Shanghai, paraíso capitalista

Se hace difícil concebir la idiosincrasia de esta ciudad teniendo en cuenta que se encuentra en un país gobernado por un partido comunista. Obviando este último dato, podría pensarse que Shanghai es la quintaesencia del capitalismo.
A mediados de los ochenta, el gobierno chino, encabezado por Den Xiaoping, sucesor de Mao al frente del partido comunista, inició una serie de reformas con el objetivo de liberalizar el mercado y romper con el aprisionamiento económico de anteriores épocas. Entre otras medidas, se relajaron los controles que evitaban la propiedad privada, se incrementaron los contactos con las potencias occidentales y se abrieron las puertas al turismo extranjero.
Den Xiaoping proclamó la consigna “enriquecerse es glorioso”, y se pusieron manos a la obra.
Actualmente el estado sólo controla directamente un tercio de la economía. China es un país de oportunidades y la segunda economía más fuerte del mundo tras Estados Unidos. Se crean nuevas e inmensas riquezas constantemente, lo que ha sumido a millones de personas en la pobreza. La división entre ricos y pobres se ha exacerbado de forma espectacular, y el axioma “eres lo que tienes” se ha convertido en un credo.
Y todo esto ocurre en un país gobernado por supuestos comunistas. Queda claro que el partido supedita su permanencia en el poder al ideal marxista-leninista, y de qué manera.
Pues bien, Shanghai es el paradigma de todo ésto. La irrupción del capitalismo más salvaje nos recuerda a Moscou, pero aquí es más flagrante. Será que los rascacielos y las luces de neón son muy resultonas.





Se trata de una ciudad notablemente más cara que Beijing y mucho más impresionante, aunque carece del simpático encanto de la capital. Aún así nos sentimos un poco como en casa, ya que todo aquí es más occidental. Si en Beijing nos hacían fotos por ser forasteros, en Shanghai ni nos miran, ya que multitud de extranjeros recorren sus calles a diario. Incluso la población autóctona parece más occidental en su conducta, manera de relacionarse y forma de vestir.
Las calles de la ciudad son un bombardeo constante de publicidad luminosa, enormes y lujosos centros comerciales, multitud de restaurantes carísimos, abarrotadas terrazas donde una Paulaner cuesta veinte euros, tiendas de ropa de los mejores diseñadores, McDonalds cada quinientos metros, Pizza Huts cada trescientos, Ferraris, Porsches, Maseratis y la consabida lista de hoteles de lujo en sus respectivos rascacielos.
Junto a todo ello, gente que malvive recopilando cartones mientras otros recogen el aceite usado de los restaurantes para revenderlo, ancianos que rebuscan en las basuras, jovencitas que se prostituyen en centros de masaje y callejones mugrientos con viviendas paupérrimas.

Todavía se puede encontrar algún barrio antiguo con encanto y autenticidad, cuyos habitantes desarrollan su vida ajenos a toda la vorágine consumista y a la brutal eclosión de modernidad, mientras son desdichados espectadores de la constante aparición de enormes rascacielos que emergen a su alrededor eclipsando la luz que antaño iluminaba sus callejuelas y sus vidas, sumiéndoles en la misma sombra en la que el incoherente “desarrollo” desenfrenado y el absurdo consumismo sin medida están sumiendo a casi todo el mundo. También esto hace que nos sintamos como en casa.





Hasta los templos parece que empiezan a estorbar y desentonar aquí en medio. El dinero gana terreno en el ranking de elementos sagrados.




Para desconectar de la frenética actividad de la ciudad, nos desplazamos al pintoresco y precioso pueblo de Tongli, repleto de canales que fluyen alrededor de sus viejas casas blancas y calles adoquinadas. Las barcazas de madera que surcan los canales bajo antiguos puentes de piedra ya no sólo se utilizan para la pesca con cormoranes, si no que navegan repletas de turistas.







Es difícil encontrar un lugar  interesante en China que no esté atestado de visitantes y, por consiguiente, de tiendas de souvenirs, vendedores ambulantes y oficinas de venta de tiquets por doquier, ya que aquí se paga casi por respirar. China se está convirtiendo en un gran parque temático y hay que descubrirla antes de que pierda lo que le queda de auténtico, que a este paso, será pronto.





A pesar de que llevamos un mes comiendo y cenando comida china cada día, seguimos disfrutando de la  gastronomía del país, pero comernos un bocadillito de jamón ibérico con pà amb tomàquet y aceite de oliva empieza a ser una idea recurrente. 

Cerdo con verduritas al wok y habas salteadas con ternera

Dumplings típicos de Shanghai, cocinados al vapor y después fritos

Cerdo rebozado y salpimentado


Seguimos nuestra ruta hacia el sur, rumbo a Cantón (Guangzhou). 
Próximo destino... ¡Hong Kong y Macao!

De Beijing a Shanghai, entre farolillos y bicicletas


Abandonamos el incesante bullicio de la entretenida capital para iniciar la ruta que nos ha de llevar a recorrer China de norte a sur durante dos meses.
Nuestro principal medio de transporte es el tren. Viajamos en, como aquí lo llaman, asiento duro, que es la clase barata. La expresión debe tomarse en toda su plenitud semántica, y su precisión es tal, que evita tener que describir en qué estado llega uno a su destino. Pero es una manera rápida y, sobretodo, económica de desplazarse, además de ser un test ideal para descubrir en qué medida nos afectan nuestros condicionantes culturales y lo complejo de ignorarlos.
Imágenes curiosas se multiplican. Un pasajero que descansa sin zapatos, mostrando sin pudor sus roídos calcetines, pasa el rato cortándose las uñas, que salen disparadas en todas direcciones, algunas de las cuales vuelan rozando la cara del pasajero de enfrente, que ni se inmuta. 
Otro señor se entretiene extrayendo la cera del interior de sus orejas, utilizando una especie de palillo metálico que cuelga de su llavero. Cuando termina, retira la cera con los dedos, hace una pelotilla y la lanza. Con suerte caerá en el suelo. Nadie le presta atención.
Súbitamente, el cuerpo de un hombre asoma reptando por el inmundo suelo desde debajo de unos asientos. Ha estado horas durmiendo ahí. Nadie le da importancia. 
A la hora de comer, envoltorios y restos de comida son lanzados al suelo y arrastrados con los pies bajo los asientos sin ningún tipo de miramiento. 
La atmósfera en los extremos de los vagones, donde se encuentra la zona de fumadores, es asfixiante e invade todo el espacio. Algunas personas ni se molestan en dirigirse allí para fumar.
Un trabajador del tren empuja un carro con una enorme olla sin tapa que contiene algún líquido marrón humeante en el que flotan extraños tropezones y guisantes. Lo pasea por el pasillo, vagón tras vagón, de punta a punta del tren, abriéndose paso a empujones a través de la gente que viaja de pie o tumbada en el suelo, porque aquí se venden billetes sin asiento. 
Descomunales carraspeos, ensordecedores bostezos y algún que otro estruendoso eructo conforman la banda sonora del vagón.
Ante muchos de estos hechos que a nosotros nos revuelven el estómago, la gente muestra una indiferencia absoluta. Son actos normales dentro de su código de conducta social.
Es inevitable preguntarnos si el hecho de haber refinado muchas de nuestras costumbres sociales es algo objetivamente positivo o negativo, porque aquí, de momento, nuestro "refinamiento" sólo nos sirve para pasar malos ratos.
Guarro o maleducado son calificativos que acuden espontáneamente a nuestra boca, probablemente precipitando un juicio consecuencia de condicionantes culturales tan inconscientes como poderosos, que anulan nuestra capacidad de abstracción y de obtener una visión aséptica que nos permita entender estos comportamientos como propios de una conducta simplemente más espontánea, instintiva, y menos acotada que la nuestra.
Al margen de consideraciones psicosociales, la experiencia en el tren no tiene desperdicio. El alboroto es constante, casi todos hablan a gritos y no paran de moverse de un lado a otro del vagón, esquivando a la multitud de personas que viajan de pie en el pasillo o sentados sobre papeles de periódico o pequeños taburetes plegables que se venden en las estaciones. 
Dormir es imposible, y no sólo por la incomodidad de los asientos. Por la noche no se apagan las luces del vagón ni la horrible música. Además, a cualquier hora de la madrugada aparece un empleado del tren dando voces o soplando un silbato mientras vende termómetros que se iluminan, cinturones de marca falsificados o juguetes que emiten luces multicolor. 
La pregunta es: ¿Quién va a comprar un yo-yo luminoso a las cuatro de la madrugada dentro de un tren? En España sería un negocio ruinoso, pero aquí funciona, y de qué manera. Lo compran todo, y si brilla o hace luces, más. 
Decía Marx que la fase final del capitalismo era el comunismo. Aquí parece todo lo contrario.

La primera provincia que visitamos es Shandong, lugar de nacimiento de Confucio. Nos detenemos en la ciudad de Jin’an, próspera y repleta de contrastes, con espectaculares y modernos rascacielos y nauseabundos e insalubres mercados de carne, y, cómo no, superpoblada. El motivo de detenernos aquí es poder desplazarnos a la antiquísima y pequeña aldea de Zhujiiayu, formada por casas construidas con ladrillos de adobe y caminos de piedra.




Trabajando el algodón.

 
Comida típica: hilos de patata con pollo y jengibre,
verduras variadas, y pepino con salsa de cacahuete
La siguiente parada es la ciudad de Tai’an, lugar de inicio del ascenso al mítico monte Tai Shan.  Aquí descansamos y reponemos fuerzas antes de iniciar la caminata.

Preparando unos fideos muy caseros.

El delicioso resultado final.

El Tai Shan es la montaña taoísta más venerada del país, con una antigua tradición de culto y peregrinaje. El ascenso de los 6.600 escalones que conducen a la cima es extenuante. El camino está flanqueado por antiguos e interesantes templos y, desgraciadamente, por multitud de tiendas de souvenirs que estropean la espiritualidad del lugar, pero aquí se explota todo y el negocio es lo primero. Montamos la tienda en la cumbre, donde nos disponemos a pasar la fría noche para poder contemplar el famoso y místico amanecer del Tai-Shan, pero a las tres de la madrugada nos despiertan unas voces. De repente estamos rodeados por una marabunta de chinos que han salido de debajo de las piedras. Aún así, el amanecer es realmente mágico desde aquí.



En China se han desarrollado tres religiones mayoritarias: el confucionismo, que es una filosofía elaborada por Confucio centrada en la forma en la que deben plantearse las relaciones humanas para alcanzar el bien común; el taoísmo, fundado por Lao Tse, cuyo núcleo es el tao, motor del universo, espíritu inagotable y modo en que la gente debe ordenar su vida; el budismo, fundado en la India por Siddharta Gautama, que gira entorno a la idea de que la existencia es sufrimiento causado por el deseo, cuya liberación se produce alcanzando el nirvana.
Estas tres religiones se han ido entrelazando hasta formar una única religión popular. 
También encontramos comunidades musulmanas y cristianas. 
Con la revolución cultural de Mao, se asesinaron monjes o se les envió a campos de trabajo forzado, se destruyeron templos y se cerraron monasterios. Las viejas creencias debían eliminarse a toda costa. Actualmente el gobierno comunista profesa el ateísmo y considera la religión como una superstición, aunque permite la libertad de culto. Aún así, sólo los ateos pueden ser miembros del Partido Comunista de China.

Iconografía taoísta.

Curiosamente, por primera vez en nuestras vidas, llevamos casi dos meses sin ver el mar.
Volvemos a sentir el olor y el frescor de la brisa marina en Qingdao, ciudad costera bañada por aguas del mar Amarillo que se yergue frente a las costas de Corea del Sur. Hace poco más de un siglo, los chinos se vieron obligados a ceder la ciudad a los alemanes tras el asesinato de dos misioneros bávaros. Gran parte de su legado arquitectónico permanece intacto, lo que confiere a la ciudad un encanto diferente y extraño. Aquí degustamos la mejor cerveza de China, la de la fábrica Tsingtao, fundada hace más de cien años durante la concesión alemana. Acompañada de unas frescas almejas del Mar Amarillo sabe a gloria.
Abandonamos el mar y regresamos a regiones interiores.
Alcanzamos la provincia de Shanxi para deleitarnos con las fantásticas imágenes que se suceden constantemente mientras paseamos por las adoquinadas callejuelas del magnífico pueblo amurallado de Pingyao. La China de nuestro imaginario es real y toma toda su forma aquí. Admiramos encantados las antiguas construcciones de ladrillo gris que contrastan con el rojo de los incontables farolillos que penden de las viejas y preciosas fachadas de madera. Cientos de bicicletas circulan temblando sobre el irregular firme. Los ancianos toman el fresco en los soportales mientras grupos de hombres juegan a las cartas o al mahjong en cualquier esquina. Otros tratan de vender comida o recuerdos a los turistas que invaden las calles principales. Afortunadamente los estrechos callejones están desiertos y no nos cansamos de deambular sin rumbo por ellos.

















Fideos con soja y tofu, típicos de Pingyao.

Continuamos recorriendo cientos de quilómetros hacia el sur, en esta ocasión con destino Xi’an, en la provincia de Shaanxi, que durante algún tiempo fue punto de inicio y final de la ruta de la seda.


Las afueras de esta ciudad ofrecen la impactante e insólita imagen de los Guerreros de Terracota. Se trata de un ejercito subterráneo formado por miles de soldados de piedra a tamaño real en formación de combate. Han estado custodiando la tumba del emperador Qin Shi Huang durante más de dos mil años, hasta que fueron descubiertos en 1974 por unos campesinos que cavaban un pozo. Las expresiones de los rostros, los peinados, las armaduras y hasta los calzados, son diferentes en todas los guerreros. Es una locura. 


El barrio musulmán de la ciudad, perteneciente a la comunidad Hui, es más que interesante, sobretodo hay que experimentar el bullicioso trasiego de su estimulante mercado de comida.








Hoy toca coger un terrorífico tren que, durante veinte horas y más de mil quinientos quilómetros, nos llevará a Shanghai.
Que pase el trance rápido y a divertirse en la gran ciudad.

Adéu!