Los niños



No queremos despedirnos de Nepal sin haber dedicado una entrada a los niños del orfanato.
No es nuestra intención ahora la de explicar en qué ha consistido nuestra labor y, por supuesto, no pretendemos llevar a cabo un relato explícitamente dramático de lo que aquí hemos contemplado y sentido.
Tampoco pretendemos conmover el corazón de nadie y, ni mucho menos, despertar conciencias.
Nuestro propósito en este breve escrito es, simplemente, dar a conocer algunas de nuestras observaciones y sensaciones. En este caso más que nunca, es interesante que éstas viajen más allá de nuestras mochilas.
Aquí se llega con una serie de ideas preconcebidas, con la certeza de ver la huella de la tristeza en las caras de unos niños que, además de no tener padres, viven en las precarias condiciones que se le presuponen a un orfanato de un país tan pobre como éste.
Pues bien, sin duda alguna, la manifiesta precariedad que envuelve sus vidas es más que evidente, pero ni rastro de la aflicción que uno espera encontrar.






Si algo turba, o más bien, turbará su felicidad, no son las lamentables condiciones en las que viven, si no sus duras historias personales.  Por suerte, algunos de ellos no las recuerdan, ya que eran muy pequeños cuando llegaron aquí. En cambio, otros, a su corta edad, ya tienen plena conciencia de lo perversa que puede llegar a ser la vida. También la ausencia de una figura adulta a la que admirar, que les haya transmitido cariño y seguridad, marcará, desgraciada e irremediablemente, sus vidas, a pesar de que ahora apenas lo manifiestan. Ahora sólo son niños.
Son niños felices, y felices de verdad. Siempre riendo y bromeando, siempre alegres e inquietos, siempre esperándonos para jugar o para escuchar alguna historia.




 Muñecas de trapo terminadas!



Sopar cassolà. Avui, Arrós a la cubana!


Los niños de aquí sólo piensan en lo que tienen, y no en lo que podrían tener. Inconsciente e inevitablemente han desarrollado su particular y primitiva filosofía budista. Aquí no existe el deseo insatisfecho porque no hay nada que desear más allá de lo que ya tienen. Eso, en cierto aspecto es una pena, pero, a la vez, una bendición.
Al final, ¿qué produce más satisfacción, jugar con una play station o con una pelota deshinchada? Es indiferente, lo importante es la capacidad de disfrutar tanto de lo uno como de lo otro. Cuando se tiene poco, ese poco lo es todo y se aprovecha al máximo. Aquí todo se exprime y es imposible extraer mayor partido de las cosas y de la imaginación.





Hemos contrastado la inusual dicotomía que subsiste en su interior y que los convierte en niños y, a la vez, en adultos, en personas que albergan, por igual, dulzura y dureza.
Los más mayores cuidan de los pequeños, que a su vez cuidarán de otros a medida que vayan creciendo, aunque no tendrán que crecer mucho para eso. Lavan la ropa, limpian el orfanato, preparan la comida, trabajan en el huerto, y todo ello después de pasar todo el día en la escuela y de hacer sus deberes. Demasiado trabajo para unos niños, pero el orfanato tan solo dispone de dos cuidadores que están encantados con que los pequeños les ahorren el trabajo. Podríamos disculparles algo, aludiendo a su miserable salario y por ende a su escasa motivación, aunque su responsabilidad debería ser suficiente.
Entonces tendríamos que cargar contra los dos directores del orfanato, que son los que les pagan, pero ellos dirían que no tienen dinero, que el gobierno no ayuda y que bastante han hecho evitando que estos niños estén inhalando cola en las calles de Kathmandu. En parte tienen razón, pero hay otra parte. Sabemos que tienen dinero porque, entre otras cosas, aquí hemos aprendido que los orfanatos, en muchos casos, son un negocio y sus propietarios se lucran con las ayudas de ongs y particulares.
También podríamos culpar al gobierno, que esgrimiría ser pobre e inestable, aunque sabemos que es tan pobre como corrupto.
De forma que tendríamos que acabar señalándonos a nosotros, a los ricos, a los que vivimos de espaldas a todo lo que no sea nuestro propio interés y nos autodisculpamos diciendo que no podemos hacer nada porque el mundo es así, que es cosa de los políticos y que nuestra actitud no tiene nada que ver con todo eso, que nosotros también tenemos crisis, que se supone que tampoco tiene nada que ver con nuestra actitud y que también es sólo culpa de los políticos.
Al final, todo es un pez que se muerde la cola. Todo el mundo es culpable y a todo el mundo se le puede disculpar. Con lo que, entre culpas y disculpas, las cosas seguirán igual, nada cambiará. Incomprensible pero cierto.








Gracias a todos aquellos que, desde Barcelona, habéis participado en la iniciativa de las postales, ya sea comprando o vendiendo. Ha sido todo un éxito.  


Nos despedimos de estos niños maravillosos con mucha tristeza. Continuamos nuestra singladura con el corazón lleno y con unos cuantos piojos de recuerdo.

Ponemos rumbo a Birmania.
¡Hasta pronto Nepal!

¿Hay vida antes de la muerte?


Sin duda alguna, de todos los países visitados hasta el momento, Nepal es aquel en el que la expresión religiosa se muestra de manera más palpable. Aquí, especialmente el hinduismo, aunque también el budismo o la combinación sincrética de ambas creencias, son motores verdaderamente potentes, capaces de arrastrar a todo un país. No hemos pisado muchos lugares en los que el fenómeno religioso ejerza tamaña influencia sobre la población.
Multitud de elementos sagrados gobiernan permanentemente las vidas de estas gentes en las más diversas formas: ofrendas diarias, templos diseminados por doquier, el omnipresente tika en la frente, representaciones de múltiples deidades que ocupan posters y calendarios en todas las viviendas y comercios, vehículos pintados con motivos religiosos, inmensas estatuas sagradas, constantes celebraciones, normas de conducta, rituales, sacrificios, etc.



Resulta fascinante. Cualquiera que tenga una mínima inquietud antropológica, sociológica o psicológica puede ocupar su mente y su tiempo durante una larga y enriquecedora temporada. También es fácil saciar el hambre artística y estética. En ese sentido, aquí hemos encontrado lugares sencillamente asombrosos.







Aunque también existe otra realidad. Esa que se capta tras pasar un tiempo aquí y que resulta algo inquietante y preocupante. Es esa parte que muestra la desmesurada dependencia de la gente con respecto a las entidades divinas y la excesiva y permanente influencia que éstas ejercen en todos los ámbitos. Quedamos asombrados ante la inalterable e incesante perseverancia en las ofrendas, plegarias y rezos.






La gente reza y reza, pero la realidad nunca les abandona, o quizás sí, quizás en ese pequeño lapso de tiempo, en ese preciso instante de ofrenda y plegaria, porque ese es un momento de esperanza. De manera que deben volver a rezar, y al día siguiente también, y cada día, muchas veces, porque los momentos de rezo son momentos de esperanza. Y como la propia palabra indica, esperanza es esperar, así que a esperar, porque es importante tener algo que esperar. Esperar a que las cosas mejoren, y si eso no ocurre, entonces, esperar que no empeoren. Porque siempre todo es susceptible de empeorar, aunque en muchos casos, ya sólo falte que el cielo se desmorone sobre sus cabezas. Pero como eso podría suceder y no sucede, hay que dar las gracias, así que deben rezar más. De esta forma, siempre hay algo que agradecer a los dioses. Si las cosas mejoran, porque mejoran, y si no mejoran, agradecer que no empeoren.
Aquí se dan cita tres de las piedras filosofales de la devoción: tradiciones arraigadas, pobreza e ignorancia. Éste es uno de esos lugares donde la devoción es directamente proporcional a la miseria. Y a la vista está que los dioses no se dejan caer mucho por aquí.
Como en muchas otras partes, la gente prefiere las ficciones y los mitos antes que afrontar la crueldad de lo real. De todas formas, aquí la tragedia está tan presente, que se hace comprensible que no se quiera combatir sin ayuda divina. Aún así, dejar tanto en manos de los dioses acarrea ciertos riesgos. Se corre el peligro de desvincularse de lo real, sucumbiendo al tedio, al inmovilismo y a la eterna espera de una solución que nunca llega. Ésta es una actitud frecuente y palpable.
Aquí también se piensa en la otra vida, en la reencarnación, en la existencia eterna y en la liberación del alma.
El ritual funerario es llamativo y sumamente interesante. Nosotros lo descubrimos en el fascinante templo de Pashupati, atravesado por el contaminado río Bagmati. Para el proceso de cremación, se eligen lugares cercanos al agua. El cadáver, que se considera fuente de impurezas, es lavado y envuelto en un lienzo tras un largo proceso ritual. Reposando sobre una camilla hecha con ramas de bambú, es trasladado por los familiares al lugar donde se procederá a su cremación. Allí, es depositado sobre una plataforma habilitada para tal efecto, y utilizando una gran cantidad de madera, el cuerpo del difunto es incinerado. Tanto los restos reducidos a cenizas como los que no, son arrojados al agua. Algunos de estos restos son lavados y guardados por los familiares, que los utilizarán en futuras celebraciones en memoria del fallecido.
La razón de destruir el cuerpo mediante el fuego, no es otra que la de inducir un sentimiento de separación del espíritu incorpóreo y alentarlo a su paso al otro mundo.
A nuestra visita al templo de Pashupati, no imaginábamos que íbamos a presenciar varios de estos rituales de una forma tan explícita. Llegamos temprano. El lugar, todavía solitario, se encontraba invadido por la bruma matinal, lo que acrecentaba el profuso misticismo que aquí subyace. Al acercarnos al río, observamos como varios cuerpos ardían en su orilla, rodeados de familiares en actitud ritual que vestían de blanco. Frente a ellos, en la otra orilla, otros familiares presenciaban la ceremonia a la vez que rezaban. Otros cadáveres, todavía carentes de rigidez, yacían cerca a la espera del fuego liberador.





Nuestras sensaciones eran intensas y contradictorias, sorprendidos por el tratamiento tan público y abierto que reciben este tipo de rituales, por la extraña atmósfera que emana de este lugar y por el intenso olor a carne quemada, que, por momentos, revolvía nuestro estómago. 
Demasiados estímulos potentes que inducen a reflexionar en el por qué de la necesidad de creer.