Tiempo, mi mejor amigo, mi bien más preciado,
tú me lo das todo.
Tiempo, mi peor enemigo, mi destructor, me lo
arrebatarás todo.
Temprano por la
mañana alcanzamos el paso fronterizo tailandés en Aranyapratet. Mientras uno
hace la enorme cola para sellar el pasaporte rodeado de turistas rusos, el
otro espera fuera vigilando las bicis para después turnarnos. En el exterior,
sorprende el frenético trasiego de las gentes que van y vienen transportando
grandes bultos. La mayoría arrastran, cual mulas, viejos carros de madera enormes
y pesados que transportan todo tipo de carga. Niños muy pequeños acompañan a
sus padres en esta marcha diaria. Son camboyanos que cruzan la frontera para
vender sus productos en el mercado del lado tailandés. No se precisa de mucho tiempo para empezar a constatar las abismales diferencias entre
ambos países.
Nos dirigimos
ahora al puesto fronterizo camboyano, bastante menos sofisticado. Y durante el
corto trayecto que separa ambos puestos, en tierra de nadie, observamos
numerosos casinos, hoteles y prostíbulos. Nos sellan los pasaportes y ya
estamos en Camboya.
Primer susto, los
coches vienen de frente, hay que cambiar de lado, volvemos a la derecha.
Lo primero que llama
la atención es empezar a ver algunas personas amputadas, una de las dramáticas
realidades del país. Camboya es uno de los países con más minas antipersona del
mundo y muchos campos minados aún se encuentran sin señalizar.
Circulamos por la
principal carretera del país, que dispone de un solo carril para cada sentido y
que deja de tener arcenes pasadas las horas. Aún así, es perfecta para las bicis. Los modernos supermercados de carretera tailandeses se han transformado en desvencijadas chozas de bambú sin electricidad. Para mantener frías las bebidas utilizan pequeñas neveras en las que introducen bloques de hielo. Es asombroso cómo cambia todo tras cruzar una frontera.
Nos cruzamos con carros tirados por animales y
con viejos camiones o motos con remolque donde la gente viaja hacinada.
La mayoría
de las personas se desplazan en chirriantes bicicletas o se amontonan en pequeñas motocicletas.
Grandes autobuses
llenos de turistas nos adelantan a toda velocidad. También observamos enormes y
lujosos todoterrenos, prueba evidente que nos permite ir vislumbrando la triste
circunstancia de siempre, muchísima gente miserable y unos pocos que viven muy
bien.
Pedaleamos bajo
los crueles rayos que el sol envía sin reservas, aunque se está mejor en la
bici, gozando de una mínima brisa, que parados. Tardamos dos días en alcanzar
nuestro primer destino, la ciudad de Siam Reap, un lugar exageradamente
turístico, aunque no es para menos. A escasos kilómetros se encuentran
diseminados los famosos templos de Angkor, el motivo de nuestra parada aquí. Nos reencontramos con Livia, una amiga brasileña a la que conocimos hace algún tiempo en Bangkok. Ha venido acompañada por Manuel, de Suiza, que un día olvidó ponerse los zapatos y ya no los ha vuelto a necesitar.
Si esta ciudad
está formada por cientos de lujosos hoteles y restaurantes, bares y discotecas
y todos los servicios imaginables para el turista, no hay más que alejarse unos
kilómetros para salir de la burbuja y darse de bruces con la cruda realidad.
Aquí hay mucha gente que malvive en la más absoluta de las miserias.
Aún así, parece que
la gente no le pierde la sonrisa a la vida y mantienen ese particular carácter
afable y generoso que estamos contrastando últimamente.
Muchos de los
paisajes de los alrededores son fabulosos. Las carreteras se transforman en
caminos de arena roja flanqueados por pequeñas casas de bambú, rodeadas de
palmeras y frondosa vegetación.
Enormes masas de
agua muestran su superficie totalmente cubierta por millones de nenúfares coronados
por llamativas flores de loto.
Durante unos días
queremos disfrutar de los vestigios de la otrora esplendorosa Camboya, los templos de Angkor. Éstos se encuentran dispersados sobre una amplia y frondosa superficie.
Empezamos las jornadas muy temprano, intentando evitar las hordas de turistas que acuden en masa a visitar el lugar, aunque es prácticamente imposible. Tenemos la suerte de ir en bici, lo que nos permite movernos rápido y con libertad, huyendo de los autobuses de chinos que llegan incesantemente. De lo que es imposible zafarse es de la multitud de niños que intentan vender con insistencia todo tipo de souvenirs. Sus padres los envían aquí, en lugar de a la escuela, sabiendo que a muchos turistas se les reblandece el corazón al ver a niños trabajando. Otra de las tristes realidades camboyanas. Aunque aquí se hace lo que sea por sobrevivir. Es complejo juzgar este tipo de situaciones, posiblemente a muchas familias no les queden muchas más salidas, aunque otras seguramente se aprovechen de sus hijos. No hay que olvidar que Camboya se encuentra inmersa en su particular período de posguerra, lo que implica hambre, epidemias, desempleo, etc. La explotación y la prostitución infantil son un problema común y grave.
Empezamos las jornadas muy temprano, intentando evitar las hordas de turistas que acuden en masa a visitar el lugar, aunque es prácticamente imposible. Tenemos la suerte de ir en bici, lo que nos permite movernos rápido y con libertad, huyendo de los autobuses de chinos que llegan incesantemente. De lo que es imposible zafarse es de la multitud de niños que intentan vender con insistencia todo tipo de souvenirs. Sus padres los envían aquí, en lugar de a la escuela, sabiendo que a muchos turistas se les reblandece el corazón al ver a niños trabajando. Otra de las tristes realidades camboyanas. Aunque aquí se hace lo que sea por sobrevivir. Es complejo juzgar este tipo de situaciones, posiblemente a muchas familias no les queden muchas más salidas, aunque otras seguramente se aprovechen de sus hijos. No hay que olvidar que Camboya se encuentra inmersa en su particular período de posguerra, lo que implica hambre, epidemias, desempleo, etc. La explotación y la prostitución infantil son un problema común y grave.
Angkor está
formado por multitud de templos de piedra de diez siglos de antigüedad que
muestran su extravagante y excepcional belleza, todos diferentes, todos únicos,
todos ejemplo máximo del potencial humano, del poder de la devoción y la
inspiración.
Gigantescas
torres cuidadosamente labradas, infinitos e hipnóticos bajorrelieves, tallas
que resisten íntegras al paso del tiempo y al efecto de los elementos, enormes bloques
de piedra que forman puzzles imposibles, y todo ello rodeado por la densa
maraña selvática que sumerge con facilidad tan grandiosa creación.
Aquí, la
naturaleza, celosa de tamaña belleza, envidiosa de tan soberbia obra, se
propuso demostrar que no hay más dios que ella misma, que no existe mayor motor
creador que la evolución de sus antojos.
Pero no lo hizo
de cualquier manera, envío belleza a destruir belleza, y su fiel escudero, el
tiempo, hizo el resto.
Los líquenes
pintan figuras abstractas en el rocoso lienzo y las fuerzas elementales agrietan
y separan los enormes bloques hasta derrumbarlos.
Gigantescos árboles
que se elevan hasta alturas inverosímiles atrapan y engullen con sus poderosas
raíces los sólidos muros, transformándolos en frágiles estructuras que se
desmoronan o que acaban siendo totalmente devoradas.
El lugar se acaba
convirtiendo en un escenario de ensueño, insólito y surrealista, en un entorno
que ninguna imaginación sería capaz de recrear.
La confrontación
del arte del hombre y el de la naturaleza conforma el arte superlativo, la
belleza en estado puro.
La implacable
alianza entre el tiempo y las fuerzas de la naturaleza, el inexorable ciclo de
creación y destrucción, el genio creativo del hombre, el poder de la voluntad y
la fuerza de la fe. Todo confluye y se materializa aquí. Un tratado de
filosofía existencial no escrito, formado por imágenes bellas y reveladoras que
por sí solas responden a grandes preguntas de la metafísica universal.
Un lugar
excepcional e inolvidable.