Emei Shan, la conquista de las nubes

“Es maravilloso despertar en la montaña y sentir sobre el helado rostro la cálida caricia de los primeros rayos de sol que despuntan al amanecer tras las nevadas cumbres. Puede ser un momento glorioso, pero para eso, hay que haber escalado la montaña”


Nos hallamos en la provincia de Sichuan, vecina del vasto territorio del Tibet, concretamente en la ciudad de Chengdu, nuestro centro de operaciones.  Continuamos compartiendo viaje y diversión con Samuel, Iván y London.
Nos desplazamos a la población de Leshan, con el objetivo de contemplar la descomunal estatuta del Gran Buda, tallada sobre la piedra de un vertiginoso precipicio. Se trata de la estatua de Buda más grande del mundo, con 71 metros de altura. Su construcción se inició en el año 713 y se terminó casi un siglo más tarde.
Fue creada con la intención de que el Buda calmara el curso de los dos ríos que aquí confluyen, para así proteger a los barqueros de las fuertes corrientes. El objetivo se cumplió, aunque fue la enorme cantidad de escombros sobrantes los que cubrieron la depresión fluvial y solucionaron el problema. De todas formas, los locales se decantan por la explicación mística.
Es verdaderamente impresionante, una de esas obras que rayan lo desmesurado.



Desde Leshan nos desplazamos a Emei, con la intención de llevar a cabo el ascenso al monte Emei Shan, de 3.099 metros.
Todos somos conscientes de que en esta ocasión va a tocar compartir sufrimiento.
La jornada empieza pronto. Preparamos nuestras mochilas e iniciamos el abordaje de la magnífica montaña budista.
Caminamos armados con un largo palo de bambú para protegernos de los agresivos monos que pueblan estas montañas y que suelen asaltar a los excursionistas para intentar robarles la comida. En los días previos hemos conocido a dos personas que, realizando esta ascensión, fueron atacadas y mordidas, teniendo que acudir al hospital a curarse y vacunarse contra la rabia. Las cicatrices que nos mostraron no eran ninguna broma.
Empezamos la caminata animados, siguiendo el cauce de un río y disfrutando del exuberante escenario verde y frondoso.



El camino de piedra se transforma en escaleras que paulatinamente van ganando en pendiente. La humedad y el calor son sofocantes.
La subida empieza a ser exigente. Nuestros compañeros deciden ir más lentos, así que avanzamos solos.
Un buen rato después, encontramos un antiguo templo budista. Continuamos caminando. La ascensión ya es muy dura, la pendiente es enorme y el calor no ayuda, estamos empapados.
Al poco, ocurre lo que temíamos. Habíamos olvidado la presencia de monos, pero súbitamente aparecen unos cuantos de ellos a escasos metros de nosotros. Son enormes y están ocupando el sendero. Los árboles también están plagados de ellos. Asustan bastante, así que enseñando el palo e intentando no mostrar temor, pasamos a toda prisa junto a ellos. Algunos nos miran curiosos, pero otros se acercan y nos amenazan exhibiendo sus afilados colmillos. Saben cómo asustar, pero se conforman con eso, no nos atacan porque no llevamos comida a la vista ni nada que llame su atención. El peligro ha quedado atrás, al menos de momento.
El ascenso es duro, pero el lugar es maravilloso. Vamos ganando altura y el paisaje se va transformando. Aquí el color del otoño ya ha empezado embellecer la espesura.
Algunas horas más tarde alcanzamos otro templo y, junto a él, hacemos un alto para descansar y almorzar.
Pasado un buen rato, aparecen nuestros compañeros y continuamos juntos con la subida, que cada vez es más agotadora. Las escaleras son interminables. De tanto en tanto, la pendiente nos da un respiro y hace desparecer los escalones, transformando el camino en un sendero plano, aunque por poco tiempo.


Transcurren las horas y exhaustos alcanzamos por fin el templo budista donde pasaremos la noche. Las escaleras penetran en él, ya que se encuentra situado justo en medio del camino y flanqueado por profundos abismos a ambos lados.
Se trata de un bello lugar del que emana una profusa calma.




Desde este mirador privilegiado, observamos como empieza a ponerse el sol, a la vez que la luna emerge frente a él. Mientras, la temperatura desciende vertiginosamente. Nos abrigamos e introducimos los pies en agua muy caliente mientras compartimos una deseada barrita de chocolate. !Qué gran momento!



Cae la noche y debemos rondar los cero grados.
Cuando el frío y el sueño se alían, lo mejor es acostarse y abrigarse mucho.
Antes del amanecer, nos despierta el sonido del gong que un monje hace sonar insistentemente, anunciando el ceremonial litúrgico matinal.
Nos levantamos temprano con la intención de admirar el mágico instante en el que el sol empieza a colorear el negro lienzo estrellado. En las altas montañas se trata de un momento grandioso, una de las recompensas al agotador ascenso.



Un feroz y hambriento macaco intenta robarnos el desayuno. Estamos desarmados, así que, como si de una película de zombies se tratara, huimos a toda velocidad por los patios, perseguidos por el veloz animal, que se crece al observar que le tememos. Regresamos a la seguridad del templo ante la carcajada de un impertérrito monje que ha presenciado la acción. Nos ha ido por los pelos. Mientras desayunamos en el interior, el simio nos observa con cara de pena desde el otro lado de la ventana.


Agarrotados por el implacable frío de la mañana, reiniciamos la ascensión. Las piernas se resienten del castigo de ayer, pero las escaleras no tardan en calentarlas. Los compañeros se han rezagado.
La piedra del suelo, completamente helada, se ha convertido en una trampa, de modo que enlentecemos el paso hasta que el sol se afiance y derrita el hielo.


Un buen rato después y algunos cientos de metros más arriba, recibimos otra asombrosa recompensa. Obsequio de la altura, del esfuerzo y del madrugón, somos solitarios espectadores del inmenso y cautivador mar de nubes que nos rodea. Abrumados por la soberbia visión, dedicamos un buen rato a observarlo en silencio. Condicionados por nuestra tradición judeo-cristiana, la irrefrenable asociación con el paraíso celestial es inevitable. Desconocemos la interpretación budista de este mágico escenario, pero, evidentemente, no han dejado escapar la oportunidad de sacralizarlo.


Nuestras fatigadas piernas se animan ante semejante entorno, así que, sin tregua, continuamos ascendiendo, ahora bajo un sol radiante y sumamente reconfortante. Las nubes han quedado a nuestros pies.
El silencio sepulcral tan solo se interrumpe por el sonido de nuestros pasos o de las numerosas hojas secas que caen al desprenderse cuando pequeños pájaros de llamativos colores agitan las ramas.
Al rato, se forma ante nosotros una blanca y densa cortina vaporosa, disuasoria y, a la vez, atrayente.
Unos pasos más y nuestro rostro empieza a sentir su suave y gélida caricia, mientras todo comienza a desaparecer a nuestro alrededor.


Absorbidos y difuminados por la compacta niebla, avanzamos intuyendo el sendero, flanqueados por enormes y desdibujadas formas que a nuestro paso se convierten en gigantescos árboles milenarios que ya muestran su desnudo otoñal. Rodeados por las ocres tonalidades de la alfombra que los ha vestido durante todo el año, continuamos caminando mientras la etérea masa decide disiparse, permitiendo que volvamos a disfrutar de la maravilla que nos rodea.
A toda prisa y con el palo en alto, sorteamos ejércitos de belicosos monos que nos muestran sus afilados caninos sin quitar el ojo a nuestras mochilas llenas de comida.
Unas horas más tarde, empezamos a sentir la emoción de estar cerca de la cima.
Atrás hemos dejado antiguos templos, feroces macacos, miles de escalones, mucho sudor y a nuestros amigos, que suben a su ritmo.
Poco después, pisamos la ansiada cumbre sin dar crédito a lo que estamos viendo.
Nos hayamos, por todas partes, rodeados de un inescrutable mar de vapor, cuya homogeneidad queda profanada por los picos de las montañas inferiores que emergen formando brumosas y sorprendentes islas.
Al fondo, escarpadas e imponentes cimas nevadas, sirven de contención al evanescente océano.



Sentados al borde del descomunal abismo, contemplamos absortos la magia que nos rodea. Una ópera interpretada por la prodigiosa voz de Beverly Sills, hace el resto para que éste se convierta en lo que podríamos denominar un momento glorioso.




Por si no habíamos tenido suficiente recompensa, nos obsequiamos con una suculenta cena al bajar al pueblo. La comida de la provincia de Sichuan, aunque más picante, es la más deliciosa que hemos probado en China. Nos lo merecemos. Bon profit!


El momento triste llega con la despedida de Iván y Samuel, con los que hemos pasado dos divertidas semanas. Ellos viajarán hacia el norte, mientras que nosotros, acompañados de London, continuaremos explorando la provincia de Sichuan. Se trata del peor momento, pero las despedidas se van acumulando y empezamos a acostumbrarnos. Lo importante es que también se acumulan los encuentros con personas especiales. Gracias a todos por hacer de este viaje algo único.


La magia natural del sur

“Afanados en convertir los sueños en realidad,
 olvidamos la virtud más elevada, convertir la realidad en un sueño”

Hace ya más de dos meses que nos encontramos lejos de casa. La percepción de que todo transcurre muy rápido es inherente a la naturaleza itinerante de esta aventura. Pero lo cierto es que ya se acumulan muchos miles de quilómetros y una enorme cantidad de inolvidables experiencias, algunas de las cuales ya se antojan lejanas, aunque de buen seguro dejarán una profunda impronta en nuestras vidas.
La ilusión por continuar caminando y conociendo gentes y lugares, crece cada día que pasa, y la perpetua emoción que genera la perspectiva del largo camino que aún tenemos por delante compensa con creces los momentos difíciles y el esfuerzo realizado para convertir nuestro proyecto en una realidad.


Para mitigar los momentos de nostalgia, no hay nada más balsámico que el esperado reencuentro con dos paisanos. Samuel (alias Micael) e Iván (el Pupas) han abandonado su querida isla de La Palma durante unos días y han decidido compartir con nosotros una pequeña parte de este viaje.
Así que hagamos camino juntos.


Por el sur de China se encuentran diseminados enclaves de ensueño verdaderamente únicos. Lugares extraños de belleza sublime, de esos que se perciben mágicos y por los que uno vaga como encantado. Lugares poderosos en los que nos sentimos como ínfimas partículas atómicas orgullosas de formar parte de tamaña grandeza.
En la provincia de Guangxi encontramos el pueblo de Yangshuo. Sus alrededores son sencillamente asombrosos. Qué lugar tan extraño y tan precioso.
Incontables y enormes picos calizos emergen bruscamente convirtiendo la llanura en un abrupto paisaje suavizado por el hipnótico serpenteo del sereno río que riega los verdes cultivos y que acaba perdiéndose entre los gigantescos peñascos.







Embriagados por el espectáculo visual y por la cautivadora paz del lugar, nos perdemos por los infinitos senderos que recorren la región, mientras descubrimos a los campesinos, que trabajan en calma y que saludan a nuestro paso, y a los recolectores de fruta, que nos sonríen estoicamente sosteniendo sobre sus hombros la pesada carga.






La actividad del río la conforman pescadores y balseros que navegan sobre sus rudimentarias embarcaciones de bambú, muchos de los cuales tratan de ganarse la vida pescando turistas y paseándolos.



Encontramos viejas y recónditas aldeas en las que parece que el tiempo se ha detenido. Los ancianos, que descansan bajo la sombra, nos observan curiosos mientras disfrutan del imperturbable sosiego que los ha visto nacer y envejecer. Qué vidas tan sencillas...







Para acabar de redondear la estancia en la zona, probamos el sabrosísimo hot pot local. Consiste en una base de arroz dentro de un recipiente de barro sobre el que reposan diferentes ingredientes.


Éste es un lugar para quedarse, pero tras tres días, decidimos ponernos en marcha. Queremos más magia.
El siguiente destino es la población de Longsheng, donde el objetivo es realizar el trekking que nos llevará a recorrer los colosales bancales de arroz de la Columna del Dragón.
El punto de partida es la antigua aldea de Ping’an, desde donde seguimos un viejo y frondoso sendero solitario que asciende progresivamente durante horas. La caminata transcurre agradable y en calma, aunque de tanto en tanto nos asalta alguna lugareña que nos invita insistentemente a acompañarnos a su aldea para ofrecernos algo de comer a cambio de unos pocos yuanes. La irrupción del turismo en estas latitudes está empezando a modificar la forma de vida de muchos de sus habitantes que, lógicamente, prefieren el dinero fácil del turista al duro trabajo del campo.
Una curiosidad de estas mujeres es que sus negras y largas cabelleras les llegan hasta los pies, aunque habitualmente las llevan recogidas. Aún así, una pequeña propina basta para que encantadas se suelten el pelo.



Atravesamos sorprendentes y antiquísimas aldeas formadas por enormes casas construidas de madera.




Al rato, alcanzamos un punto elevado donde la panorámica es todo un espectáculo, a pesar de que hace pocos días que se recogió el arroz.
Si el paisaje es increíble, no lo es menos el hercúleo trabajo de la gente que construyó todos estos cientos de metros de enormes terrazas.





Dejamos atrás otro de esos enclaves únicos y especiales, que parece que estos días se multiplican.
Aunque si existe un lugar verdaderamente insólito, fascinante, incomparable, verdaderamente único y especialmente mágico, ese es nuestro siguiente destino. Para descubrirlo nos trasladamos a la ciudad de Zhangjiajie, en la provincia de Hunan, desde donde partimos hacia la Reserva Natural de Wulingyuan, de nombre difícil, pero con toda seguridad inolvidable.
Intentar describir con palabras lo que se siente aquí es muy complicado. Ojalá todo el mundo pudiera contemplar este lugar, que últimamente se ha hecho popular por ser el fantástico escenario en el que se basaron los creadores de la película Avatar para el desarrollo de su acción. Quien ha visto la película, sueña con que pudiera existir algún lugar parecido. Nosotros no fuimos menos, y llegar aquí y descubrir esta maravilla, nos ha impactado sobremanera.
Wulingyuan es pura magia natural, no existe nada igual en todo el mundo, y cuando uno contempla este lugar, da gracias por haber nacido.
Se trata de un enorme conjunto de cientos de majestuosos picos que se encuentran por todas partes rodeados de miles de inverosímiles y espectaculares riscos que se elevan cual puñales a gran altura. Envueltos en una densa niebla, crean un desconcertante escenario onírico y surrealista.
Pasamos dos días sin poder apartar la mirada de las montañas, intentando retener estas imágenes para siempre, porque nuestra imaginación sería incapaz de construir algo parecido.










Aprovechamos el paso por esta provincia para visitar el precioso y antiguo pueblo ribereño de Fenghuang, una maravilla amurallada con casas construidas sobre pilotes de madera a orillas del río. Como cualquier población de China que posea un mínimo de encanto, se halla atestada de turistas y tiendas de souvenirs. Y para acabar de destrozarla, al caer la noche el lugar se vuelve realmente insoportable debido al elevado volumen de la música de bares y discotecas.
Una pena, pero como dijo Den Xiaoping: ¡enriquecerse es glorioso!
Aún así, la visita merece la pena.









Lo mejor es que hemos conocido a London, alias Don Pimpón, un simpático californiano más largo que un día sin pan, que a partir de ahora se unirá a nosotros para seguir explorando el sur.
Además hemos pasado un día muy divertido con un grupo de jóvenes chinos. Ha sido verdarderamente productivo, sobretodo porque nos han acercado a la gastronomía local, que es deliciosa. Hemos degustado algo parecido a un banquete imperial. Salón privado, comida abundante y, por supuesto, ¡mesa giratoria! Una gozada.



Con la barriga llena abandonamos Fenghuang, pero el día nos depara un par de sorpresillas que algunos hemos llevado mejor que otros.
Sorpresa 1: no quedan billetes para el último bus que sale del pueblo. Pero resulta que en China todo tiene solución, así que, taburetes en mano, nos disponemos a pasar cuatro horas hacinados en el pasillo del bus.


Llegamos a Huaihua con el trasero plano y nos disponemos a coger el último tren nocturno que parte hacia Chengdu, nuestro siguiente destino, pero...
Sorpresa 2: no quedan billetes para el tren, pero como ya sabéis que en China todo tiene solución...
Conseguimos cinco billetes, con el pequeño inconveniente de que pasaremos trece horas de pie, son sin asiento.
¿¡Qué será de nosotros!?