¿Creer en mí?
No, yo no creo en nada.
Que la naturaleza vierta
sobre mi cabeza ardiente
su sol, su lluvia,
el viento que me despeina.
En cuanto al resto, que venga.
Que venga si debe venir
o que no venga.
F. Pessoa
Continuamos
conquistando distancias bajo un sol sin escrúpulos que hace que sintamos como
cada kilómetro se aferra a nosotros con toda su fuerza, como si pretendiera
retenernos, tratando de que mastiquemos bien todos y cada uno de los metros que
lo componen. De tanto en tanto, el sol
deja de mirarnos cuando alguna pequeña nube lo distrae por un corto e impagable
espacio de tiempo. Nuestros traseros
también llevan días sufriendo su particular calvario y son ellos más que
nuestras piernas quienes reivindican su dolorosa situación.
Pero, a pesar de
todo, poder recorrer estas carreteras sobre nuestras bicis es todo un placer y
un cambio radical en nuestra manera de viajar que nos está encantando.
Alternamos
paisajes áridos con inmensos y verdes arrozales salpicados por enormes palmeras.
Cada muchos quilómetros, la
carretera aparece flanqueada por multitud de puestos de venta de diferentes
alimentos típicos de cada zona. Es interesante observar cómo los productos van
variando a medida que transcurren los días.
Ahora mangos y otras frutas, ahora arroz con judías y coco
cocinado en el interior de un tronco de bambú,
ahora pescado seco,
después sapos a la brasa,
más tarde el fruto de las flores
de loto,
ahora patos,
también todo tipo de insectos y
demás delicias un tanto particulares.
Lo mejor son los puestos en los
que se preparan refrescos con el jugo de la caña de azúcar, limón y mucho
hielo. Hay pocas cosas más revitalizantes.
Incluso uno puede darse un corte de pelo en la carretera.
Una gran noticia es que después de casi ocho meses de viaje, volvemos a disponer de pan, una de las cosas que más estábamos echando de menos. El legado francés nos va a hacer muy felices. También encontramos quesitos y Nutella.
Aunque nuestro plato favorito en Camboya es el Amok, un delicioso pescado al curry con leche de coco.
Atravesar las pequeñas y bonitas
aldeas es realmente divertido. Los niños pequeños salen corriendo de sus casas
gritando como posesos “helloooo!” o “bye byeee!”, y no cesan en sus berridos
hasta que respondemos a sus saludos. Es curioso, porque muchas veces empiezan a
gritar mucho antes de que nos acerquemos, tienen un don especial para
detectarnos. En ocasiones oímos sus gritos pero no vemos a nadie, hasta que observando
con atención, identificamos el movimiento de una pequeña cabeza que asoma a lo
lejos, desde la ventana o tras la penumbra de la puerta abierta de una vieja
choza de bambú. Al final del día, ya agotados, acabamos respondiendo con una
simple sonrisa porque las energías no dan para más.
Otros que también se muestran
efusivos son los niños y niñas que van y vienen de la escuela pedaleando sobre
sus bicis y que lucen unas camisas blancas inexplicablemente inmaculadas, todo
un misterio.
Cuando llegamos a algún pueblo
un poco grande, el caos reina en la carretera, con paradas de mercado que casi
invaden la calzada, vehículos en dirección contraria, motos que aparecen de la
nada y personas que se cruzan por todas partes.
Esquivamos multitud de serpientes,
algunas vivas, la mayoría muertas o agonizantes después de haber sido
atropelladas.
Los perros que duermen plácidamente en mitad de la calzada o que
se cruzan súbitamente también nos dan buenos sustos. Afortunadamente estos
perros no son como los tailandeses, no nos persiguen a toda velocidad ladrando
furiosamente y mostrando sus colmillos. En realidad no nos prestan mucha
atención, todo un alivio, y eso se debe a que aquí casi todo el mundo se
desplaza en bicicleta, con lo que estos animales están más que acostumbrados.
Las vacas y los búfalos también
de adueñan de la calzada de tanto en tanto.
Los vehículos que circulan junto
a nosotros, unos motorizados y otros tirados por animales, van increíblemente cargados
con todo lo imaginable. Muchos se sitúan a nuestro lado y tratan de mantener,
sobre la marcha, una absurda conversación que no nos lleva a ninguna parte,
pero es gracioso.
La carretera muestra carteles
que condenan la violencia, especialmente la de género. Otros exhortan a la
población a entregar las armas que todavía poseen tras tantos años de guerras.
Una sensación verdaderamente desconcertante
es pedalear durante más de cien kilómetros a través de una solitaria carretera
flanqueada por infinitos campos minados en los que cada pocos metros aparecen
pequeños carteles rojos que muestran una calavera e indican “Danger. Mines.”
Las tierras presentan un aspecto salvaje y extraño tras años sin que nadie se
adentre en ellas. En estas zonas no existen pueblos y ocasionalmente aparece
alguna inexplicable casa. Resulta asombroso que haya quien se aventure a
construir su hogar en medio de esta trampa mortal. Es sobrecogedor ver a los
niños corretear por los alrededores. Pedalear aquí es un tanto claustrofóbico y
uno desea dejar de ver los aterradores cartelitos rojos lo antes posible,
siempre rezando porque nada en la bici falle ahora y nos deje en este lugar más
tiempo del necesario.
Nos levantamos muy temprano para
aprovechar las primeras luces y evitar pedalear a las horas de máximo sol,
durante las cuales paramos a comer en algún pueblo y a echar una reconfortante
siesta a la sombra sobre alguna hamaca.
Continuamos pedaleando por la
tarde y cuando nuestras piernas empiezan a decir basta o cuando falta poco para
que caiga la noche, empezamos a preguntarnos dónde vamos a dormir. Lo de los
hoteles lo hemos descartado, básicamente porque no existen, salvo en algunos
pueblos grandes o ciudades, justamente lo que intentamos evitar. Además, el
motivo de viajar en bici no es otro que el de tratar de acercarnos todo lo
posible a la gente, así que eso es lo que hacemos.
El ritual de muchos días es
curioso y se repite con frecuencia. Llegamos a alguna pequeña aldea,
seleccionamos una casa fijándonos en si tiene hierba y algún lugar plano donde
montar la tienda. Es más seguro dormir junto a una casa. Nos acercamos. La
gente y los niños empiezan a sonreír y a saludar efusivamente, como siempre,
pero esta vez algo es diferente para ellos. Normalmente sólo están
acostumbrados a ver y a saludar a los turistas que pasan en autocar frente a
sus hogares o incluso a algunos pocos que van en bici, pero después de los
saludos siempre pasan de largo. Pero ahora paramos y nos dirigimos hacia ellos.
Sus caras empiezan a cambiar y sus sonrisas van desapareciendo, los niños se
esconden. Nunca han visto a un extranjero tan de cerca y menos tratando de
estrechar sus manos.
Lo siguiente es intentar pedirles permiso para montar la
tienda junto a su casa, lo que suele llevarnos un buen rato. Sólo hablan la
lengua jémer, absolutamente nada de inglés, no saben lo que es una tienda de
camping y no entienden si queremos quedarnos ahí a pasar la noche o toda la
vida. Cuando todo queda aclarado, la respuesta es siempre afirmativa. Mientras
montamos la tienda, empieza a aparecer gente por todas partes. Vienen para
presenciar alucinados el acontecimiento que supone el montaje de un nuevo y
misterioso invento que se clava en el suelo y se convierte en una pequeña casa.
Poco a poco nos van viendo como seres inofensivos. Tratamos de explicarles
nuestra ruta ayudándonos de un mapa, pero no sabemos con certeza si entienden
algo o tan solo asienten y sonríen protocolariamente. Los niños también se
acercan y empezamos a jugar con ellos. Cuando ya todo el mundo se siente seguro
a pesar de nuestra presencia, aparece alguien que nos viene a decir algo así
como: “esta noche va a caer un buen
chaparrón, así que meteros en la casa que os hacemos un rinconcito bueno para
que durmáis a gusto”, o eso es lo que interpretamos nosotros, así que a
desmontar la tienda y para la casa. Y eso ocurre siempre, día tras día la misma
función. Curiosamente nunca llueve. Ya en el interior de las espartanas
viviendas, nos dan de cenar, normalmente arroz con carne de dudosa procedencia,
pero que a estas alturas y con el hambre que arrastramos a esas horas, no se le
hacen ascos. Solemos llevar frutas o galletas para poder compartirlas.
Nos
duchamos con un cazo mediante el agua de unas grandes tinajas que siempre
reposan en el exterior.
En algunas casas viven pequeñas familias y en otras incontables personas. Tratamos de mantener alguna conversación a un nivel muy básico, pero aquí no conocen a Messi o a Cristiano Ronaldo, así que los temas recurrentes de siempre no tienen cabida y todo se limita a saber quién es hijo de quién, si nosotros estamos casados, si tenemos hijos o si somos de América, uno de los pocos lugares que conocen que no esté por aquí cerca. Y lo conocen porque les bombardearon sin piedad durante la guerra de Vietnam, así que no esperamos ni un segundo en explicar: “no, no, América, no. Europe, Europe”.
En algunas casas viven pequeñas familias y en otras incontables personas. Tratamos de mantener alguna conversación a un nivel muy básico, pero aquí no conocen a Messi o a Cristiano Ronaldo, así que los temas recurrentes de siempre no tienen cabida y todo se limita a saber quién es hijo de quién, si nosotros estamos casados, si tenemos hijos o si somos de América, uno de los pocos lugares que conocen que no esté por aquí cerca. Y lo conocen porque les bombardearon sin piedad durante la guerra de Vietnam, así que no esperamos ni un segundo en explicar: “no, no, América, no. Europe, Europe”.
Alguna vez nos han sacado algún
licor de destilación casera que sabe a rayos pero que es lo mejor antes de
acostarse. Solemos dormir sobre una esterilla en el suelo o sobre una
plataforma fabricada con cañas de bambú, ambas opciones incomodísimas, pero
entre el cansancio y el orujo caemos rendidos temprano, lo que es toda una
suerte, porque a partir de las cuatro de la mañana ya no hay quien duerma. A
esa hora, los gallos montan su particular fiesta, los perros se les unen y la
actividad empieza en la casa.
La única vez que no nos hicieron
pasar dentro de la casa, curiosamente cayó un chaparrón apocalíptico, de esos
con vientos huracanados que hacen que todo vuele y las palmeras se doblen como
muelles, con muchos truenos y mucha agua. Al final también tuvimos que dormir
en la casa. Como no esperaban huéspedes, el padre de familia cogió su pequeña
moto y se fue al pueblo más cercano en mitad de la tormenta para comprar algo
para cenar, a pesar de que le pedimos que no lo hiciera. Volvió empapado y nos
prepararon un riquísimo arroz con pescado fresco. Se nos hace extraño observar
este tipo de actuaciones tan generosas y desinteresadas, muy poco habituales en
nuestra sociedad. Pero como siempre, los que menos tienen son los que más dan.
Los templos son otro buen lugar
para pernoctar.
Llegamos a Phnom Penh, la
capital del país, cuando nuestro cuentaquilómetros marca nuestros primeros mil
quilómetros.
La razón de haber llegado aquí no es otra que descubrir algo de la historia reciente camboyana y conocer las atrocidades cometidas por el régimen de los Jémeres Rojos durante los años setenta.
Los Jémeres Rojos fueron la
organización guerrillera comunista liderada por Pol Pot que tras la guerra de
Vietnam tomó el poder en Camboya, pasando a llamarse llamarse Kampuchea
Democrática. Pol Pot fue el principal responsable del denominado genocidio
camboyano, quien durante los cuatro años que duró su gobierno,
exterminó a una cuarta parte de la población del país. Los habitantes de las
ciudades y de las poblaciones principales fueron obligados a ir al campo,
tratando de formar un estado totalmente agrario y aislado del mundo con una
economía autosuficiente. Se inició la aplicación de un comunismo radical de
inspiración maoísta como nunca antes se había llevado a cabo. Se abolió la
moneda y el mercado, volviendo al trueque, se acabó con las escuelas, con las
infraestructuras de las ciudades y se convirtió a toda la población en
cultivadores, tratando de destruir la civilización y la cultura urbana. Se
atacó a la religión y se luchó contra lo que Pol Pot denominó el “enemigo
oculto”, es decir, todo aquel que consideró contrario a su plan. Para ello se
llevaron a cabo torturas sistemáticas, continuas ejecuciones extrajudiciales y
programas específicos de genocidio contra grupos religiosos y minorías étnicas
y sumisión a trabajos forzados. Todo ello generó hambrunas y epidemias que
nunca fueron atendidas.
Este periodo concluyó en 1979
con la invasión vietnamita y el paso a la clandestinidad de Pol Pot y los
suyos. Actualmente un tribunal internacional está juzgando en Phnom Penh a los
líderes supervivientes del régimen por genocidio y crímenes contra la
humanidad.
Pol Pot murió en 1998, a los setenta y tres años, en medio de la selva camboyana.
En la ciudad visitamos la
desafortunadamente célebre prisión de Tuol Sleng.
Sin duda, el lugar más
siniestro y terrorífico que jamás hemos contemplado. Fue un colegio
reconvertido a centro secreto de interrogatorios, torturas y ejecuciones, creado
por el régimen para eliminar a los enemigos del estado. Por aquí pasaron más de
veinte mil personas, de las cuales sólo sobrevivieron doce, entre ellas, cinco
niños. Todo sospechoso era arrestado con su familia y después de ser torturados
hasta que confesaban ser enemigos del régimen, eran ejecutados.
Cuando las tropas vietnamitas
liberaron Phnom Penh en 1979, encontraron la prisión con los últimos
prisioneros ejecutados y varios niños escondidos tras una pila de ropa. El
director y los verdugos habían huido. En la prisión se conservan todas las
fotografías, expedientes y registros de las torturas y ejecuciones de los
prisioneros, toda una evidencia de las atrocidades cometidas. Las celdas y las
habitaciones de tortura permanecen tal y como se encontraron.
Al recorrer estas carreteras es fácil encontrar multitud de caminos señalizados que se desvían hacia lo que fueron antiguos campos de exterminio y fosas comunes de los Jémeres Rojos, que actualmente pueden visitarse y en los que se encuentran los restos óseos de miles de víctimas de aquel tiempo.
Ahora, cada vez que dormimos en
alguna casa, nos es inevitable mirar a la gente de otra manera y ponernos en su
lugar tratando de entender el horror que vivieron. Nos infunden mucha pena,
pero también un profundo respeto.
Alguna vez, comiendo en algún
restaurante perdido en alguna carretera, algún anciano ha venido a darnos la
mano casi reverenciándonos sólo por ser extranjeros. Eso nos hace sentir realmente
incómodos, no entendemos que es lo que
nos hace admirables para ellos, cuando somos nosotros quienes deberíamos
agachar nuestras cabezas ante gente que ha vivido semejante experiencia.
Continuamos la ruta hasta el
sur, donde alcanzamos las playas que baña el golfo de Tailandia.
Volvemos a poner rumbo norte.
Nuestro objetivo es remontar el impresionante río Mekong hasta llegar a la
frontera con Laos. Para eso debemos abandonar el asfalto para recorrer incómodos caminos de tierra que
en algunos tramos se convierten en barrizales impracticables debido a las
lluvias.
Aún así, el paisaje con el río siempre a nuestra izquierda es maravilloso. En algunos tramos, el Mekong reclama ya desesperado la pronta llegada de la estación monzónica.
Por estas zonas ya no es tan fácil encontrar comida, aunque la fruta siempre abunda.
Al pasar junto a una casa en la que se celebra una gran fiesta nos han hecho gestos para que pasemos a comer. En el exterior de la vivienda, la gente se reúne en torno a un par de grandes mesas mientras que otros cocinan a unos metros de distancia. Nos sirven un banquete y comemos entre risas y tratando de saber qué es lo que se está celebrando. Después de comer todavía no lo hemos averiguado.
Súbitamente aparece un hombre y nos hace gestos para que entremos en el interior de la casa y hagamos una ofrenda al difunto. Increíble, toda esta gran fiesta es un funeral y el fallecido está aquí al lado de cuerpo presente mientras sus familiares comen, beben y ríen. Menudo contraste con nuestra forma de gestionar estos trances. Finalmente no ha sido necesario entrar a honrar al difunto. Nos despedimos confusos, alucinados y con el estómago muy lleno.
Todo este territorio está repleto de enormes campos de tabaco. Es habitual ver a los niños seleccionando y agrupando las hojas que después se colgarán a secar.
Aún así, el paisaje con el río siempre a nuestra izquierda es maravilloso. En algunos tramos, el Mekong reclama ya desesperado la pronta llegada de la estación monzónica.
Por estas zonas ya no es tan fácil encontrar comida, aunque la fruta siempre abunda.
Al pasar junto a una casa en la que se celebra una gran fiesta nos han hecho gestos para que pasemos a comer. En el exterior de la vivienda, la gente se reúne en torno a un par de grandes mesas mientras que otros cocinan a unos metros de distancia. Nos sirven un banquete y comemos entre risas y tratando de saber qué es lo que se está celebrando. Después de comer todavía no lo hemos averiguado.
Súbitamente aparece un hombre y nos hace gestos para que entremos en el interior de la casa y hagamos una ofrenda al difunto. Increíble, toda esta gran fiesta es un funeral y el fallecido está aquí al lado de cuerpo presente mientras sus familiares comen, beben y ríen. Menudo contraste con nuestra forma de gestionar estos trances. Finalmente no ha sido necesario entrar a honrar al difunto. Nos despedimos confusos, alucinados y con el estómago muy lleno.
Todo este territorio está repleto de enormes campos de tabaco. Es habitual ver a los niños seleccionando y agrupando las hojas que después se colgarán a secar.
Hoy el camino de
tierra se ha vuelto solitario. Las aldeas se han ido espaciando hasta acabar
desapareciendo por completo. Tan solo hay tierra, frondosa vegetación a ambos
lados y un enorme nubarrón negro amenazante al fondo, frente a nosotros, como
tratando de advertirnos que es mejor dar marcha atrás.
Continuamos
pedaleando y unos cuantos kilómetros más tarde empiezan a aparecer pequeñas
casas de bambú, primero aisladas y después más agrupadas, pero aún así, no muchas.
Aquí no existen
los efusivos “hello!”, sólo miradas
extrañas y curiosas. Los niños huyen despavoridos y algunos se quedan
paralizados con la mirada atónita. No parece que esta sea una ruta muy
transitada por extranjeros. Poco a poco el camino va estrechándose hasta acabar
convirtiéndose en un angosto sendero. Seguimos dejando atrás viviendas y a sus
habitantes que parece que estén viendo dos naves espaciales pilotadas por dos
extraterrestres. Un buen rato después, el camino alcanza una casa y termina bruscamente.
Se acabó, no se puede continuar. Tras esa casa sólo hay selva, aunque sus
habitantes nos indican por gestos que si retrocedemos, encontraremos un pequeño
sendero que lleva a un pueblo que figura en nuestro mapa. Es extraño porque no
hemos visto ese camino al venir. Damos media vuelta y fijándonos bien
descubrimos ese estrecho y camuflado sendero. Empezamos a pedalear a través de
él. Al poco estamos rodeados de una frondosa y rabiosa vegetación que lo
oscurece todo y que no nos permite ver más allá que los dos siguientes metros.
Las bicis avanzan lentamente y a trompicones.
La atmósfera se ha vuelto muy
húmeda y densa. Se escuchan mil sonidos extraños y empezamos a observar raras y
preciosas aves de llamativos colores. Termiteros de más de tres metros de
altura aparecen de tanto en tanto, es lo único que distinguimos entre la espesa
maraña verde. Nos hemos metido de lleno en la selva. Al rato alcanzamos una
zona donde cuatro o cinco enormes árboles muestran su tronco carbonizado y
humeante, alguno de ellos se ha reducido casi a cenizas. Seguramente la causa
sea la tormenta eléctrica que anoche debió azotar esta parte y que observamos a
mucha distancia desde la casa donde dormimos ayer. Pedaleamos ahora entre
lianas y ramas que estrangulan a otras ramas, que a su vez engullen a otras, en
una competición parásita.
El camino empieza
a difuminarse y eso en la jungla y sin guía no es nada bueno, y, además, se
bifurca, lo que es aún peor. Aquí es muy fácil desorientarse. Está claro que el
siguiente paso es perdernos, y el posterior ya no se sabe. Ante el riesgo que
implica continuar y muy a nuestro pesar, decidimos volver atrás. No hay nada
peor que tener que despedalear lo pedaleado, pero si los nubarrones no nos
disuadieron, la jungla sí que lo ha hecho. Uno se siente verdaderamente
vulnerable ahí adentro.
En un par de
horas llegamos al pueblo más cercano y Claudia se empieza a encontrar mal. Nos
detenemos en una parada de refrescos para hidratarnos. Claudia decide tumbarse
sobre una plataforma de madera que se encuentra detrás de lo que parece un
pequeño y rudimentario consultorio de enfermería. Dolor abdominal, diarrea y
39, 7 grados de fiebre son los síntomas. Mal panorama.
Empezamos con el paracetamol
y pedimos hielo en la parada de refrescos para intentar conseguir que la fiebre
descienda. La encargada del consultorio, al vernos, se ofrece a ayudarnos y
sugiere administrar suero intravenoso, que es lo que lleva haciendo todo el tiempo
con toda la gente que acude a la consulta. Le decimos que no es necesario, que
ya tenemos medicación y que podemos solucionarlo nosotros. La señora, que
recuerda a las antiguas practicantes, insiste en la medicación intravenosa,
pero al ver que no estamos por la labor, se pone a cocinar unos sapos a la brasa
junto a nosotros, mientras con la otra mano mece a su hija pequeña que duerme
sobre una hamaca.
Anoche bebimos
bastante agua que nos ofrecieron en la casa donde dormimos, seguramente no
estaba bien hervida, y eso parece ser la causa más probable de lo que está
sucediendo. Eso pasa cuando se baja la guardia, pero después de tanto tiempo
viajando es casi inevitable.
La fiebre remite
y Claudia se encuentra mejor, pero aún así decidimos seguir descansando en el
consultorio porque en el pueblo no hay nada parecido a un hotel, que es lo que
mejor nos vendría ahora. Un rato después la fiebre sube de nuevo y empieza a
ser muy difícil bajarla con nuestros medios. Lo peor es que tiramos el ciprofloxacino
(un antibiótico que ahora sería clave) cuando tuvimos que aligerar las mochilas
antes de iniciar la ruta en bici. La cosa se pone fea, sobretodo porque estamos
en un pequeñísimo pueblo a orillas del Mekong camboyano, alejados de todo y sin
saber si la situación va a ir a mejor o a peor a lo largo de la noche, porque aunque
todo indica que se trata de algún virus gastrointestinal, por estas latitudes,
cuando aparece la fiebre alta, empieza a rondar por la cabeza la palabra
malaria. Y en eso no queremos ni pensar.
Tratamos de
ponernos en contacto con nuestro seguro médico para que estén al corriente de la
situación por si todo empeora, pero nos es imposible. Me doy una vuelta por el
pueblo para ver si localizo algo que nos pueda ayudar y encuentro un pequeño
hospital. Entro a preguntar y me recibe un tipo sin camiseta. Trato de explicar
lo que ocurre y avisa a una chica con bata blanca que sólo hace que reír porque
no parece entender nada, aunque mis gestos intentando describir el dolor de
barriga, la diarrea y la fiebre, son bastante claros y explícitos. Me indica
que traiga a Claudia. No sé qué inspira más confianza, si este hospital o la
consulta de la señora de los sapos.
Parece que
Claudia empieza a encontrarse mejor, pero como no tenemos donde dormir, ni
ciprofloxacino, ni la certeza de que la situación vaya a ir a mejor, decidimos
acercarnos al “hospital”, a ver cuáles de todas esas cosas podemos solucionar.
Allí se encuentran el hombre descamisado, que es como el vigilante, celador,
ayudante y lo que haga falta, y dos chicas con bata blanca que desconocemos si
son médicos, enfermeras o auxiliares, y no hay forma de averiguarlo, la comunicación
está siendo bastante inefectiva. Le pregunto a una si es médico y se echa a
reír, no sé si como queriendo decir: “¡pero
tu dónde te crees que estás!”, o es que no entiende nada de lo que le digo.
Al minuto de
llegar y casi sin dejar que nos expliquemos, ya traen la medicación intravenosa,
el catéter y el palito del suero. Qué fijación tienen aquí en meterlo todo por
la vena. Le explicamos que ya se encuentra mucho mejor y que está bien
hidratada porque ha bebido mucha agua durante todo el día, que no es necesario
el suero, que sólo queremos descansar y estar en el hospital para valorar la
evolución. Y la otra, dale que dale con que hay que poner un suero. Y yo que
no, que no hace falta. Entonces empieza a tomarle el pulso. Veo que cuenta los
latidos durante quince segundos para luego multiplicar por cuatro y así
calcular las pulsaciones por minuto. Cuenta veinte latidos en quince segundos y
se apunta la multiplicación (20 por 4) en la palma de la mano, porque no
es capaz de resolverla de cabeza. Y lo peor es que el resultado le da ochenta y
cuatro. Entonces es cuando ya alucinamos y le digo, ya muy en serio, que ni
sueros ni nada, que soy médico y que vamos a esperar.
Al rato aparece
con una bolsita llena de pastillas, unas blancas y otras rosas. Fácilmente me
explica que las blancas son paracetamol, pero las rosas, no hay manera. Dice
que se las tome, y yo: “qué no, que ya le
he dado paracetamol y las pastillas rosas no sabemos lo que son”. Y ella: “¿a qué hora se lo ha tomado?”, y yo: “a las tres”, y ella: “¿hace tres horas?”, y yo: “no, hace tres horas no, que se lo he dado a
las tres”, y ella: “qué se las tome”,
y yo: “qué no”. Y en una de éstas
consigue explicarme que las pastillas rosas son ciprofloxacino. Podría haber
empezado por ahí. ¡Qué se las tome!
Claudia ya se
encuentra muchísimo mejor, ya tenemos antibióticos y ahora sólo falta
solucionar dónde vamos a dormir, pero sin tener que decir nada, la chica de la
bata blanca nos ofrece dormir en una pequeña consulta del hospital. ¡Genial!,
todos nuestros problemas se han solucionado.
A estas alturas
ya hemos averiguado que la chica no es médico, si no enfermera. Y la otra chica
debe ser una auxiliar o una enfermera en prácticas. Resulta que aquí no hay
médicos en estos hospitales, sólo están en las grandes poblaciones o ciudades.
Me acerco un
momento al pueblo para comprar unas coca-colas para las chicas de la bata
blanca y para el hombre descamisado. Al regresar, se han metido en una consulta
con una paciente. Pasan allí un buen rato, y súbitamente empezamos a escuchar
lloros de bebé. Me asomo a la ventana de la consulta y no lo puedo creer. La
chica que no sabe multiplicar y su ayudante acaban de asistir un parto y, por
supuesto, sin monitorizaciones, ni epidural, ni esterilidad, ni demás “pijadas”.
Con un par… Y la madre ni un gemido, aunque probablemente fuera su quinto o
sexto hijo. Menos mal que no han requerido mi ayuda por haberles dicho que era
médico, si no ya hubiera sido el colofón perfecto para un día inolvidable.
Al rato sale la
abuela con un bebé precioso. El marido se lleva a casa en brazos a la
parturienta, que a su vez sujeta un palo de bambú del que pende una botella de
suero. Y salen las dos chicas de las batas blancas, que ahora son rojas. Se las
quitan, se suben los vestidos y se empiezan a lavar la sangre de las piernas
dentro de un barreño en el jardín del hospital. Con un par…
Yo, alucinando con
todo el show y mientras, Claudia montando la tienda encima de la cama de la
consulta para que no le piquen los mosquitos. Con otro par…
Nos vamos a
dormir deseando tener mañana un día normal.
Al amanecer
Claudia está perfecta, así que continuamos nuestra ruta. Hoy tocan 135
kilómetros.
Dos días después
alcanzamos la frontera con Laos, y allí descubrimos que nuestros visados de
entrada al país han prescrito, pero eso ya es otra historia.