Vagaborneando


Aterrizamos en Borneo. No tenemos planes, no hemos establecido ninguna ruta y apenas conocemos nada del lugar, pero disponemos de nuestras bicis y de muchas ganas de improvisar. Si algo hemos aprendido a lo largo de este viaje es que el exceso de planificación acaba suponiendo límites a toda aventura. La improvisación es como una ruleta, un riesgo que, con un poco de suerte y sin miedo a dejarse llevar, suele acabar convirtiéndose en un periplo fascinante. Como alguien dijo alguna vez, la carga se ajusta en el camino. 
Borneo es la tercera isla más grande del mundo tras Groenlandia y Nueva Guinea. Administrativamente se encuentra dividida en tres regiones que pertenecen a tres países diferentes: la región de Kalimatan, perteneciente a Indonesia, el sultanato independiente de Brunei, y el Borneo malayo, perteneciente a Malasia. El Borneo malayo se divide a su vez en los estados de Sarawak y Sabah, y es éste último el que pretendemos recorrer.


Así que aquí estamos, en las puertas del aeropuerto de Kota Kinabalu, abrasándonos bajo un sol de bandera y tratando de solventar el primer contratiempo. Nuestro bien más preciado, las bicis, que tantas buenas experiencias nos están reportando, más versátiles que cualquier otro medio de transporte, se convierten en una pesada carga cuando se encuentran empaquetadas en sus grandes cajas y hay que trasladarlas al centro de cualquier ciudad. No suele ser fácil encontrar vehículos en los que poder introducirlas. Pero tras una rápida mirada a la carretera advertimos que casi todo el mundo conduce enormes rancheras, y eso es una gran noticia. Un primer intento de autostop es suficiente para solventar la situación. Parece ser que también por aquí la gente es amable y atenta, por lo visto estamos de suerte.
Si no excesivamente interesante, Kota Kinabalu sí que es una ciudad práctica. Una buena oferta gastronómica y alojamientos relativamente económicos convierten a este lugar en una base perfecta para organizarnos un poco antes de partir a recorrer estas tierras.


No deja de ser curioso darse una vuelta por los concurridos y singulares mercados nocturnos de pescado y marisco para sorprendernos con las extravagantes exquisiteces que aquí se pueden degustar, como el pez piedra o el cangrejo soldado.







Aunque, sin duda, lo mejor de esta pequeña urbe se muestra al atardecer, cuando la costa se convierte en un mirador privilegiado desde donde contemplar como el sol desaparece tras la línea que las aguas del mar del Sur de China describen en el horizonte, cuando todo se tiñe de rojo y la brisa se enfrenta al sofocante calor.



Hoy liberamos nuestras bicis y partimos ya a buscar las maravillas que Borneo promete. De entrada nos dirigiremos hacia el norte, siguiendo la costa oeste.
El terreno es plano, siempre una buena noticia el primer día de pedaleo, y se torna rápidamente rural a medida que nos alejamos de la ciudad.



Sorprende empezar a ver aves de llamativos colores tan cerca de la carretera. Sus picos finos y alargados nos sugieren lo que poco a poco vamos observando. Toda la zona está inundada por las aguas de ríos y ciénagas que junto con la oscuridad de los manglares flanquean el asfalto.
El cielo radiante queda cubierto en cuestión de minutos por espesos nubarrones negruzcos que no esperan para descargar con fiereza un potente aguacero. Nos protegemos en una casa en la que nos preparan un té con galletas a la espera de que la tormenta amaine. Buena gente.
Unas horas más de pedaleo y cuando las últimas luces del día van extinguiéndose, surge la eterna incógnita de dónde vamos a pasar la noche. Nos adentramos en una pequeña aldea donde tan sólo es necesaria una petición para disponer de una casa donde dormir. Qué fácil parece todo por aquí. Se trata de una enorme vivienda de madera en mitad del bosque. En ella habita una familia numerosa de ascendencia china. Son católicos, como muchos de los indígenas de Borneo que se convirtieron al cristianismo durante la presencia inglesa. Estas gentes son especialmente devotas, con lo que no es de extrañar que interpreten nuestra llegada como algo parecido a un milagro. Nada más lejos de la realidad, pero si a ellos les hace felices, a nosotros también nos viene genial.




Por la mañana el terreno empieza a cambiar, deja de ser plano y ya hacen acto de presencia los primeros desniveles. Sabah alberga una orografía especialmente montañosa, así que irá bien ir preparando las piernas para cuando empiecen las etapas duras de verdad.
La belleza del paisaje es extraordinaria. Todo lo que nos rodea es verde, muy verde, y los límpidos cielos muestran al atardecer un singular lienzo sobre el que se pincela una inverosímil masa nubosa, que evoca un escenario más pictórico que real.





Y parece que la belleza del entorno se refleja inapelablemente en sus habitantes. Una afortunada parada en un restaurante en medio de ninguna parte nos hace conocer a Saúl, su propietario. Con él pasamos unas largas horas de interesante charla, parece muy dispuesto a resolver todas nuestras dudas y no se corta un pelo, que si políticos corruptos, que si el gobierno beneficia a los musulmanes en detrimento de las personas que practican cualquier otra religión, que si se está acabando con las junglas del país, etcétera. Aunque especialmente interesante es escucharle explicar la historia de los cazadores de cabezas. La caza de cabezas de los miembros de tribus enemigas ha sido una práctica habitual de los indígenas de Borneo desde hace más de quinientos años. Los guerreros decapitaban a sus víctimas para después ahumar las cabezas y colgarlas en su casa, donde eran adoradas y reverenciadas. Las casas con más cabezas eran las más temidas y respetadas por los clanes vecinos. Esta práctica desapareció no hace tanto, Saúl todavía recuerda las numerosas cabezas que decoraban la casa de su bisabuelo. Además, durante la Segunda Guerra Mundial, los ingleses animaron a los indígenas a retomar sus viejos ritos decapitando a los soldados japoneses que habían invadido la isla. Espeluznante.
Saúl nos invita a cenar y nos permite pasar la noche en una de las diminutas y espartanas estancias destinadas al alojamiento del personal.


Por la mañana nos obsequia con un bizcocho casero para el camino. Un gran tipo.
Continuamos en ruta a través de un terreno formado por infinitas colinas que nos obligan a ascender para luego descender, y volver a subir para luego bajar, y así una y otra vez, en una agotadora y, en ocasiones, desesperante cadencia. Las pronunciadas bajadas provocan algún que otro incidente.


Por suerte, la maravilla que nos rodea hace más llevadero el sufrimiento. Y alguna que otra efímera tiendecita tampoco viene nada mal.




Hoy nos adentramos en el área que pueblan los indígenas Rungus, los habitantes más antiguos de estas tierras. Muchos de los miembros de esta etnia todavía hoy viven en longhouses. Se trata de enormes casas comunales de estructura alargada que se sustentan sobre pilares de madera elevadas del suelo. Un larguísimo corredor separa las estancias de la zona común, en la que se desarrolla la importante actividad social de la comunidad. En estas viviendas pueden habitar cientos de individuos.




Alcanzamos el pueblo de Tinangol, donde pasamos la noche en un lugar inédito para nosotros. Después de haber pernoctado en los emplazamientos más dispares, todavía no habíamos dormido en una iglesia, pero siempre hay una primera vez, así que después de una charla con el párroco convertimos la casa de dios en nuestra cocina, comedor y dormitorio.



Es curioso, pero dormir aquí genera una extraña sensación. Sorprende hasta que punto nos condiciona el habernos educado en una sociedad de tradición judeo-cristiana, y aún sorprende más lo poco conscientes que somos de lo mucho que está influencia afecta a nuestras vidas.
El día amanece lluvioso, así que debemos esperar antes de continuar. Mientras, los primeros feligreses van haciendo acto de presencia poco antes de que empiece la misa del domingo, al tiempo que la lluvia ya va cesando. Nos libramos de la liturgia y nos ponemos en marcha.
El paisaje sigue siendo precioso, pero los desniveles, en ocasiones, son tan pronunciados que debemos bajar de las bicis y empujar. 




El día culmina con la llegada a nuestro primer destino, que aquí lo denominan "The tip of Borneo". Se trata de la cabeza de tierra que sobresale al noroeste de Sabah en forma de rocosos acantilados, bañada por las mismas aguas que Magallanes navegó antes de atracar aquí durante su famosa vuelta al mundo. 


El lugar merece ser disfrutado durante unos días, además estamos deseando relajarnos un poco, así que toca buscar algún lugar donde instalarnos.



En la pequeña y tranquila aldea de Simpang Mengayau encontramos una destartalada cabaña junto al mar. El lugar es verdaderamente precioso, así que no podemos dejar escapar la oportunidad. Encontramos a la propietaria del habitáculo, que vive en una frágil barraca cercana. La mujer explica que la cabaña iba a ser un bungalow para alojar turistas, pero a la vista está que el proyecto se truncó en algún momento hace bastante tiempo. Poco después nos entrega un bote lleno de clavos, un martillo y algunas maderas, así que si lo acondicionamos podremos quedarnos en esta maravilla de lugar sin pagar un duro, one, two, three or four days, y porque la buena mujer ya no conoce más números en inglés, pero por ella, como si queremos quedarnos a vivir aquí. Tras una buena reforma de carpintería barata, ya tenemos hogar para los próximos días.


Y menudo hogar, incluso disponemos de un pozo para asearnos.


 Por no hablar de las vistas.



O por no hablar de la terracita para el desayuno.


La gente de por aquí es sumamente humilde, de hecho, el Borneo malayo tiene muy poco que ver con la Malasia peninsular, y a pesar de tener una mayor extensión y más recursos naturales, se encuentra bastante menos desarrollado que ésta.
La aldea está plagada de niños, como siempre ocurre en este tipo de lugares, lo que hace que sean sitios muy entretenidos.




La noche transcurre tranquila y confortable en nuestra casita con vistas a pesar del vendaval y la tormenta, que a estas alturas ya no nos impresionan mucho. Por la mañana, los niños vienen a buscarnos alborotados e impacientes para que les acompañemos a la playa, no entendemos el motivo de tanto entusiasmo. Al llegar a la orilla descubrimos la causa de su alegría. El fuerte temporal ha hecho que el mar siembre la arena de todo tipo de objetos, incluidos viejos y maltrechos juguetes, que ahora los niños recogen ilusionados y que su imaginación reparará más tarde. Estos son sus reyes magos, que aquí no son los padres. Recorremos la playa recogiendo el botín que el mar ha desechado.







Aquí es fácil pasar un día divertido.



Hoy dedicamos la jornada a recorrer los bellos alrededores y las aldeas cercanas. 





Descubrimos espectaculares playas totalmente desiertas. Resulta increíble que sea tan fácil encontrar este tipo de lugares. ¿Cómo puede ser que no haya nadie en estos paraísos? Parece mentira, todo esto para nosotros solos. 





Esta tarde se ha producido una conjunción perfecta. La playa, el mar, el cielo, las nubes y el sol han estado especialmente inspirados, y tras una compenetración insuperable han convertido el atardecer en una obra de arte sublime. Imposible no llevarse la mano a la boca.


Si no fuera porque queremos seguir descubriendo más magia en esta isla, podríamos quedarnos aquí una buena temporada.




Tras unos días de absoluto relax, toca volver a la acción, y esta vez de la buena. Ahora empieza lo duro de verdad. Nos dirigimos al montañoso interior de Sabah, donde hay mucho que ver y mucho que sufrir.
Desde la ciudad de Kudat partimos rumbo a Ranau. Una primera etapa fácil y no excesivamente interesante nos lleva al final del día a un minúsculo pueblo de nombre Ratau. Aquí solicitamos permiso para pasar la noche en la vetusta iglesia de Saint Anasthasia. La familia que vive junto a la parroquia nos da el visto bueno, para variar. No debe existir la palabra no en su diccionario.



Cuando ya estamos instalados ocurre algo sorprendente. Va cayendo la tarde mientras descansamos sobre los viejos bancos de madera que reposan en el exterior de la iglesia, a cuyo lado se alza, bastantes metros más arriba, una imponente cruz que sostiene crucificado a un enorme Cristo. En ese momento, el firmamento ya empieza a insinuar los anaranjados colores que anuncian el final del día, pero súbitamente, sobre ese mismo cielo empiezan a aparecer extrañas nubes que se tiñen rápidamente de un inusual color rosado ardiente. Y nosotros atónitos, mirando hacia arriba con la boca abierta, ante la gigantesca cruz y el descomunal Cristo que se elevan bruscamente a nuestro frente y que a contra luz se revelan totalmente negros. Tras ellos, un cielo cada vez más radioactivo que parece querer explotar. Da la sensación de que en cualquier instante, como si de un pasaje bíblico se tratara,  el Cristo fuera a hablar para anunciar el fin del mundo o algo así.


Qué momento más alucinante, por suerte no ha sido el apocalipsis ni Cristo ha dicho nada y todo vuelve a la normalidad. Buenas noches.
El día amanece despejado, lo que nos permite, por fin, visualizar desde la distancia el colosal Monte Kinabalu. La montaña más alta del sudeste asiático, un volcán extinto de 4.095 metros de altura, se levanta imponente entre las brumas, todavía lejos de nosotros.


Empezamos a ganar altura tras horas de duro ascenso.


A mediodía, el cielo que ha ido cambiando de color, ya no espera más e inicia su descarga diaria, obligándonos a detenernos en un solitario lugar. Por aquí no hay más que una diminuta y precaria tienda en la que se venden huevos, tabaco, bebidas y cosas así. Bajo su estrecha techumbre nos cobijamos a la espera de que la lluvia nos dé un respiro para poder continuar.


Pero hoy el aguacero no parece tener prisa en cesar, de tanto en tanto afloja, pero al poco se vuelve a enfurecer, y cuando nos queremos dar cuenta ya han pasado seis horas desde que nos sentamos a esperar. A estas alturas ya hemos perdido la esperanza de poder reanudar la marcha, la noche está al caer y nos encontramos en medio de la nada. Pero la mujer que regenta la tienda, con la que ya llevamos unas largas horas de cháchara porque se defiende en inglés, nos invita a quedarnos a dormir. Resulta que el minúsculo comercio es también su hogar, y no sólo el de ella, si no el de toda su familia.


Como no nos queda otra, aceptamos el ofrecimiento preguntándonos cómo vamos a caber todos ahí adentro. Esto puede ser, o muy divertido o un verdadero calvario. La vivienda no hace más de siete metros cuadrados, y en ella conviven siete personas y tres gatos, y esta noche seremos nueve, cinco de los cuales, niños. Una familia realmente unida, en todos los sentidos de la palabra. No hace falta vivirlo para imaginar lo qué ocurre si se encierra a cinco niños en un zulo. Pues eso, peor que un terremoto. Pero como llevamos más de seis horas sentados sin hacer absolutamente nada, nos va bien un rato de jaleo. Preparan una deliciosa cena a base de pescado, piña y arroz y acabamos disfrutando de una de las mejores noches en Borneo. Todo un placer haber compartido estos momentos con esta divertida y entrañable familia.


Hoy el paisaje es más espectacular que nunca, el Kinabalu ha ido creciendo ante nosotros y ya se ha convertido en una masa descomunal que hace que nos sintamos cada vez más insignificantes a medida que nos acercamos.


El halo misterioso de su oscura y brillante cumbre brumosa nos acompaña durante toda la etapa, que poco a poco se ha ido convirtiendo en un ascenso infernal.

Llevamos horas subiendo sin una pequeña tregua en forma de terreno plano, hasta que por fin alcanzamos el punto más alto de esta carretera que coincide con la puerta de entrada a la base del Monte Kinabalu. Hemos ascendido unos mil ochocientos metros, los últimos treinta kilómetros han sido de subida prácticamente ininterrumpida. Toca parar a comer todo lo que nos quepa, nos lo hemos ganado. 


Además esta zona es rica en verduras, algo que estamos echando mucho de menos, así que aprovechamos para surtirnos de unos cuantos vegetales frescos que tienen muy buena pinta.
Después de la comilona, cuando las piernas ya han dejado de temblar, empieza la recompensa al duro ascenso, el loco descenso. Subir más lentos que una persona caminando y bajar más rápido que los coches es la prueba de que aquí no hay término medio. Pero la gozada del descenso termina antes de tiempo. Sí, lo de siempre, la lluvia de la tarde, que ha convertido el día más límpido en el más opaco en cuestión de minutos. Ya no vemos más allá de diez metros debido a la espesa niebla. 


Como ya sabemos que esto no va a parar, empezamos a buscar donde dormir, y sin mucho esfuerzo encontramos a una buena mujer que nos cede una habitación donde pernoctar. Aquí aprovechamos para disfrutar del placer que supone cenar verdura fresca después de tanto tiempo. Es increíble lo felices que nos pueden llegar a hacer unas judías verdes hervidas y una ensalada de tomate y zanahoria.


Temprano por la mañana alcanzamos la ciudad de Ranau, anodina como pocas, pero protagonista de uno de los capítulos más trágicos y lamentables de la contienda del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Este lugar fue el punto final de las conocidas e infaustas Marchas de la Muerte. Durante la Segunda Guerra Mundial, los japoneses ubicaron un campo de prisioneros cerca de la ciudad de Sandakan, al oeste de Sabah, donde enviaron civiles indonesios y 2400 militares australianos y británicos con el objetivo de que construyeran un aeródromo. Bajo la humedad y el calor, los prisioneros trabajaban con poco más que sus manos en unas condiciones brutales. 
Con la presión de las tropas aliadas, los japoneses decidieron primero reducir las raciones de comida para debilitar a los prisioneros temiendo una rebelión, lo que causo enfermedad y muerte, pero más tarde resolvieron trasladarlos tierra adentro, hacia Ranau, más de doscientos cincuenta kilómetros a través de la jungla inhóspita y prácticamente deshabitada. La primera marcha la formaban 470 prisioneros cargados con el suministro de los batallones. Enfermos y desnutridos, los que no podían continuar eran ejecutados o abandonados a su suerte. Sólo unos pocos llegaron a Ranau nueve días más tarde. Les habían dado raciones de comida para cuatro días. En Ranau, obligados a construir un campamento, la mayoría murieron de disentería.
La segunda marcha la formaron 570 hombres, en peor estado que los primeros y debiendo buscar muchas veces la comida en la selva. Sólo 118 llegaron a Ranau, descubriendo que solamente quedaban seis hombres de la primera marcha.
La tercera y última marcha la formaron 75 prisioneros de los 250 que quedaban en el campo de Sandakan. Ninguno sobrevivió más allá de cincuenta kilómetros.
Los que quedaron en Sandakan fueron ejecutados o murieron de enfermedad y hambre.
Los únicos supervivientes de los 2400 prisioneros militares de Sandakan, fueron seis australianos que consiguieron escapar de Ranau o durante las marchas, siendo asistidos por lugareños hasta que fueron rescatados por los aliados.
Por aquí se pueden visitar diferentes memoriales que honran a las víctimas de tan dramáticos e incomprensibles acontecimientos.
Debemos continuar nuestra ruta y hoy es un día importante, ya que quizás se cumpla una de nuestras ilusiones.  Nos encontramos en una de las pocas zonas de Sabah donde con mucha suerte se puede encontrar la extraña y esquiva Raflessia, la flor más grande del mundo, difícil de hallar debido a su escaso número y a su corta vida.
Preguntando en la entrada del Monte Kinabalu, nos informaron de que cerca del pueblo de Poring ha nacido una de estas flores hace un par de días, así que allí nos dirigimos. Unas largas y calurosa horas más tarde alcanzamos el lugar y poco después ya la tenemos ante nosotros.
La Raflessia es una planta parásita que crece en Malasia, Sumatra, Filipinas y Tailandia. Sin hojas, ni tallo, ni raíces, yace sobre el suelo o sobre el tronco del árbol al que parasita. Puede medir más de un metro y pesar más de diez kilos. Con su pestilente hedor a carne podrida, atrae a las moscas carroñeras que llevan a cabo la polinización. El bulbo tarda más de un año en crecer hasta que florece.


Y una vez florecido, tarda menos de una semana en descomponerse, de ahí la dificultad de encontrarlas.


Nos quedamos alucinados ante semejante visión, es sencillamente magnífica. Ha sido una gran suerte.



Muy satisfechos, continuamos la ruta, que ahora se desarrolla entre verdes campos de té.



Más tarde, en la aldea de Kebuh Baru, donde según sus habitantes jamás ha puesto un pie un extranjero hasta donde les llega la memoria, la parroquia de Saint Joseph nos abre sus puertas para pasar la noche. ¿Quién nos iba a decir que las iglesias iban a resultarnos tan útiles?
Por la mañana, el paisaje se transforma en infinitas plantaciones de palma, así que para no aburrirnos decidimos hacer autostop, con la suerte de que el primer vehículo que para se dirige a nuestro destino, la ciudad de Kuala Kinabatangan, que alcanzamos unos doscientos quilómetros más tarde. Hemos recorrido en tres horas lo que nos hubiera llevado tres días con las bicis, así que el tiempo ganado nos va a permitir relajarnos unos días en la selva.
Desde la ciudad partimos con destino al pueblo de Sukau. Son cincuenta aburridos quilómetros de sol y palmeras que sólo se alivian cuando paramos para refrescarnos en una tienda de la carretera. En el exterior, un grupo de niños recitan al unísono versículos del Coran.


Pasamos la noche con una familia de musulmanes que habitan una casa enorme.
Poco después del amanecer alcanzamos Sukau y el río Kinabatangan. Aquí descansaremos unos días con la esperanza de observar la fauna que quiera dejarse ver.
La mejor manera de toparse con algunos de los animales de la zona es subir a un bote y adentrarse en la selva a través del río.


En dos horas de travesía fluvial observamos incontables colonias de macacos de cola larga, tucanes, serpientes que se enrollan en las ramas de los árboles que nacen a orillas del río y colonias de proboscis, que son los famosos monos narigudos.
Aunque lo mejor ha sido tener la fortuna de poder contemplar a un grupo de ocho elefantes salvajes cruzando el río a escasos metros de nuestra embarcación. Impresionante verlos salir del agua trepando la elevada orilla.



Después de unos días de jungla y de descanso y como debemos repetir ruta a la inversa, decidimos hacer autostop durante unos 350 kilómetros, que nos devuelven al punto de partida, a Kota Kinabalu.
Todavía nos queda algo más de una semana en Borneo y no sabemos muy bien en qué emplear ese tiempo, así que decidimos dirigirnos al sur siguiendo la costa, a ver si, con un poco de suerte, encontramos algún sitio agradable para pasar los últimos días.
Pedaleamos un par de jornadas de ruta junto al mar, recorriendo tranquilas carreteras, esquivando búfalos y disfrutando de la sabrosísima fruta de la zona.




Y ya hemos encontrado el destino final, o él nos ha encontrado a nosotros. Alcanzamos un diminuto y silencioso pueblo junto al mar, Kampung Tempurung. Aquí no hay absolutamente nada qué hacer, justo lo que buscamos, pero el lugar es sensacional. Al llegar descubrimos un viejo hotel que se levanta a orillas del mar. El lugar parece abandonado, maderas envejecidas y crujientes, muchas ya quebradas por el efecto del sol y el mar, vigas metálicas oxidadas que sustentan los deslucidos techos, viejas tablas de windsurf que se acumulan en la playa, una terraza en la zona más elevada con vistas increíbles que en tiempos debió llenarse de música y vida, y que ahora se pudre solitaria, con mesas y sillas de madera quejumbrosa y desconchada aunque perfectamente dispuestas y colocadas, que parecen esperar no se sabe a quién. Todo es viejo, muy viejo, pero es idílico, un edén solitario, realmente espectacular. Unas cuantas manos de pintura y algunos arreglos, podrían convertir este lugar en el destino predilecto de cualquiera con ganas de dejarse el dinero y de presumir de vacaciones.
Aquí conocemos a Maya, una inmigrante indonesia que se encarga de cuidar el hotel durante la ausencia del propietario, que al parecer está viajando por Europa. La mujer explica que ya no viene nadie, o casi nadie, por aquí, pero que el año próximo se va a proceder a su renovación. Qué suerte hemos tenido de llegar este año entonces, porque resulta que nos deja una habitación frente al mar, nos permite utilizar la cocina y todo lo que queramos y lo que es mejor, gratis. Sí, no entendemos muy bien por qué pasan estas cosas, pero pasan, esta gente es increíble.
Tan solo habíamos pedido permiso para montar la tienda en el jardín durante una noche, y aquí llevamos ya cinco días, disfrutando de un super ressort en horas bajas, completamente solos, gozando del mar, de la calma y de la magia del lugar sin pagar un duro.


Además, Maya, que vive en una pequeña casa cercana, viene de vez en cuando y nos cocina un sabrosísimo pescado que juntos degustamos en el comedor de la ventana mágica. Lo que se ve a través de ella parece un cuadro que cambia de color a medida que transcurren las horas, tanto por la mañana como al caer la tarde, la imagen invita a recrearse. 




Maya es una mujer alegre y luchadora, de vida difícil, de esas de al mal tiempo, buena cara. Trabaja todo el día para sacar a sus dos pequeños adelante, ya que su marido no la ayuda mucho y ocupa el tiempo con sus amiguetes y viendo la tele. La mujer está interesada en aprender a dar masajes, porque en su otro empleo, en la ciudad, cuida a un anciano que tiene dolores reumáticos, así que Claudia le da unas cuantas lecciones prácticas.


Los días aquí han sido geniales, pero han transcurrido fugaces. Sin duda, este sitio permanecerá en nuestra memoria. 




Abandonamos este lugar tan especial con mucha pena, pero nuestro tiempo en Sabah ya está tocando a su fin. Hemos pasado un mes espectacular en Borneo por menos de lo que vale un fin de semana en Benidorm, así que para todos aquellos indecisos que piensan en el presupuesto, no hay excusas si uno está dispuesto a dejarse llevar. 
Ya hemos embalado nuestras bicis y esta vez van a pasar más de un mes en sus cajas. En el siguiente capítulo de nuestro periplo prescindiremos de ellas porque no viajaremos solos, estamos esperando visita. Ya era hora de que alguien se animará a venir a vernos.
Vamos chicos, llegad ya que ¡Indonesia nos espera!