Día 1. Cambio de mundo.
Es primero de
abril y estamos a punto de despedirnos de los Estados Unidos, el país que hemos
disfrutado durante algo más de dos meses.
Nos encontramos
frente al paso fronterizo más transitado del mundo, que se revela como un largo
pasillo que culmina en unos barrotes grises de aspecto carcelario sobre los
cuales reposan unas enormes letras que forman la palabra MÉXICO.
Dos puertas giratorias que apenas descansan en su frenética rotación, permiten el paso del incesante goteo de personas que atraviesan a diario la frontera.
Un instante antes de cruzar, miramos hacia atrás, como queriendo decir adiós al mundo que hemos habitado en los últimos siete meses, el mundo súper desarrollado, el mundo en inglés. Australia, Nueva Zelanda, Estados Unidos, todo eso está a punto de quedar definitivamente atrás.
Avanzamos tratando
de desatascar las bicis que apenas caben entre estos portones, entorpeciendo el
fluido tráfico de personas y formando un embudo. Un par de pasos más y ya está.
Hemos cruzado la línea sin retorno, la línea que separa dos realidades que se
tocan pero que están a años luz. Acabamos de entrar en el mundo latino.
Nadie en el lado
estadounidense nos ha pedido nuestra documentación, las puertas están abiertas
para todo aquel que se quiera marchar. Y nadie en el lado mexicano nos solicita
nada tampoco. Cuando nos queremos dar cuenta estamos ya en la calle, pensando
que al menos alguien debería estampar un sello en nuestros pasaportes si no
queremos tener problemas cuando llegue la hora de abandonar el país.
Así que damos marcha
atrás. Preguntamos a un militar mexicano armado hasta los dientes, quien nos
dirige a una minúscula y recóndita oficina de inmigración en la que la funcionaria
tras el mostrador ríe a carcajadas mientras charla por teléfono.
Otro soldado protege la oficina no se sabe bien de qué, porque aquí no entra
nadie. Los norteamericanos tienen vía libre sin necesidad de papeleos.
Salimos del
despacho con un visado para seis meses que debemos ir a pagar al banco.
Damos nuestros
primeros pasos en la ciudad de Tijuana. Cuesta concebir que tan sólo haya que
atravesar una puerta para aparecer en otro planeta. Todo nos llama
poderosamente la atención. En primer lugar la espectacular e infinita cola de
personas que avanzan como tortugas y que pretenden cruzar a los Estados Unidos.
Lo mismo ocurre en la carretera, donde cientos de vehículos se amontonan esperando
por la misma razón.
Muchos mexicanos
consiguen permiso para cruzar al otro lado si demuestran que tienen trabajo y
propiedades en México, es decir, si tienen suficiente dinero como para no
querer quedarse en el país vecino de forma ilegal. Aún así, muchos de ellos
cruzan al otro lado precisamente para trabajar, utilizando el pretexto de que
van a realizar compras o a visitar a alguien, y día tras día soportan las dos o
tres horas que les lleva esta cola. Parece mentira que una misma persona pueda
cruzar cada día utilizando la misma absurda excusa y la policía norteamericana
no sospeche que va a trabajar. Por supuesto que lo saben, pero siempre les van
bien unos cuantos mexicanos que realicen
los trabajos sucios que los estadounidenses no quieren ejecutar. Muchos se
quedan para siempre en el otro lado, es muy fácil falsificar documentos. Otros,
los que viven cerca de la frontera, prefieren ir y venir a diario, es interesante
cobrar un salario norteamericano en dólares y disfrutar luego de los baratos
precios mexicanos.
Observamos
multitud de vagabundos, personas de otros países de Centroamérica que llegaron
hasta aquí con la esperanza de pasar al otro lado y jamás lo consiguieron.
Volvemos a sentir
ese familiar olor a humo de motor requemado tan característico de algunas
ciudades. Si a eso le añadimos el caótico tráfico, experimentamos nostálgicas
reminiscencias de aquellas calles de Kathmandu que tantas veces recorrimos. Aún
así la ciudad tiene su encanto.
Decenas de
farmacias anuncian sus medicamentos baratos sin necesidad de receta a la espera
de los clientes americanos que cruzan la frontera para comprar aquí cualquier
medicina a buen precio y sin tener que pasar por el médico. La Viagra es la
reina de los escaparates.
Tijuana está
considerada como el infierno en la Tierra por la mayoría de estadounidenses.
Casi todos trataron de disuadirnos al conocer nuestra intención de pasar por
esta ciudad. No escatimaron en esfuerzos a la hora de explicar los supuestos y
terribles peligros de Tijuana.
Es incuestionable
que la siniestra fama de esta urbe no le ha sobrevenido por casualidad y que la
violencia relacionada con las drogas es real. Pero también es cierto que los
medios de comunicación añaden su exagerado granito de arena. Parece que la
situación ha mejorado sensiblemente en los últimos años, sobre todo desde que
el gobierno decidió sacar al ejército a las calles, además de las treguas
alcanzadas por los cárteles de la droga.
Es verdad que hay
un montón de barrios desfavorecidos y violentos en las colinas, en las colonias
populares, donde todo está descontrolado y donde ningún turista en su sano
juicio se aventuraría. Pero de buen seguro que esos lugares no son mucho más
peligrosos que algunos vecindarios de determinadas ciudades de los Estados
Unidos.
Lo que está claro
es que si uno no es policía, ni militar, ni traficante, ni tiene intención de
llevar a cabo ninguna actividad relacionada con las drogas que implique
acercarse a los narcos, es bastante improbable que le peguen un tiro.
En Playas de Tijuana
nos espera Guillermo, “el Pescadito”, quien nos ha ofrecido alojamiento para
esta noche. Se trata de un tipo encantador. Quién mejor que alguien como él
para recibirnos en un nuevo país. Pronto degustamos nuestros primeros y
sabrosísimos tacos mexicanos, mientras sometemos a nuestro anfitrión a un profundo
interrogatorio acerca de la situación actual de México. Queremos enterarnos de
todo ya. Y qué gozada poder volver a hablar en español después de veinte meses,
menudo descanso. Es un detalle que, sin duda, va a marcar la diferencia con el
resto de países visitados.
Guillermo nos
habla de su ciudad: ...hace cuatro o
cinco años la policía y los narcos se mataban a tiros casi cada día en Tijuana.
Había balaseras (tiroteos) todo el tiempo. A uno lo ejecutaban en cualquier
restaurante o en cualquier esquina. También había muchos secuestros y
extorsiones. Ahora todo eso ya no pasa tanto, todo está un poco más tranquilo, pero hay
que tener cuidado…
Nos acercamos a
la playa para contemplar de cerca una infausta y descorazonadora imagen que nos hace tomar
contacto con uno de esos aspectos abyectos y vergonzosos que caracterizan a la
humanidad.
El muro que
separa los Estados Unidos de México alcanza aquí el océano. Esta lamentable
construcción es una triste y evidente muestra de la incapacidad de nuestra
especie.
Al otro lado, la
policía americana y multitud de cámaras de vídeo vigilan constantemente por si
a alguien se le ocurre saltar o pasar nadando. Aún así, la gente trata de
cruzar de cualquier manera y a cualquier precio: sobre una tabla de surf,
excavando túneles, escondidos en vehículos, aportando documentación falsa en la
frontera, cruzando el desierto donde algunos mueren deshidratados, atravesando
las montañas donde otros mueren por hipotermia, etc. Aquí es donde entran en
juego las mafias de “coyotes”, que no son más que traficantes de personas que
tratan de hacer su agosto cruzando inmigrantes de forma ilegal al otro lado.
Pasamos nuestra
primera noche en México, sintiéndonos un tanto extraños por el cambio de mundo
y por los nuevos estímulos, pero verdaderamente emocionados por estar aquí y por
todo lo que el futuro próximo nos depara. Pinta que va a ser intenso.
Día 2. ¡Una de
mejillones!
Por la mañana nos
ponemos ya en ruta. El plan es recorrer la península de Baja California de
norte a sur, desde Tijuana hasta La Paz, unos mil quinientos kilómetros de árido
territorio. Eso va a implicar cruzar el desierto Central y el desierto de
Vizcaíno. Va a ser muy duro, a la par que una experiencia única.
En Tijuana
existen dos autopistas que parten hacia el sur. La autopista de cuota que tiene la ventaja de poseer un arcén ancho y
de acarrear poco tráfico, y la desventaja de que se debe pagar para utilizarla,
además de que en ella está prohibida la circulación de bicicletas. La otra es la autopista libre, gratuita, permitida
para las bicis, pero con mucho tráfico y sin arcén, algo un tanto preocupante teniendo
en cuenta la velocidad con la que aquí conducen y la gran cantidad de enormes
camiones que circulan constantemente. La elección no es fácil.
Nos decantamos
por la autopista de cuota. Para eso debemos evitar el peaje, más que por no
pagar, para que no nos hagan abandonar la vía. Así que buscamos un lugar por donde saltar la valla y nos
colamos.
Esperamos no cruzarnos con ningún vehículo de la policía, ya que
sabemos de ciclistas que han sido obligados a darse la vuelta y salir de esta
carretera.
Pedaleamos junto
al océano Pacífico mientras el viento, que aquí normalmente sopla desde el
noroeste, nos empuja durante toda la etapa. Observamos numerosos hoteles que se levantan a lo largo de la costa.
Baja California es un importante destino turístico para estadounidenses, bueno,
bonito y barato. Muchos de ellos tienen segundas residencias por aquí.
Poco después de
pasar el turístico municipio de Playas de Rosarito, alcanzamos el Morro.
En este lugar nos espera nuestro próximo anfitrión, que tiene una taquería junto
a su casa, frente al mar. Así que lo primero que hacemos es degustar unos
riquísimos tacos de pulpo y de pescado.
La razón de que
la etapa de hoy no haya durado más que unos cuarenta kilómetros se debe a que
estamos muy interesados en charlar con Roberto durante un buen rato. Hace poco
más de un mes recorrió Baja California en bici, así que es una fuente de
información impagable. Pasamos la noche en el pequeño garaje de su casa.
Al amanecer nos sorprende con un desayuno insólito. Es la primera vez en nuestra vida que nos
comemos un plato de mejillones rebozados y caracoles de mar con café con leche
y a las ocho de la mañana, pero para los pescadores de por aquí es algo normal,
y está delicioso. Así que allí donde fueres…
Día 3 y 4.
Diferentes realidades.
Bajo un sol de
bandera continuamos nuestro camino, ahora siguiendo la autopista libre, no
queremos arriesgarnos a que nos echen de la de pago y tener que retroceder para
coger la otra. Ayer tuvimos suerte, pero hoy, ¿quién sabe?
Afortunadamente el
tráfico está relajado, ya que el arcén es inexistente la mayor parte del
tiempo. Nos alejamos de la costa y empezamos a ascender montañas por el
interior, atravesando el pequeño pueblo de La Misión.
Unas horas
después y tras algunos descensos vertiginosos entre viñedos, regresamos al mar
y encontramos la agradable y turística ciudad de Ensenada.
Nos dirigimos a la
casa de Tomás, otro ciclista. Vive con su mujer, Carmen, y sus tres hijos. Aquí
nos quedaremos un par de días.
Es interesante
charlar con la sirvienta de la casa, una buena forma de conocer de primera mano
la situación real de muchos habitantes del país. Fidedigna se lamenta: …nuestras niñas se quedan embarazadas con
trece o catorce años. Como los padres tenemos que estar todo el día trabajando,
pues no podemos vigilarlas y ya ve…
…esta parte de la ciudad es muy tranquila,
pero en el barrio donde yo vivo hay muchos malandros y gente de mal vivir, nos
entran a robar hasta cuando estamos dentro de la casa…
…y ahora mi papá necesita una prótesis de
cadera, pero como no tenemos para pagarla, pues ahí está el pobre, retorciéndose
de dolor y sin poder caminar…
Volvemos a
toparnos con realidades tan crudas que nos despiertan de golpe de la ensoñación
de los últimos meses. Vuelve a doler el comprobar cómo viven muchas personas.
Aprovechamos el
tiempo para empezar ya con los preparativos necesarios antes de cruzar el
desierto dentro de pocos días.
También
disfrutamos un poco de la ciudad. Encontramos buena comida barata por todas
partes.
Las noches aquí
son bastante movidas, especialmente en la cantina Hussongs, abarrotada y
animada por la música en vivo de varias bandas de mariachis. Tomás nos explica que la mentira preferida de los mexicanos es decir nos tomamos una más y nos vamos. Es
imposible contar la cantidad de veces que hemos oído esa frase a lo largo de la
noche, seguida de una botella de cerveza, así que no es necesario explicar en
qué estado llegamos a casa.
Dejamos Ensenada
acompañados de la pertinente resaca. Ya no tenemos más contactos en México, así
que regresa la aventura de tener que improvisar los lugares
donde pasar las noches evitando hoteles. Veremos cómo de fácil nos lo pone la
gente de por aquí, pero lo cierto es que entre el español y la sencillez de
estas personas, pinta que todo va a ir como una seda.
Días 5 y 6. Buena
gente.
A partir de ahora
ya sólo hay una carretera que atraviesa toda Baja California, la Transpeninsular,
que se presenta horrible en los primeros kilómetros después de abandonar la
ciudad, sin arcenes y con coches y camiones rozándonos a toda velocidad. Da
miedo. Nos sentimos más vulnerables que nunca. Por suerte, más tarde todo cambia,
el tráfico desaparece, a la vez que empezamos a ascender y descender bonitas
montañas. Incluso de vez en cuando encontramos algún tranquilizador y efímero arcén.
Al atardecer alcanzamos la población de San Vicente. Ya no hay signos
de turismo por aquí. Una vez se sale de la autopista, por llamarla de alguna
manera, no hay asfalto. Los pueblos están formados por calles polvorientas y
repletas de agujeros. Varios comercios se agrupan en la carretera principal.
Entramos a uno de ellos, una tienda de abarrotes, que es algo así como un
colmado. Compramos una coca cola fría y aprovechamos para preguntar al vendedor
acerca de dónde podemos montar la tienda esta noche. El hombre nos remite a la
comisaría de policía. Lo cierto es que no queremos saber mucho de la policía,
así que le pedimos otra idea. Al final nos presta el patio de su casa.
César vive con su
esposa Elizeth y sus cuatro hijos. Se trata de una familia muy humilde pero muy
generosa, como suele ocurrir con este tipo de gente. Nos invitan a cenar
burritos rellenos de patata y después jugamos unas partidas a la lotería, algo
parecido a nuestro bingo, pero a la mexicana. Pasamos horas charlando. Para
ellos es un acontecimiento único tener a dos extranjeros en casa, para nosotros
es una experiencia de esas que nunca se olvidan, es lo que más nos entusiasma y
lo que nos anima a seguir viajando.
Nos ofrecen dormir dentro de la vivienda,
pero no queremos molestar, además hemos visto que tienen un colchón abandonado en el exterior, perfecto para montar la tienda sobre él y descansar en blando.
Los gallos nos
despiertan bastante antes de que asome el sol. Elizeth nos cocina unos huevos
revueltos con chorizo y frijoles para desayunar. Empezamos a preparar nuestra
partida, pero descubrimos que la cubierta de una de las ruedas de nuestras
bicis ha amanecido totalmente deformada, a punto de reventar. Por supuesto no
hay talleres de bicicletas en este pueblo. Lo peor es que ayer, Tomás, nuestro
amigo de Ensenada, nos quiso vender una cubierta nueva que tenía en su casa y
le dijimos que no porque no queríamos cargar con más peso. Ahora no tenemos más
remedio que regresar a la ciudad, noventa kilómetros hacia atrás, y no sabemos
cómo. César se ofrece a llevarnos en su coche. Esta gente es increíble. No nos
queda otra que aceptar y agradecer eternamente el favor. Así que regresamos a
la ciudad en un vehículo con los amortiguadores destrozados que produce un
ruido ensordecedor cada vez que alguna rueda encuentra un bache, cosa que
sucede cada tres segundos. En Ensenada compramos un par de cubiertas y mucha
comida china para llevar y comer en San Vicente con esta maravillosa familia.
Se ha hecho
demasiado tarde para partir, así que nos ofrecen quedarnos otra noche, además
de invitarnos a la celebración del cumpleaños de Elizeth.
La fiesta, que se celebra en una tienda de abarrotes de un pueblo cercano, no
tiene desperdicio, con las numerosas hermanas de nuestra amiga y sus
incontables hijos. Muchas de estas mujeres son treintañeras con nietos, es lo
habitual aquí. Hasta la bisabuela es joven.
Han preparado un cebiche
de atún y soja sabrosísimo.
Por la noche
dormimos dentro de la casa, y al amanecer nos despedimos con la pena y emoción
que suele acompañar a los momentos en los que dejamos atrás a personas buenas y
entrañables.
Días 7 y 8. Más
buena gente.
Regresamos a la
carretera. Durante la mañana todo va bien, etapa fácil, viento empujando y poco
tráfico, pero por la tarde todo cambia. El tráfico se ha intensificado debido a
que es domingo y último día de las vacaciones de Semana Santa. Demasiados
coches, demasiado rápido y adelantándonos muy cerquita. Además, el viento sopla ahora
fuerte lateralmente, lo que nos empuja hacia el centro de la carretera.
Decidimos parar antes de tiempo en el pueblo de Emiliano Zapata. Buscamos un
lugar donde pasar la noche, y aprovechamos que encontramos a una familia que
está llegando a su casa para pedir permiso para montar la tienda en su patio. La
contundente respuesta de la señora es: no
es porque sea mi casa, pero habéis venido al mejor lugar de este pueblo.
Esto pinta muy bien.
Alfonso y
Virginia tienen tres hijos divertidísimos. Nos invitan a cenar quesadillas y
pizza. Hablamos hasta las tantas. Nos dejan dormir en un cuarto de la nueva
vivienda que están construyendo junto a la antigua.
Por la mañana
hace un día horrible, con mucho viento, y nos dicen que estarían encantados de
que nos quedáramos un día más. Nosotros también. Tras un buen desayuno nos
llevan a visitar un arroyo cercano y después a la playa. Son gente fantástica. Además, Alfonso es camionero y se conoce la península de arriba a bajo, lo que nos viene genial para hacer acopio de información y planificar bien nuestra ruta.
Día 9. Adiós a la
civilización.
Después de un par
de días en los que nos han tratado como a reyes, continuamos nuestro recorrido hacia
el sur.
Nos encontramos en una inmensa zona agrícola, así que el tráfico de
camiones es intenso, pero una vez sobrepasamos la ciudad de San Quintín todo se
relaja sobremanera. Además, la carretera se ha estrechado aún más, cosa que al
principio no nos ha hecho ninguna gracia, pero en realidad ha sido la mejor
noticia, ya que ahora, todo el que quiera adelantarnos debe reducir antes su
velocidad.
Empezamos a
vislumbrar una paulatina desertización del entorno, que kilómetro tras
kilómetro se va haciendo más evidente.
El viento que siempre nos empuja
desdibuja con polvo el horizonte. Un fuerte ascenso nos proporciona vistas
espectaculares, y aquí decimos adiós a las aguas del Pacífico, nos vamos hacia
el interior.
Nos detenemos en
uno de los múltiples retenes de soldados que controlan las carreteras a la
búsqueda de drogas y armas.
Y después del
descenso alcanzamos el pueblo de El Rosario, el último reducto civilizado antes
de adentrarnos en el Desierto Central, a través del cual pedalearemos durante
varios días.
Dormimos en el
garaje de la casa de Inma, una amable señora a la que hemos solicitado
hospedaje.
La principal preocupación
cuando se va a atravesar el desierto en bici es el agua. Así que por la noche
nos aseguramos de llenar todas nuestras botellas y el depósito de diez litros
que compramos en los Estados Unidos. Demasiado peso, pero no queremos
arriesgarnos hasta conocer la viabilidad de conseguir agua en el desierto.
Además, no parece muy recomendable consumir el agua de los pozos que se
encuentran en los escasos lugares en los que vamos a encontrar gente.
Lo fundamental es
no abandonar un lugar con agua sin conocer con seguridad dónde se encuentra el
siguiente. Y para eso no es suficiente con consultar el mapa, hay que preguntar
a mucha gente, porque en el desierto todo cambia constantemente, y donde antes
había agua, ahora ya no, y donde antes había un ranchito, ahora sólo quedan
cuatro ruinosas paredes abandonadas. Y cuando se le consulta a la gente sobre si vamos a
encontrar algo a lo largo de la etapa, unos dicen que sí, otros que no, otros
que puede. Así que hay que preguntar muchísimo para estar medio seguros de qué
es lo que vamos a hallar en medio del desierto.
Día 10. El
Desierto Central.
Partimos temprano
por la mañana para avanzar todo lo posible antes de que el sol empiece a
abrasar. Un extenuante ascenso es la disuasoria bienvenida que nos dedica el
desierto. Las vistas desde la altura son magníficas.
El sol empieza a hacerse
notar demasiado pronto. Al poco empezamos a contemplar boquiabiertos los
primeros cirios y cardones que componen parte de la insólita y llamativa
vegetación del Valle de los Cirios.
Ver como se
estira la infinita carretera en medio de este remoto y árido entorno es
impresionante.
Este aislamiento
produce una especie de extraña claustrofobia a la vez que nos hechiza.
Despertamos del embrujo cada vez que debemos esquivar alguna serpiente
agonizante, o cuando se cruza ante nosotros alguna rata del desierto, o cuando los
lagartos nos asustan al moverse repentinamente entre la maleza rompiendo el
estremecedor silencio, o cuando alguna planta seca convertida en ovillo rodante
nos transporta al salvaje oeste, o cuando circulamos junto a alguna de las miles de cruces que siembran los márgenes de la carretera en recuerdo de la multitud de
personas que aquí se dejaron la vida, o cuando algún extraño crujido procedente
de alguna parte inidentificada de las bicicletas hace que el corazón aseste un
par de atragantados latidos de más ante la amenaza de quedarnos aquí tirados.
Unas horas más
tarde encontramos una lonchería, que no es más que un diminuto restaurante en
un pequeño rancho en mitad de la nada donde habita una familia. Los americanos
utilizan la palabra inglesa lunch para
referirse a la comida. Los mexicanos la han convertido en lonche, de ahí lo de
lonchería.
Descansamos a la sombra de doce a dos del mediodía, cuando hace demasiado calor.
Retomamos la
marcha recorriendo dilatadas distancias de fascinante páramo.
Alcanzamos ya
al atardecer un segundo comedor justo en el momento en el que pinchamos una
rueda. Todo un detalle poder repararla a la sombra.
Y unos cuantos
kilómetros después llegamos al lugar donde pasaremos la noche. Estamos en San
Agustín, donde no hay mucho más que una polvorienta lonchería y una
destartalada llantera, que es como aquí se conoce a un taller donde reparan
neumáticos. Charlamos con algún que otro camionero que se detiene a tomar un
poderoso café de olla que le despierte de la somnolencia que provoca esta
carretera. Aquí plantamos la tienda, y por la noche alucinamos bajo el centelleante brillo de nuevas estrellas que parecen nunca antes vistas.
Día 11. Entre
cactus y piedras.
Por la mañana nos
damos un homenaje en forma de contundente desayuno que hace que la primera hora
de pedaleo sea más dura de lo habitual.
El paisaje cambia
bruscamente y aparecen unas espectaculares formaciones graníticas que junto con
los descomunales cactus convierten este enclave en un escenario inverosímil y
hermoso.
Algunas de estas
rocas albergan vestigios de las pinturas rupestres de los indios Cochimí que
habitaron la zona.
Encontramos la
primera sombra del día en el minúsculo pueblo (por así llamarlo) de Cataviña,
donde realizamos la parada de rigor del mediodía.
Este lugar,
repleto de construcciones abandonadas, se abrasa bajo el sol.
Lo increíble es
que aquí se levanta un espectacular y surrealista hotel de lujo.
Un inesperado y
despiadado ascenso contradice una vez más esa absurda y tópica idea de que los
desiertos son planos. Nada más lejos de la realidad. La mayoría del tiempo esto
es un sube y baja constante.
Por supuesto que también existen planicies vastas e infinitas, como la que ahora nos envuelve. Es en este momento cuando uno se siente más insignificante que nunca.
En las postreras
horas del día observamos en la distancia nuestro destino de hoy. Tardamos un
buen rato en llegar. Cuando el desierto se pone plano, la vista alcanza muy
lejos, un montón de kilómetros indeterminados, y es difícil calcular las distancias.
Y ese es precisamente nuestro único entretenimiento cuando queremos combatir el
aburrimiento que a veces produce la redundancia del paisaje, tratar de adivinar la longitud con respecto a
un punto en la lejanía al que parece que nunca vamos a llegar.
Alcanzamos la
lonchería Chapala.
Estamos justo en mitad del Desierto Central. Resulta
increíble que haya personas que puedan vivir aquí. Uno piensa que debe ser la
gente más rara del mundo. Pero no es así, se trata de personas muy normales
que, además, pasan la mayor parte del tiempo riendo. La verdad es que da gusto
estar aquí, rodeados de risas en mitad de la nada.
Día 12. Lo mejor
y lo peor.
Tras la fría noche, un precioso amanecer engalana nuestro remoto despertar.
Abandonamos
Chapala bajo un cielo que se encapota súbita y rápidamente, lo que aquí es toda una bendición. Una etapa a la sombra sería impagable.
Pero no pasa mucho tiempo antes de que el cielo resplandezca inmaculado.
Disfrutamos ahora más que nunca de estos parajes que están adoptando la máxima expresión de la belleza en el desierto. Jamás hubiéramos
imaginado semejante variedad de vegetación en un lugar tan seco.
Además los cactus están empezando a florecer. Hay magia en este desierto.
Pero la magia se
rompe de la peor manera. Justo cuando estamos alucinando más que nunca, una de
nuestras más angustiantes pesadillas se convierte en realidad. Se acaba de
romper una de las bicis. Por alguna razón la cadena se bloquea y no hay manera de
repararla. Estamos tirados justo en medio de la nada más absoluta y el sol
empieza a calentar.
Y la cosa aún se
pone más dramática cuando, como si de una tópica escena cinematográfica se
tratara, tres buitres empiezan a describir círculos sobre nosotros. No puede
ser verdad, lo de los buitres parece una broma pesada. Pero ahí están, hace un
rato no había nada y ahora hay tres buitres revoloteando sobre nuestras
cabezas. Qué sensación más fea.
Por suerte, se
detiene uno de los pocos vehículos que están circulando por aquí. Se trata de
un americano con su furgoneta que nos saca del apuro y nos devuelve a la
lonchería, donde se sorprenden al vernos de nuevo.
Me paso todo el
día tratando de averiguar qué es lo que le sucede a la bici, mientras Claudia
ayuda en la lonchería haciendo de mesera. Después de desmontar la bici pieza
por pieza, descubrimos que la masa del eje trasero se bloquea por alguna razón,
pero no podemos hacer absolutamente nada, no tenemos las herramientas
necesarias.
Cunde el desánimo
y estos son los momentos en los que uno mandaría las bicicletas a tomar viento
y se volvería para casa. Nuestros vehículos ya se están haciendo mayores,
llevan demasiados kilómetros y van dando algún que otro quebradero de cabeza.
El problema es que ahora no es fácil poner solución. Tratamos de animarnos
mutuamente y decidimos que lo mejor es encontrar a alguien que mañana nos lleve
a Guerrero Negro, el siguiente pueblo con cara y ojos, que se encuentra a 185
kilómetros al sur y donde, al parecer, hay un taller de bicis que no queremos
ni imaginar cómo puede ser. No es garantía de nada, pero es la mejor opción.
Mientras tanto,
ya que estamos atrapados donde Dios perdió la zapatilla, vamos a disfrutar de
la comida y de la gente de la lonchería.
Día 13. Favor
tras favor.
Por la mañana
encontramos a otro norteamericano que ha parado un rato en la lonchería para descansar
y nos hace el gran favor de llevarnos con las bicis en su furgoneta a Guerrero
Negro.
Al llegar al
pueblo encontramos el taller, que por fuera tiene bastante mal aspecto.
Al
entrar mejora algo, y parece que los trabajadores saben lo que se hacen. El
problema es que no tienen la pieza que necesitamos. La única solución es
pedirla a la ciudad de Ensenada, pero no llegará hasta pasados tres o cuatro
días. Tras recorrer todo el pueblo y hablar con varios vecinos que tienen
bicicletas, consigo que uno de ellos me regale una pieza vieja como la que necesitamos. Mientras llega el eje nuevo nos instalan temporalmente el que nos han regalado, y
decidimos regresar a la lonchería Chapala en coche para pedalear los 185
kilómetros que hay desde allí hasta este pueblo, ya que no queremos perdernos
ni un metro de este fascinante desierto. Y así, cuando volvamos a llegar a
Guerrero Negro, en teoría ya habrán recibido la pieza nueva. Ahora sólo falta
que el apaño temporal no nos deje otra vez tirados en el desierto.
Hoy ya es
demasiado tarde para regresar a Chapala, lo haremos mañana. Lo bueno es que
hasta tres diferentes personas nos han ofrecido un lugar donde pasar la noche aquí.
Nos quedamos en casa de Saúl, un joven del pueblo que se está portando de
maravilla con nosotros. Incluso nos lleva a visitar las lagunas de sal que
rodean esta población que alberga la salinera más grande del mundo.
Día 14. La gente
del desierto.
Por la mañana
hacemos autostop con las bicis y después de una hora de espera conseguimos que
una simpática pareja de mexicanos nos devuelva a Chapala. Gabino y Lupita se
dedican a comprar todo tipo de artículos de segunda mano en los Estados Unidos y
los venden aquí.
Al llegar de
nuevo a la lonchería, la gente vuelve a alucinar al vernos, no se pueden creer
que hayamos regresado para volver a irnos a pedales. Seguimos divirtiéndonos
con estos amigos, cuyos días transcurren a la espera de que algún camionero se
detenga a comer. Lo mejor llega al anochecer, cuando conectan el generador y se
ponen a ver las telenovelas y los reallities de la televisión. Es alucinante
ver la pasión con la que aquí se vive toda esa tele basura. Pasamos nuestra
tercera noche aquí.
Dias 15, 16 y 17.
Regreso a la civilización.
Por la mañana ya
nos despedimos definitivamente, o eso esperamos. La experiencia con la gente
del desierto ha sido inolvidable.
El día está
nublado, toda una suerte seguramente pasajera.
A medida que nos alejamos de Chapala el entorno va
volviéndose cada vez más árido. Más tarde, como era de esperar, empiezan a disolverse las nubes que
hace un rato oscurecían el cielo.
La novedad es que súbitamente aparecen palos de la luz. El cableado se dilata hasta el infinito.
Atravesamos la enjuta aldea de Punta Prieta, donde hacemos una parada para comer.
Por la tarde llegamos a la villa de Rosarito, donde nos disponemos a pernoctar junto a una lonchería.
La vegetación de este lugar al atardecer se revela extraña e irreal. Es como estar dentro de un delicado cuadro surrealista.
Por la mañana
partimos temprano, queremos llegar pronto a nuestro destino. El desierto ahora
se presenta verdaderamente yermo y seco. Lo único que rompe la monotonía del entorno es el retén de soldados que aparece repentinamente en este inhóspito
lugar.
Hoy las espinas
de los cactus están cebándose con nuestras ruedas. Sufrimos dos pinchazos en
cinco minutos.
Avanzamos en medio de un infértil escenario a lo largo de una recta que nunca se acaba.
Alcanzamos
Guerrero Negro a mediodía. Aquí se encuentra el paralelo 28, que marca la
frontera entre los estados de Baja California Norte y Baja California Sur.
Cambiamos de zona horaria y adelantamos una hora nuestros relojes.
Nos dirigimos al
taller de bicis, donde desgraciadamente descubrimos lo que nos temíamos, la pieza de que esperamos aún
no ha llegado. Pasamos otra noche en casa de Saúl y su familia, y por la mañana
llega la ansiada pieza, pero para cuando la bici está lista ya es demasiado tarde para
partir, así que seguimos agradeciendo la generosidad de esta estupenda familia
que nos aloja por tercera vez, además de alimentarnos de maravilla.
Día 18. Vendaval
en el desierto de Vizcaíno.
Por fin podemos
ponernos de nuevo en marcha. La intención es recorrer hoy los ciento cincuenta kilómetros casi
planos que nos separan del municipio de San Ignacio. Decimos al océano Pacífico, nuestro compañero de ruta a lo
largo de varios meses en diferentes países. Nos adentramos en el desierto de
Vizcaíno. Pedaleamos durante horas sobre la carretera plana que forma otra de estas aburridas rectas milimétrica de decenas de kilómetros. El entorno es arenoso y más seco que
nunca. Una etapa verdaderamente monótona.
Pero el desierto, que no parece tener
intención de permitir que nos aburramos, nos tiene preparada una desagradable
sorpresa. Empezamos a percibir una suave brisa que a los pocos minutos toma
fuerza y un rato después ya es un violento vendaval que nos golpea lateralmente. De repente nos vemos inmersos en una espesa nube de
polvo. Pedalear dentro de una tormenta de arena es horrible. Se hace difícil
respirar y apenas se puede ver. Pero lo peor es que tampoco nos pueden ver. Así
que cada vez que oímos acercarse algún inmenso tráiler debemos salir de la
carretera, que está más elevada que el resto del terreno, complicándolo todo
aún más. Cuando los camiones pasan a toda velocidad, sentimos como nos
succionan debido al potente viento y nos zarandeamos de tal manera que apenas
logramos mantener el equilibrio.
Por suerte nos encontramos a tan sólo unos
quince kilómetros del municipio de Vizcaíno, al que llegamos tras una hora de
calvario. Este lugar parece que va a salir volando en cualquier momento. Nos
refugiamos en la gasolinera. No queremos quedarnos aquí, este pueblo no tiene
nada interesante, pero tampoco podemos pedalear, de forma que tratamos de que
alguien nos lleve al siguiente lugar habitado, que se llama San Ignacio y se encuentra a
unos setenta y cinco kilómetros y al parecer es bastante más tranquilo y
bonito.
Para nuestra
sorpresa acaba de detenerse en la gasolinera Gabino con su furgoneta, el hombre que
nos trasladó desde Guerrero Negro hasta Chapala junto con su esposa hace unos
días. Como cada jueves, viaja desde su casa en San Quintín hasta Loreto, unos
cuantos cientos de kilómetros al sur. Allí vende los productos de segunda mano
que adquiere en subastas de beneficencia en los Estados Unidos. El problema es
que ahora su vehículo va tan abarrotado con toda la mercancía que no cabemos en él, así que después de
conversar un rato nos despedimos y comentamos la posibilidad de vernos en
Loreto cuando lleguemos en unos días, quién sabe cuándo.
Afortunadamente conseguimos
que un camionero nos traslade a San Ignacio. Durante el trayecto descubrimos que
el hombre es un ex narco que cumplió condena en los Estados Unidos. Por suerte el viaje es corto.
En San Ignacio el
viento sigue golpeando, pero con menor intensidad, ya que este lugar se
encuentra protegido por inmensas palmeras que emergen llamativamente en mitad del desierto. Se
trata de un gran oasis. El pueblo es un bonito remanso de paz que posee una
impresionante y bien conservada misión española fundada en el año 1728 y
construida con piedras de lava.
Es la primera vez
que encontramos un pueblo que tiene una plaza. Y precisamente descansando aquí,
bajo la sombra que regala la arboleda de la plaza, conocemos a Mario, un buen hombre
que nos invita a quedarnos en un terreno de su propiedad a orillas del oasis.
Cuando vemos el lugar quedamos impresionados. Un precioso oasis para nosotros
solos. Aprovechamos estas mansas aguas para retirar los kilos de arena del
desierto que llevamos adheridos a todos los rincones de nuestro cuerpo. Qué
suerte poder relajarse en un lugar como éste.
Día 19. El oasis.
La tenue luz del amanecer nos despierta con una mala noticia, el viento continúa furioso y no podemos partir, algo que siempre es un fastidio. Pero hoy eso no supone un gran problema, ya que no todos los días se puede disfrutar de un oasis en soledad.
Pasamos el día relajándonos y reparando las cámaras pinchadas que ya se están
empezando a acumular.
También
recorremos las calles de este sosegado pueblecito.
Conocemos a Cuqui, una buena
mujer que regenta una tortillería junto a su casa. Se trata de un pequeño taller donde se
fabrican tortillas, que son las tortas de harina o maíz que los mexicanos
devoran constantemente acompañando cualquiera de sus comidas.
Pasamos un buen
rato charlando con ella acerca de la vida en este apartado lugar. Cuqui nos recomienda contactar con su hermano, que
vive en nuestro destino final en Baja California, la ciudad de La Paz. Eso
haremos llegado el momento. Es fantástica la facilidad con la que se van
abriendo puertas gracias a esta gente tan espléndida.
Día 20. Calor.
El viento ha
dejado de fastidiarnos los planes, así que ya podemos partir. Pedaleamos cargados con el arsenal de tortillas y empanadas que nos regaló Cuqui. Hoy la etapa
transcurre por las alturas, lo que nos está ofreciendo unas vistas
privilegiadas del desierto y del volcán de Las Vírgenes.
El sol por aquí ya
achicharra salvajemente, más que nunca y empieza a ser insoportable. Con cada pedaleada que damos hacia el sur nos vamos introduciendo paulatinamente en las profundidades de este horno.
Se hace duro
pedalear mientras se respira aire caliente, se bebe agua caliente y se siente
como la piel se abrasa sin remedio y sin poder encontrar una sombra. Tan sólo
nos aliviamos cuando alguna bajada nos regala un efímero momento de brisa antes
de regresar a la caldera.
Y la gente del lugar dice que aún no ha empezado el calor. Que a nadie se le ocurra venir aquí en agosto.
Horas más tarde
contemplamos por fin en la distancia las aguas del Mar de Cortés, que inundan
el Golfo de California. Acabamos de alcanzar la costa este de la península.
Un imponente descenso nos conduce por
fin hasta Santa Rosalía, un agradable pueblo donde pasaremos la noche de hoy.
Nos alojamos en la casa de la abuela de Saúl, nuestro amigo de Guerrero Negro.
Pasamos la noche
viendo una velada de boxeo en televisión junto a esta entrañable señora que nos
trata de forma excepcional. Esta noche estamos echando mucho de menos a nuestras abuelas.
Día 21. La recompensa.
Continuamos
pedaleando entre cactus. A pesar de comenzar la jornada lo más temprano
posible, sentimos como el sol nos quema desde antes de las nueve de la mañana.
Sorpresivamente volvemos
a cruzarnos con la conocida furgoneta de Gabino, que está regresando desde Loreto
hasta los Estados Unidos para comprar mercancía para su tienda. Como se imaginaba
que nos encontraría en la carretera, nos ha traído dos cascos de regalo.
Conversamos el rato que el sol nos permite y nos despedimos hasta dentro de
unos días.
Llegamos a Mulegé
cuando el aire ya es irrespirablemente ardiente y aprovechamos la fresca
oscuridad de la restaurada misión española de Santa Rosalía para combatir el
sofocante calor que azota nuestros fatigados cuerpos.
Ya repuestos, huimos de
la inminente misa y callejeamos un poco por esta pequeña y acogedor villa que
se asienta a orillas de un precioso oasis del que se alzan un vistoso sinfín de
espigadas palmeras. Es realmente extraordinario observar perplejos cómo surge
repentinamente un lugar así en mitad del desierto.
Nos surtimos de
víveres para los siguientes días, en los que pensamos permanecer descansando y
aislados de todo en el paraíso al que llegaremos en breve.
Abandonamos
Mulegé impacientes por alcanzar uno de esos enclaves especiales que deseamos descubrir desde que empezamos nuestra singladura en Baja. Y tras unas fatigosas
cuestas y tres desesperantes pinchazos, vislumbramos ya las serenas aguas que
bañan Bahía Concepción.
Santispac es la
primera de las tranquilas y solitarias playas que engalanan este espectacular
golfo. La techumbre de hojas de palma de una sencilla palapa nos proporcionará
toda la sombra que necesitaremos para disfrutar de las anheladas jornadas de
relajación total que nos esperan.
Este lugar es un
bello remanso de paz bañado por serenas y cristalinas aguas que hacen que nos
olvidemos por completo de todas las penurias que hemos sufrido para llegar
hasta aquí.
Pero como todo
paraíso tiene su pega, éste no iba a ser menos. El atardecer libera la
ferocidad de los jejenes, unos insectos voladores de apariencia casi
microscópica que pican sin compasión. Poco más se puede hacer que ponerse ropa
y protegerse pronto dentro de la dudosa seguridad de la tienda, donde
desgraciadamente siempre se cuela alguno.
Días 22, 23 y 24. Los paraísos perdidos.
Por la mañana
descubrimos atónitos el estropicio que los bichitos han causado sobre nuestra
piel, no les queda ya mucho espacio donde picar hoy.
Este mar es
magnífico. A sus aguas calmas y traslúcidas hay que añadir lo fácil que es
extraer grandes almejas que, aderezadas con un poco de lima y tabasco que nos regalan en un chiringuito cercano, resultan
deliciosas.
Aquí conocemos a
Narciso, un simpático pescador de la zona que, por un módico precio, nos va a
llevar a navegar por la bahía con la promesa de avistar algún gigantesco
tiburón ballena.
Mientras surcamos la pasmosa quietud de estas aguas, Narciso nos explica como lucha por ganarse la
vida recogiendo almejas y vendiéndolas luego en algún restaurante, a la par que
intenta sangrar a algún gringo por llevarle a navegar un rato. Con nosotros no
ha podido ganar mucho. Hablamos español y viajamos en plan pobre, así que es
fácil negociar y dar a conocer nuestro limitado presupuesto. Al final, todos
quedamos contentos y seguramente nosotros mucho más, porque lo que acaba de
aparece ante nuestros incrédulos ojos es sencillamente alucinante.
Un gran tiburón
ballena de unos ocho o nueve metros de longitud asoma su aleta dorsal mientras nada
parsimonioso junto a la vieja embarcación. Es uno de esos momentos mágicos que
de tanto en tanto sazonan este viaje.
El pescador nos
anima a saltar al agua con unas gafas y un tubo para nadar junto al descomunal
escualo. La idea es un tanto desconcertante, pero demasiado tentadora como para
dejar escapar una ocasión que probablemente no vuelva a presentarse jamás. De forma
que con el corazón en un puño saltamos al agua y al rato estamos agarrados a la
áspera piel que recurre la aleta del tiburón mientras éste nos remolca. Es impresionante.
No queremos
molestar más al formidable animal, así que regresamos a la barca para
contemplar durante unos instantes su sobrecogedora figura, las protuberancias
lineales que recorren longitudinalmente todo su cuerpo, las manchas blancas que salpican su gruesa y rugosa
piel, y su movimiento elegante y sereno.
Ha sido una experiencia que difícilmente olvidaremos.
Nos dedicamos
ahora a recoger almejas y vieiras para darnos un buen atracón a bordo de la embarcación.
Por la noche, una
pareja de turistas canadienses que ha irrumpido en la playa con su
espectacular auto caravana, nos invitan a cenar en el interior del lujoso
vehículo.
Ya llevamos tres
días en esta maravilla del lugar. Decidimos avanzar unos kilómetros para
descubrir otro de estos idílicos parajes.
Montamos ahora nuestro campamento en la playa del Requesón, un nuevo y tranquilo edén.
Una familia de norteamericanos que también está
aquí acampada nos permite rellenar nuestras botellas de agua y nos obsequia con un poco de carne a la barbacoa a la hora de la cena, ideal para combinarla
con nuestro recurrente guacamole casero, todo ello enrolladito con las omnipresentes
tortillas de harina.
Es lo bueno que
tiene viajar en bici en este tipo de duros entornos. La gente admira el
esfuerzo y trata de ayudarnos. Seguramente también despertemos algo de pena.
Aquí son los
mosquitos los que siembran el terror al ponerse el sol, incluso pican a través
de la ropa. Así que les cedemos el espacio y nos retiramos pronto a la tienda. Mañana
hay que madrugar.
Días 25 y 26. Gabino y su tiendita de segundas.
Antes de que
asome el sol, abandonamos estas playas inolvidables. Una dura etapa
montañosa a través de la abrupta Sierra de la Giganta, a casi cuarenta grados, nos traslada al pueblo de Loreto, donde se levanta la misión que desde 1667 fue
el primer asentamiento español en las californias.
Aquí hemos
quedado con el bueno de Gabino, en su tienda de artículos de segunda mano. Pasamos
la noche con él y con el agradable matrimonio que vive en la casa en la que se
ubica el local que hace las veces de tienda. Eduardo y Sandra ayudan a Gabino
con el negocio. Por la mañana se abre el comercio y la gente acude en masa a comprar compulsivamente todos los artículos usados que
Gabino acaba de traer de los Estados Unidos. Es curioso observar como lo que los americanos
desechan, aquí parecen tesoros.
Varios clientes
pretenden comprar nuestras bicis pensando que están a la venta, pero todavía
nos siguen siendo imprescindibles.
Y hablando de las
bicis, debemos reparar uno de los portaequipajes que se ha partido. Es la
tercera vez que se repite este problema en lo que va de viaje, algo normal
teniendo en cuenta todo el peso que estas finas barras de aluminio deben
soportar. La misma sencilla soldadura de cinco minutos por la que en Nueva
Zelanda nos cobraron 35 euros, aquí nos ha costado 3 euros, y seguramente
incluyendo el plus por ser extranjeros, lo que se suele interpretar como
sinónimo de millonarios. Algo comprensible viendo como los gringos se pasean
por aquí con sus descomunales y relucientes auto caravanas remolcando embarcaciones,
motocicletas y todo lo inimaginable.
Nos quedamos un par de días echando una mano en la tiendita y visitando algún lugar interesante. Gabino nos lleva a las montañas a conocer la remota y bella Misión de San Francisco Javier.
Hoy Eduardo prepara un enorme y delicioso jurel a la brasa que disfrutamos entre todos antes de despedirnos por la tarde con la horrible sensación que siempre acompaña al adiós.
Ayudados por el viento recorremos rápidamente los cuarenta kilómetros que nos separan del pueblecito de Ligüí y acampamos en su bonita playa.
Aquí nos encontramos con un par de turistas norteamericanos que al reconocernos exclaman: ...¡hombre, los de la tormenta de arena!...Nos vieron hace unos días en mientras peleábamos contra el terrible vendaval.
Aprovechamos para que nos llenen las botellas de agua.
También cerca de nosotros se encuentra acampada una familia con dos niños. El padre es estadounidense y la madre mexicana. No podemos creer nuestra suerte cuando nos invitan a cenar con ellos una suculenta barbacoa de langosta. Pasamos una noche fantástica.
Nos acostamos pensando en la dura etapa que nos espera mañana, posiblemente la más difícil en Baja California. Desde que llegamos a esta increíble península, la gente nos viene advirtiendo acerca de esta ascensión que según comentan es terriblemente inclinada y muy larga. Tanto nos han insistido que estamos bastante intrigados, incluso algo nerviosos. Veremos qué nos depara la jornada de mañana.
Día 27. Una buena montaña.
Nos levantamos con el cielo aún estrellado. Queremos empezar a pedalear lo antes posible, por si la ascensión se alarga más de lo esperado. No queremos que el sol nos fría subiendo la montaña.
Empezamos a progresar ganando altura a través de esta carretera que zigzaguea encaramándose a los abruptos montes de la Sierra de la Giganta.
La verdad es que hay que apretar los dientes, el ascenso es relativamente exigente. Pero tanto nos habían asustado, que cuando nos queremos dar cuenta ya estamos en la cima, tomando un café caliente en una providencial lonchería para combatir el inesperado frío que el viento está ocasionando aquí arriba y comentando que, al final, esta montaña no ha sido para tanto.
Después, la carretera se dilata rectilínea y monótona. Tan sólo la repentina imagen de un coyote que atraviesa la calzada frente a nosotros nos evade momentáneamente del sopor de estos kilómetros lineales e interminables.
Alcanzamos la anodina Ciudad Constitución, donde solicitamos hospedaje en casa de Allan, quien nos permite acampar en su patio y darnos una reconfortante ducha.
Días 28 y 29. Ahí está la meta.
La surrealista etapa de hoy transcurre a lo largo de una interminable recta de más de cien kilómetros en la que prácticamente no movemos el manillar ni un centímetro. Se hace difícil no dormirse. Además hemos empezado a pedalear demasiado tarde, con lo que nos estamos cociendo todo el tiempo. Cuando el termómetro alcanza los cuarenta grados ya no nos atrevemos a continuar, no existen las sombras en este lugar y todo arde, de forma que aprovechamos la aparición de una inesperada y modesta lonchería para dejar que transcurran las horas en las que el desierto hierve.
Un par de longevos rancheros de piel abrasada se dejan caer por este solitario y polvoriento comedor presidido por la imagen de la omnipresente virgen de Guadalupe. Nos invitan a una sandía que transportaban a la sombra y que nos revitaliza antes de seguir avanzando ahora que el calor permite que se pueda regresar a la carretera.
Seguimos pedaleando hasta que nos encontramos a tan sólo noventa y ocho kilómetros de La Paz. Acabamos de hallar una lonchería con una vistosa capilla donde poder acampar en nuestra última noche de ruta en Baja California. La trastienda del templo es un buen lugar donde montar el campamento.
Por la mañana empezamos a recorrer los últimos kilómetros de esta aventura. La carretera transpeninsular no quiere que la olvidemos y nos prepara una despedida en forma de constantes y desesperantes subidas y bajadas hasta que ya agotados volvemos a ver el mar y nuestro destino final.
Alcanzamos nuestra meta, la ciudad de la Paz.
Ha costado mucho llegar hasta aquí, lo cierto es que no nos hemos aburrido, y hasta lo malo ha sido bueno, porque tras cada inconveniente sufrido, alguna maravillosa persona ha aparecido. Jamás podremos olvidar este espectacular desierto y su magnífica gente. Aquí lo hemos vivido todo de manera verdaderamente intensa.
Y más buena gente nos espera en esta bonita ciudad costera. El hermano de Cuqui, nuestra amiga de la tortillería de San Ignacio, nos recibe junto con su esposa Tuly y dos de sus hijas. Viven en una acogedora casa en la que paramos un par de días para poder descansar un poco.
Volvemos a las andadas con la tortilla de patatas, ya hacía tiempo que no deleitábamos paladares foráneos con nuestra receta más simple y deliciosa. Nunca falla. Ellos también nos alimentan de forma excepcional, además de invitarnos a una espléndida cena en uno de esos restaurantes vetados para el presupuesto del cicloviajero que recorre el mundo durante largo tiempo.
Nos enseñan La Paz y nos hacen sentir como en casa durante estos últimos días en Baja California.
Esta misma tarde parte nuestro barco que, tras dieciocho horas de travesía, nos ha de trasladar a la ciudad de Mazatlán, en el estado de Sinaloa. Allí dará comienzo un nuevo periplo. Estaremos más que contentos si es la mitad de fascinante que el que acabamos de culminar en el inolvidable desierto de Baja.
Esta misma tarde parte nuestro barco que, tras dieciocho horas de travesía, nos ha de trasladar a la ciudad de Mazatlán, en el estado de Sinaloa. Allí dará comienzo un nuevo periplo. Estaremos más que contentos si es la mitad de fascinante que el que acabamos de culminar en el inolvidable desierto de Baja.
Chicos, estàis enamorados del desierto, no?
ResponderEliminarEo lo de volver atràs un montón de k.m. para hacer tiempo ya es un "sin comentarios".
Pelin corta la entrada.
Enhorabuena campeones.
Eh i he sigut el primi.
Babu
Hola chicos !! Veo que están en mi México lindó!!! No hay desperdicio gozarán mucho y de paso si necesitan algo háganmelo saber, en DF tienen una familia que los espera si deciden pasar por ahí !!! Besos
ResponderEliminarAtte Karla PEña (la de arriba !!! )
ResponderEliminarMolt Xula aquesta entrada!Ens ha semblat com una novela d'aquestes que comences i no pots parar! Moltes gracies per ajudarnos a desconnectar del dia a dia i compartir del vostres aventures. Aquesta travessia del desert ha estat molt intensa i sort que heu tingut gent encantadora que us han ajudat com sempre. Molts petons de part de la Natàlia,Oriol i Clara.
ResponderEliminarUna conclusión hay gente buena y desinteresada en todas partes, una esperanza para este mundo en que vivimos. El desierto fantástico con su aspereza y su incomparable belleza. Aventuras como siempre....
ResponderEliminarSeguir la ruta.
Abrazos.
Ohhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!!!! Finalment he llegit el blog! Fort!!!
ResponderEliminarquè fareu després d'això? A veure quí us té asseguts a una cadira... Perquè per vosaltres ja el més normal és nadar agafats a l'aleta d'un tauró-balena... com si res...
Estic molt contenta que disfruteu tant tot i que ja sabeu que pateixo una mica. Sort que la iaia us posa espelmetes i amb això ja esteu salvats!!! Apa, molts petons de la Mum.
Mis peques, pasada de desierto y sobre todo nadar con un tiburón ballena, Javi tu primo y Natalia también hacen de las suyas se han tirado en paracaídas ya veréis el DVD que pasada. Bueno seguid con el viaje que ya queda poco para vernos, besazos fuertessssss.
ResponderEliminarTATA
Eeeeooo!!! Quina aventura!!
ResponderEliminarM'ha encantat l'Oassis i us envejo amb el tiburón ballena!!!
Em queda un altre entrada per llegir!! yuuupiii!
Una abraçada guapos!!!
mmmmnuuuaaa
Lo realmente admirable es que después del esfuerzo os quede cuerda para montar la narración, impecable, cuidada como siemre y tan bien documentada que uno tiene la sensación de estar ahí.
ResponderEliminarAndele...!
xo