos la desafortunadamente célebre prisión de Tuol Sleng.



Sin duda, el lugar más siniestro y terrorífico que jamás hemos contemplado. Fue un colegio reconvertido a centro secreto de interrogatorios, torturas y ejecuciones, creado por el régimen para eliminar a los enemigos del estado. Por aquí pasaron más de veinte mil personas, de las cuales sólo sobrevivieron doce, entre ellas, cinco niños. Todo sospechoso era arrestado con su familia y después de ser torturados hasta que confesaban ser enemigos del régimen, eran ejecutados.


Cuando las tropas vietnamitas liberaron Phnom Penh en 1979, encontraron la prisión con los últimos prisioneros ejecutados y varios niños escondidos tras una pila de ropa. El director y los verdugos habían huido. En la prisión se conservan todas las fotografías, expedientes y registros de las torturas y ejecuciones de los prisioneros, toda una evidencia de las atrocidades cometidas. Las celdas y las habitaciones de tortura permanecen tal y como se encontraron.





Es inevitable salir de este lugar con un nudo en el estómago y con una enorme sensación de impotencia e incomprensión. Desgraciadamente todavía existen lugares parecidos y las matanzas de civiles están a la orden del día en muchos lugares del mundo.
Al recorrer estas carreteras es fácil encontrar multitud de caminos señalizados que se desvían hacia lo que fueron antiguos campos de exterminio y fosas comunes de los Jémeres Rojos, que actualmente pueden visitarse y en los que se encuentran los restos óseos de miles de víctimas de aquel tiempo.



Ahora, cada vez que dormimos en alguna casa, nos es inevitable mirar a la gente de otra manera y ponernos en su lugar tratando de entender el horror que vivieron. Nos infunden mucha pena, pero también un profundo respeto.
Alguna vez, comiendo en algún restaurante perdido en alguna carretera, algún anciano ha venido a darnos la mano casi reverenciándonos sólo por ser extranjeros. Eso nos hace sentir realmente incómodos, no entendemos que  es lo que nos hace admirables para ellos, cuando somos nosotros quienes deberíamos agachar nuestras cabezas ante gente que ha vivido semejante experiencia.

Continuamos la ruta hasta el sur, donde alcanzamos las playas que baña el golfo de Tailandia.







Volvemos a poner rumbo norte. Nuestro objetivo es remontar el impresionante río Mekong hasta llegar a la frontera con Laos. Para eso debemos abandonar el asfalto para recorrer incómodos caminos de tierra que en algunos tramos se convierten en barrizales impracticables debido a las lluvias.





Aún así, el paisaje con el río siempre a nuestra izquierda es maravilloso. En algunos tramos, el Mekong reclama ya desesperado la pronta llegada de la estación monzónica.






Por estas zonas ya no es tan fácil encontrar comida, aunque la fruta siempre abunda. 
Al pasar junto a una casa en la que se celebra una gran fiesta nos han hecho gestos para que pasemos a comer. En el exterior de la vivienda, la gente se reúne en torno a un par de grandes mesas mientras que otros cocinan a unos metros de distancia. Nos sirven un banquete y comemos entre risas y tratando de saber qué es lo que se está celebrando. Después de comer todavía no lo hemos averiguado.



Súbitamente aparece un hombre y nos hace gestos para que entremos en el interior de la casa y hagamos una ofrenda al difunto. Increíble, toda esta gran fiesta es un funeral y el fallecido está aquí al lado de cuerpo presente mientras sus familiares comen, beben y ríen. Menudo contraste con nuestra forma de gestionar estos trances. Finalmente no ha sido necesario entrar a honrar al difunto. Nos despedimos confusos, alucinados y con el estómago muy lleno.
Todo este territorio está repleto de enormes campos de tabaco. Es habitual ver a los niños seleccionando y agrupando las hojas que después se colgarán a secar.


Hoy el camino de tierra se ha vuelto solitario. Las aldeas se han ido espaciando hasta acabar desapareciendo por completo. Tan solo hay tierra, frondosa vegetación a ambos lados y un enorme nubarrón negro amenazante al fondo, frente a nosotros, como tratando de advertirnos que es mejor dar marcha atrás.
Continuamos pedaleando y unos cuantos kilómetros más tarde empiezan a aparecer pequeñas casas de bambú, primero aisladas y después más agrupadas, pero aún así, no muchas.
Aquí no existen los efusivos “hello!”, sólo miradas extrañas y curiosas. Los niños huyen despavoridos y algunos se quedan paralizados con la mirada atónita. No parece que esta sea una ruta muy transitada por extranjeros. Poco a poco el camino va estrechándose hasta acabar convirtiéndose en un angosto sendero. Seguimos dejando atrás viviendas y a sus habitantes que parece que estén viendo dos naves espaciales pilotadas por dos extraterrestres. Un buen rato después, el camino alcanza una casa y termina bruscamente. Se acabó, no se puede continuar. Tras esa casa sólo hay selva, aunque sus habitantes nos indican por gestos que si retrocedemos, encontraremos un pequeño sendero que lleva a un pueblo que figura en nuestro mapa. Es extraño porque no hemos visto ese camino al venir. Damos media vuelta y fijándonos bien descubrimos ese estrecho y camuflado sendero. Empezamos a pedalear a través de él. Al poco estamos rodeados de una frondosa y rabiosa vegetación que lo oscurece todo y que no nos permite ver más allá que los dos siguientes metros. Las bicis avanzan lentamente y a trompicones. 


La atmósfera se ha vuelto muy húmeda y densa. Se escuchan mil sonidos extraños y empezamos a observar raras y preciosas aves de llamativos colores. Termiteros de más de tres metros de altura aparecen de tanto en tanto, es lo único que distinguimos entre la espesa maraña verde. Nos hemos metido de lleno en la selva. Al rato alcanzamos una zona donde cuatro o cinco enormes árboles muestran su tronco carbonizado y humeante, alguno de ellos se ha reducido casi a cenizas. Seguramente la causa sea la tormenta eléctrica que anoche debió azotar esta parte y que observamos a mucha distancia desde la casa donde dormimos ayer. Pedaleamos ahora entre lianas y ramas que estrangulan a otras ramas, que a su vez engullen a otras, en una competición parásita.
El camino empieza a difuminarse y eso en la jungla y sin guía no es nada bueno, y, además, se bifurca, lo que es aún peor. Aquí es muy fácil desorientarse. Está claro que el siguiente paso es perdernos, y el posterior ya no se sabe. Ante el riesgo que implica continuar y muy a nuestro pesar, decidimos volver atrás. No hay nada peor que tener que despedalear lo pedaleado, pero si los nubarrones no nos disuadieron, la jungla sí que lo ha hecho. Uno se siente verdaderamente vulnerable ahí adentro.
En un par de horas llegamos al pueblo más cercano y Claudia se empieza a encontrar mal. Nos detenemos en una parada de refrescos para hidratarnos. Claudia decide tumbarse sobre una plataforma de madera que se encuentra detrás de lo que parece un pequeño y rudimentario consultorio de enfermería. Dolor abdominal, diarrea y 39, 7 grados de fiebre son los síntomas. Mal panorama.


Empezamos con el paracetamol y pedimos hielo en la parada de refrescos para intentar conseguir que la fiebre descienda. La encargada del consultorio, al vernos, se ofrece a ayudarnos y sugiere administrar suero intravenoso, que es lo que lleva haciendo todo el tiempo con toda la gente que acude a la consulta. Le decimos que no es necesario, que ya tenemos medicación y que podemos solucionarlo nosotros. La señora, que recuerda a las antiguas practicantes, insiste en la medicación intravenosa, pero al ver que no estamos por la labor, se pone a cocinar unos sapos a la brasa junto a nosotros, mientras con la otra mano mece a su hija pequeña que duerme sobre una hamaca.
Anoche bebimos bastante agua que nos ofrecieron en la casa donde dormimos, seguramente no estaba bien hervida, y eso parece ser la causa más probable de lo que está sucediendo. Eso pasa cuando se baja la guardia, pero después de tanto tiempo viajando es casi inevitable.
La fiebre remite y Claudia se encuentra mejor, pero aún así decidimos seguir descansando en el consultorio porque en el pueblo no hay nada parecido a un hotel, que es lo que mejor nos vendría ahora. Un rato después la fiebre sube de nuevo y empieza a ser muy difícil bajarla con nuestros medios. Lo peor es que tiramos el ciprofloxacino (un antibiótico que ahora sería clave) cuando tuvimos que aligerar las mochilas antes de iniciar la ruta en bici. La cosa se pone fea, sobretodo porque estamos en un pequeñísimo pueblo a orillas del Mekong camboyano, alejados de todo y sin saber si la situación va a ir a mejor o a peor a lo largo de la noche, porque aunque todo indica que se trata de algún virus gastrointestinal, por estas latitudes, cuando aparece la fiebre alta, empieza a rondar por la cabeza la palabra malaria. Y en eso no queremos ni pensar.
Tratamos de ponernos en contacto con nuestro seguro médico para que estén al corriente de la situación por si todo empeora, pero nos es imposible. Me doy una vuelta por el pueblo para ver si localizo algo que nos pueda ayudar y encuentro un pequeño hospital. Entro a preguntar y me recibe un tipo sin camiseta. Trato de explicar lo que ocurre y avisa a una chica con bata blanca que sólo hace que reír porque no parece entender nada, aunque mis gestos intentando describir el dolor de barriga, la diarrea y la fiebre, son bastante claros y explícitos. Me indica que traiga a Claudia. No sé qué inspira más confianza, si este hospital o la consulta de la señora de los sapos.
Parece que Claudia empieza a encontrarse mejor, pero como no tenemos donde dormir, ni ciprofloxacino, ni la certeza de que la situación vaya a ir a mejor, decidimos acercarnos al “hospital”, a ver cuáles de todas esas cosas podemos solucionar. Allí se encuentran el hombre descamisado, que es como el vigilante, celador, ayudante y lo que haga falta, y dos chicas con bata blanca que desconocemos si son médicos, enfermeras o auxiliares, y no hay forma de averiguarlo, la comunicación está siendo bastante inefectiva. Le pregunto a una si es médico y se echa a reír, no sé si como queriendo decir: “¡pero tu dónde te crees que estás!”, o es que no entiende nada de lo que le digo.
Al minuto de llegar y casi sin dejar que nos expliquemos, ya traen la medicación intravenosa, el catéter y el palito del suero. Qué fijación tienen aquí en meterlo todo por la vena. Le explicamos que ya se encuentra mucho mejor y que está bien hidratada porque ha bebido mucha agua durante todo el día, que no es necesario el suero, que sólo queremos descansar y estar en el hospital para valorar la evolución. Y la otra, dale que dale con que hay que poner un suero. Y yo que no, que no hace falta. Entonces empieza a tomarle el pulso. Veo que cuenta los latidos durante quince segundos para luego multiplicar por cuatro y así calcular las pulsaciones por minuto. Cuenta veinte latidos en quince segundos y se apunta la multiplicación (20 por 4) en la palma de la mano, porque no es capaz de resolverla de cabeza. Y lo peor es que el resultado le da ochenta y cuatro. Entonces es cuando ya alucinamos y le digo, ya muy en serio, que ni sueros ni nada, que soy médico y que vamos a esperar.


Al rato aparece con una bolsita llena de pastillas, unas blancas y otras rosas. Fácilmente me explica que las blancas son paracetamol, pero las rosas, no hay manera. Dice que se las tome, y yo: “qué no, que ya le he dado paracetamol y las pastillas rosas no sabemos lo que son”. Y ella: “¿a qué hora se lo ha tomado?”, y yo: “a las tres”, y ella: “¿hace tres horas?”, y yo: “no, hace tres horas no, que se lo he dado a las tres”, y ella: “qué se las tome”, y yo: “qué no”. Y en una de éstas consigue explicarme que las pastillas rosas son ciprofloxacino. Podría haber empezado por ahí. ¡Qué se las tome!
Claudia ya se encuentra muchísimo mejor, ya tenemos antibióticos y ahora sólo falta solucionar dónde vamos a dormir, pero sin tener que decir nada, la chica de la bata blanca nos ofrece dormir en una pequeña consulta del hospital. ¡Genial!, todos nuestros problemas se han solucionado.
A estas alturas ya hemos averiguado que la chica no es médico, si no enfermera. Y la otra chica debe ser una auxiliar o una enfermera en prácticas. Resulta que aquí no hay médicos en estos hospitales, sólo están en las grandes poblaciones o ciudades.
Me acerco un momento al pueblo para comprar unas coca-colas para las chicas de la bata blanca y para el hombre descamisado. Al regresar, se han metido en una consulta con una paciente. Pasan allí un buen rato, y súbitamente empezamos a escuchar lloros de bebé. Me asomo a la ventana de la consulta y no lo puedo creer. La chica que no sabe multiplicar y su ayudante acaban de asistir un parto y, por supuesto, sin monitorizaciones, ni epidural, ni esterilidad, ni demás “pijadas”. Con un par… Y la madre ni un gemido, aunque probablemente fuera su quinto o sexto hijo. Menos mal que no han requerido mi ayuda por haberles dicho que era médico, si no ya hubiera sido el colofón perfecto para un día inolvidable.
Al rato sale la abuela con un bebé precioso. El marido se lleva a casa en brazos a la parturienta, que a su vez sujeta un palo de bambú del que pende una botella de suero. Y salen las dos chicas de las batas blancas, que ahora son rojas. Se las quitan, se suben los vestidos y se empiezan a lavar la sangre de las piernas dentro de un barreño en el jardín del hospital. Con un par…
Yo, alucinando con todo el show y mientras, Claudia montando la tienda encima de la cama de la consulta para que no le piquen los mosquitos. Con otro par…


Nos vamos a dormir deseando tener mañana un día normal.
Al amanecer Claudia está perfecta, así que continuamos nuestra ruta. Hoy tocan 135 kilómetros.



Dos días después alcanzamos la frontera con Laos, y allí descubrimos que nuestros visados de entrada al país han prescrito, pero eso ya es otra historia.


7 comentarios:

  1. Hola guapos, ja veig que estas millor , caray Claudia, mentres estaba lleguin la teva historia ho he passat molt malament ( m'imagino que tu molt pitjor) pero be tot a sortit endavant, sort que teniu idea de aquestes coses, per que sino .....imaginat. Nosaltres conexem la historia de Pol Pot i los Jemenes Rojos, pero una cosa es coneixer i un altre molt diferent es veurela directament amb el vostres ulls. M imagino la sensacio que vareu tindre al veure el sufriment d' aquella pobrre gent. Son experiencies que no olvidareu mai.
    El que tamber es molt perillos es aixo que explicas de la selva....sort que us van avisar del cami... sino quina broma. Molts petons i que seguiu tenin molta sort

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  2. Pep Sardà Ustrell16 de abril de 2012, 8:22

    Em feu molta enveja sobre tot per les rutes amb la bicicleta. Us admiro per què no feu escarfalls amb cap aliment molta sort.

    El Pep de la concepció

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  3. Ostres Clàudia!!! Vaya susto!!! Jo que he començat a llegir el blog amb una ampolleta de vi i anar picant alguna cosa en plan relax i al final se m'ha tallat tot! Oh! Per favor, sort que ja ha passat! El poema del començament és de "puta mare", et fa sentir la llibertat, però si us plau, aneu amb compte, que us volem sencers... Us estimo.
    Mum

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  4. Hola chicos!!
    Madre mia... He contenido la respiración al leer lo del virus de Claudia!!. Me alegro de que este mejor!. Javi me imagino la desesperación al intentar explicarles!. Menos mal que los dos sabéis de que va el tema y más aun, tenéis el temple suficiente para aguantar la situación. Bravo por los dos!!. Por lo demás me ha parecido un post súper interesante, me encantan la descripción y las fotos de los puestos ambulantes de carretera. Alucino con las cosas que habéis encontrado, lo de los sapos, lo mas!!!!. También con la hospitalidad de los lugareños. Bueno guapos, ante todo enhorabuena por esos mas de 1000 km en bici, bien merecen que os deis algún homenaje!!. Por Dios no volváis a tirar el cipro!! ;)
    Os "vemos" en el siguiente post!
    Un beso guapísimos!!!

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  5. Uffff...esto si es aventura, con mayúsculas,Claudia eres muy fuerte, con un par...,de cada experiencia debéis sacar una lección, en este caso no bajar la guardia nunca,nunca..

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  6. Hola! Quin susto ens has donat Clàudia! Sort que ja estàs millor! Be, és normal que després de tants mesos algun dels dos s'hagués de trobar malament. Esperem que a partir d'ara aneu amb molt de conte i us cuideu molt. Les aventures, la gent que coneixeu i als quilometres que heu fet amb la bici són espectaculars! Tot plegat, sembla un altre món algun dia haurieu d'escriure un llibre. També, ens ha xocat com són els parts allí i la diferència que hi ha. Aquí, tot ho cuiden moltíssim i allí en canvi ho tenen en tanta naturalitat i al postpart quasi no el noten. Cuideu-vos molt i poc a poc que no teniu pressa.

    Molts petons i us seguim atentament i amb moltes ganes de llegir noves aventures.

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  7. |||||HOLA MIS BEBES, Claudia entre la farola y la fiebre mi Javi no gana para sustos, tener mucho cuidado con lo que comeis y los liquidos que tomais,por que hay que tener valor para comer esos sapos tan asquerosos.Para la mama de Claudia que se tome otra copa de vino tranquila y que no se le corte que el susto ya paso, estos chicos son unos todo terreno.muchos Muuuuuuaaaassssss y os quiero mogollon.

    TATA

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