Un país de contrastes



A lo largo de dieciocho horas, surcamos las serenas aguas del Mar de Cortés, refugiadas entre las costas que moldean el Golfo de California. Un enorme y viejo ferry francés nos traslada desde el puerto de Pichilingue, en La Paz, hasta la ciudad de Mazatlán, en el estado mexicano de Sinaloa. Poco después de traspasar la línea imaginaria que establece la posición del Trópico de Cáncer, desembarcamos en esta agradable urbe, en la que parece que el calor se revela igual de aguerrido que el que hemos sufrido a lo largo del último mes en Baja California.
En Mazatlán nos reciben y hospedan Abel e Hiram, dos hermanos que nos hacen sentir como en casa. Con ellos descubrimos la atractiva arquitectura colonial de las viejas calles del casco antiguo y recorremos el infinito malecón que se alarga enfrentando las animosas aguas del Pacífico.




Aquí debemos dar el adiós definitivo a este temperamental océano que nos ha estado escoltando desde Australia. Han sido muchos meses pedaleando en su compañía y ha llegado el momento de separar nuestros caminos. El plan consiste ahora en abandonar la costa Pacífica partiendo hacia el interior de México, para después atravesar unos cuantos miles de kilómetros de este descomunal país hasta alcanzar el litoral opuesto, el Mar Caribe. Pero aún falta mucho por descubrir y por pedalear antes de poder sumergirnos en las cálidas aguas caribeñas.
Después de tres relajadas jornadas en Mazatlán, nos despedimos de nuestros amigos tras una última noche de cine casero aderezada con helado y palomitas. Cuánto lo echábamos de menos.


Iniciamos ya la ruta que ahora se antoja infinita pensando en los miles de montañosos kilómetros que deberemos superar.
Una vez abandonada la ciudad aprovechamos la aparición del municipio de Villa Unión para tomar una pausa. Descansamos en la escueta sombra que ofrece la plaza del pueblo, siendo pasto de las curiosas miradas y comentarios de los lugareños. Un vendedor de periódicos circula en un pequeño ciclomotor desde el que unos estruendosos altavoces radian las noticias del día de ayer. Como si de una retransmisión futbolística se tratara, se narra vehementemente, en tiempo presente y a todo volumen, el asesinato de un joven que fue acribillado por unos sicarios ayer tarde en Mazatlán. Nosotros permanecemos atónitos ante el dantesco espectáculo, mientras un montón de niños corretean por la plaza. Afortunadamente parece que sus juegos los mantienen ajenos a las espeluznantes noticias, o quizás es que ya están acostumbrados, porque parece que esto es el pan nuestro de cada día. Algún transeúnte sucumbe al escandaloso y tosco marketing sensacionalista del kioskero motorizado y se acerca a comprar alguno de estos periódicos de escalofriantes portadas.
Sinaloa está considerado el estado cuna del narcotráfico, pero todo México se desangra en una guerra permanente y sin final previsible entre los carteles de la droga que mantienen sumido al país en una espiral de violencia continua. En Baja California, el miedo y la violencia eran mucho menos perceptibles, pero aquí, desgraciadamente, son muy palpables.
Circulamos ahora por la autopista de peaje, que se presenta tranquila y con un amplio arcén. Además, las bicis no pagan, de hecho, en teoría están prohibidas. El problema es que es un tanto aburrida. Casi todo lo interesante se encuentra en la carretera libre (gratuita), pero esa es muy estrecha, no tiene arcén y el tráfico da miedo, así que la elección ha sido sencilla.


Abrasados por el sol, nos entretenemos observando a las enormes iguanas que disfrutan del calor que nosotros aborrecemos y que huyen a través de los márgenes de la pista al percibir nuestra presencia. Algún que otro correcaminos se cruza repentinamente frente a nosotros. Cada poco tiempo aparecen enormes vehículos todoterreno repletos de policías vestidos de negro con sus rostros ocultos. Visten chalecos antibalas y van armados hasta los dientes. También observamos camiones atestados de militares.
La buena noticia es que empezamos a ver grandes árboles, algo insólito en el último desértico mes. Eso nos da la tranquilidad de saber que podemos optar a una sombra en caso de necesidad, todo un lujo.
Abandonamos la autopista por un rato para comer y descansar en el pueblo de Rosario. Hace demasiado calor ahora.



Unas horas después de reanudar la marcha llegamos a Escuinapa de Hidalgo, el lugar donde tenemos intención de pasar la noche. 


Damos unas cuantas vueltas por el bonito centro del municipio a la espera de encontrar alguna vivienda que tenga patio y pedir permiso para plantar la tienda, pero estas casas son pequeñas y carecen de espacio donde montar campamentos. De manera que decidimos alejarnos un poco y probar en las afueras. Allí las casas, aunque bastante pobres, disponen de un pequeño terreno alrededor. Mientras consultamos a la anciana propietaria de una de estas viviendas, una chica que conduce una moto se acerca a nosotros para interesarse por el motivo de nuestra presencia en este lugar. La ponemos al corriente de nuestras necesidades y nos explica que estamos en un barrio muy poco recomendable y nos pide que la sigamos. Pedaleamos tras ella y nos conduce a un patio de vecinos que se asienta en una zona más céntrica, donde nos presenta a algunas de las personas que aquí viven. Por primera vez sentimos que la gente manifiesta algún temor a la hora de dejarnos acampar. Medio en broma, pero con clara intención, las señoras, intrigadas por nuestra súbita aparición, nos interrogan …¿y ustedes no traerán malas intenciones?...
La desconfianza suele ser muy reveladora, y eso no nos gusta, pero así están las cosas por aquí. La gente no tiene más remedio que tomar precauciones.
Nos lleva un rato convencerlas de que somos buenos y, poco después, cuando todo el mundo está ya más relajado, nos vemos rodeados de vecinos que nos invitan a algunas de las diferentes delicias típicas de la zona, como el cebiche de camarón (gambas).




Se muestran muy sorprendidos por nuestro viaje: …¿y por qué viajan así, acaso por una promesa?…y ustedes tienen mucho valor… pero cuando lleguen a algún pueblo nunca vayan a las orillitas, siempre pregunten en el centro, nunca en las orillitas…y tengan mucho cuidado que todo está muy peligroso…y ustedes, si no son mexicanos ¿cómo es que hablan tan bien el español?…
Al final todo el mundo quiere ayudarnos. De una casa nos llaman para cenar, de otra nos avisan para tomar café, de otra para ducharnos. Incluso acabamos durmiendo en el interior de una de estas viviendas, no sin antes dar un paseo por el centro para descubrir el monumento más importante del pueblo. Aquí casi todo el mundo se desplaza en bicicleta. 


Por la mañana, la propietaria de la casa donde hemos dormido empieza temprano a preparar los tamales de camarón que más tarde venderá en el mercado. 



Nos ofrece un buen desayuno y después todo el mundo se acerca a despedirnos. Nos regalan un montón de comida antes del adiós: …rezaremos para que lleguen bien a su destino y esperamos que vuelvan algún día, aquí tienen su casa…
Continuamos pedaleando entre plantaciones de mangos. Una larga etapa de más de ciento treinta abrasadores kilómetros nos lleva a un nuevo lugar donde dormir esta noche. Hoy pernoctaremos en un sitio inédito. Montamos la tienda en una de las casetas (peajes) de la autopista, cerca del pueblo de Ruiz. Hay césped mullido, lavabos y agua fría, no hace falta más. Además, un par de policías montan guardia toda la noche. Igual que mucha otra gente, nos hablan de los peligros del país, de los narcos, de las ejecuciones constantes, de los secuestros, de la delincuencia común y de un montón de cosas que ya nos estamos cansando de escuchar. Unos en su afán por sobreprotegernos y otros porque parecen disfrutar narrando historias escabrosas, al final decidimos que lo mejor es escuchar lo justo, tomar las precauciones lógicas y no obsesionarnos, porque tanto peligro, peligro, peligro, acabaremos por caer en un estado de paranoia permanente.


Madrugamos mucho para intentar superar un desnivel de casi mil metros antes de que el sol nos cueza. Ésta va a ser la primera de las muchas etapas de dura montaña que nos esperan. Aunque no sabemos a qué temer más, si a la Sierra Madre Occidental o al calor.
Iniciamos el ascenso y poco después encontramos una lonchería en la que decidimos parar a tomar un café y descansar antes de encarar la parte más exigente del día.
Consultamos a la dueña del pequeño comedor acerca de la empinada subida que sabemos que nos aguarda. Para nuestra sorpresa, la mujer responde: …nada, nada, no se preocupen, lo que les queda ahora es todo parejito, parejito (planito)…
Nos parece muy raro, porque antes de cada etapa siempre nos informamos acerca del perfil topográfico en internet y, en teoría, lo que viene ahora es un ascenso infernal. Puede que cometiéramos un error y lo consultásemos mal. De hecho, esta señora vive aquí, lo debe saber mejor que nadie. De cualquier forma, aunque un tanto incrédulos,  las palabras de la mujer nos relajan y nos alegran.
A los pocos minutos, la alegría y la relajación se achicharran en el ardiente asfalto de esta estirada e inclinada pendiente que parece nunca acabar. Y unas agotadoras horas después, exhaustos, alcanzamos la ciudad de Tepic, capital del estado de Nayarit, con nuestra mente rabiosamente invadida por la imagen de la dueña de la lonchería diciendo parejito, parejito. Volvemos a contrastar que hay que poner siempre en cuarentena la información proveniente de quien siempre viaja en coche. Pueden recorrer durante años la misma empinada carretera y no percibir el más mínimo desnivel.
Callejeamos un poco por el bonito centro de la ciudad, presidido por una imponente catedral neogótica.


Más tarde acudimos al encuentro de Cuauhtémoc que, junto con su hermana Daena, nos hospedan en su acogedora casa.


Nos quedamos un par de días disfrutando de esta simpática urbe, gozando de la gastronomía del lugar y de la hospitalidad y la simpatía de toda esta buena gente que nos está alegrando la estancia en Tepic.




Volvemos a la carretera, a ascender y descender montañas tostándonos bajo el sol. Hoy la ruta se presenta pintoresca debido a la singular aparición de varios volcanes que escoltan nuestro camino.





Un descenso de diez kilómetros a sesenta y cinco kilómetros por hora nos acerca al desvío hacia el pueblito de Jala, donde queremos parar a comer y descansar. Pero aparece un todoterreno que nos hace señas para que nos detengamos. En él viajan Francisco y Ana, un matrimonio de Guadalajara que se dirige a Tepic. Después de presentarse, nos explican que su hijo de dieciocho años está preparando un viaje en bicicleta desde Alaska hasta México, partirá dentro de un mes. Los padres, evidentemente, están un tanto preocupados y muy interesados en hablar con nosotros y en que charlemos con su hijo, así que nos invitarán a comer dentro de un par de días, cuando lleguemos a Guadalajara.
Nos adentramos en la peculiar villa de Jala, uno de los considerados pueblos mágicos de México. Y realmente lo es. Callejuelas adoquinadas, arquitectura colonial, fachadas coloridas, apacibles aldeanos y prominentes montañas como telón de fondo.











Después de comer y de descansar un rato en este atractivo escenario, pedaleamos un poco más hasta divisar Ixtlán del Río. Encaminamos nuestras ruedas hasta el centro de la población, donde descubrimos que no hay patio en las casas, al menos a la vista, así que el asunto de acampar se complica. Y como no queremos ir a las viviendas de las orillitas, nos dirigimos a la comisaría de policía a ver qué nos recomiendan. Los agentes nos explican que dentro del cuartel no es seguro que nos quedemos, pero que podemos plantar la tienda fuera, en una pequeña placita que ellos vigilan toda la noche. Mientras discutimos qué hacer, ya que si dentro no es seguro, no nos creemos que fuera lo sea, aparece un chico corriendo que se acerca a nosotros y, así por las buenas, nos dice que si estamos buscando un lugar donde dormir podemos quedarnos en su casa. Hasta los policías se sorprenden y deciden tomarle los datos después de que aceptemos el oportuno ofrecimiento.
Joel nos lleva a su casa y nos presenta a sus padres. Son una familia encantadora. Charlamos durante horas y nos invitan a cenar y a desayunar por la mañana. Qué gente tan maravillosa.


Agotamos otra jornada de montañas y achicharramiento en la que penetramos en el estado de Jalisco. Avanzamos a través de campos de agave, la planta a partir de la que se obtienen diferentes licores, entre ellos el popular tequila. 



Y precisamente nos encontramos internándonos en el municipio de Tequila, donde, cómo no, abundan las destilerías de la bebida nacional del país, la más popular de ellas es la de José Cuervo.




En esta bonita población nos aloja el bueno de Mickael, un simpático francés que reside aquí desde hace unos años. Pasamos un agradable día con él y con su novia. Y al anochecer llega el momento del tequila y del teatro callejero.



Por la mañana partimos ya hacia Guadalajara, ciudad que posee la segunda área metropolitana más poblada del país, con unos cuatro millones y medio de habitantes.
Afortunadamente encontramos a Paco, un ciclista que nos ayuda en la siempre complicada tarea de penetrar en una gran metrópolis. Nos acompaña hasta nuestro primer destino en la ciudad, la Casa Ciclista de Guadalajara.


Este maravilloso lugar del que otras ciudades podrían tomar ejemplo, es un pequeño local social para ciclistas desde donde se ponen en marcha un montón de interesantes iniciativas dirigidas a la promoción del uso de la bicicleta, la mejora de infraestructuras, la concienciación de la población, etcétera. Además disponen de un pequeño taller y de un montón de información útil. Y lo mejor para nosotros es que ofrecen hospedaje a los cicloturistas durante el tiempo que necesiten. Así que aquí dormiremos esta noche.
Además, compartiremos el espacio con Cristian y Nati, una pareja de ciclistas argentinos que llevan ya siete años viajando y de los que habíamos oído hablar en algunas de las casas en las que nos hemos alojado desde los Estados Unidos, ya que ellos pasaron por allí antes que nosotros. Por fin los hemos alcanzado.


Telefoneamos a Francisco, el hombre que nos encontramos en la carretera hace un par de días y con quien nos citamos en Guadalajara. Al rato pasa a recogernos y nos invita a una cena impresionante en su casa. Los argentinos también han venido. Sorprendente y milagrosamente, el plato principal es una inverosímil paella que han traído directamente desde un restaurante español y que está deliciosa, o eso creemos, porque hace ya casi dos años desde la última vez que nos comimos una y casi no recordábamos cómo sabe. El caso es que esta cena es un sueño.
Mientras degustamos la exquisitez valenciana charlamos con el hijo de Francisco, que junto con varios primos y amigos, iniciarán pronto su aventura en bici desde Alaska. Tienen mil preguntas y tratamos de aconsejarles lo mejor posible, por suerte contamos con la ayuda de Cristian y Nati, que también tienen mucho que explicar.


En la ciudad tenemos un buen contacto. Se trata de Mónica, una chica estupenda que nos dispensa una acogida tan cálida que convierte nuestro paso por Guadalajara en una experiencia magnífica. Pasamos tres días disfrutando de la sensacional compañía de Mónica y Marilú y de lo bien que se come en su casa, además de pedalear por las interesantes calles de la ciudad, especialmente las de su formidable centro histórico.







Hemos decidido que los algo más de quinientos kilómetros que nos separan de México Distrito Federal no los recorreremos en bici, muy a nuestro pesar. El problema es que el estado de Michoacán está atravesando una situación bastante convulsa. Por un lado están los profesores que se encuentran en plena protesta por la nueva ley de enseñanza y están bloqueando las carreteras, incluso han llegado a secuestrar a varios policías. Por otro lado, el cartel de narcos que domina la zona ha aumentado su fuerza en Michoacán en los últimos meses y la violencia se ha incrementado. Incluso han surgido grupos de autodefensa comunitaria en los que se sospecha que se infiltran personas vinculadas a otros carteles. El caso es que el panorama no invita a pasear tan ricamente en bicicleta por toda esta región.
Por esa razón decidimos que lo mejor es desplazarnos en bus desde Guadalajara hasta el DF. Tras seis horas de trayecto en un confortable bus en el que tan sólo viajamos seis pasajeros, empezamos a contemplar boquiabiertos las primeras superpobladas colinas que rodean la capital del país. Miles de casas de ladrillo gris se amontonan trepando las lomas, casi devorándolas hasta la cima, conformando una imagen sobrecogedora.
Elly y Carlos, autodenominado tío putativo de Claudia, nos esperan en la estación de buses. Envían nuestras bicis en un taxi a su apartamento del DF y nos dirigimos en su coche hacia su casa de fin de semana que se levanta en uno de los denominados pueblos mágicos del país. Se trata del plácido y hermoso municipio de Malinalco, localizado en el estado de Mexico, a casi dos horas del DF.
La hospitalidad que nos dispensan nuestros nuevos anfitriones es insuperable. Carlos y Elly nos tratan como a hijos desde el primer momento.


Malinalco es un colorido remanso de paz que se esconde entre curiosas montañas. Es una maravilla perderse por sus tranquilas calles adoquinadas de las que se levantan un sin fin de coloniales fachadas multicolor. Llama la atención la cruz que, artesanalmente fabricada con ramas de la planta malinalli, pende de las puertas y ventanas de las viviendas protegiendo a estas gentes de las malas artes del diablo.

















También vale la pena visitar el animado mercado de productos frescos de la huerta de la zona. 










Cerca del mercado se levanta un viejo convento agustino que posee unos espectaculares frescos que decoran su claustro.



Aunque la principal atracción de Malinalco es su zona arqueológica, formada por varios edificios donde acudían los guerreros aztecas para llevar a cabo sus rituales de iniciación.



Tras tres maravillosos días de paz, debemos abandonar Malinalco para dirigirnos, junto con Elly y nuestro tío putativo, hacia la gigantesca ciudad de México, una monstruosa y frenética metrópolis que absorbe más de veintidós millones de habitantes en su área metropolitana. Nos alojamos en el cómodo apartamento de nuestros anfitriones, en el agradable barrio de La Roma y desde aquí nos disponemos a descubrir una ciudad que de entrada se antoja abrumadora.
El DF impresiona por todo. Esta ciudad, famosa por su caótico tráfico, su espectacular contaminación, su alta tasa de criminalidad que incluye asaltos, secuestros express y demás lindezas, es a la vez una urbe culturalmente infinita, repleta de incontables y espectaculares museos, de antiguos edificios de arquitectura deslumbrante, de cautivadores y viejos monasterios e iglesias que emergen por doquier, de modernas edificaciones, de bonitas plazas y parques, además de poseer una oferta gastronómica y de ocio interminable. Intentar conocer todo lo que el DF ofrece es una utopía, así que tratamos de ser un poco selectivos con las visitas.
El centro de la ciudad es un hormiguero rebosante de sensaciones. De las viejas calles se alzan un sinfín de edificios barrocos que fascinan tanto por fuera como por dentro. 







Y de entre ellos surgen antiguas ruinas de la gran ciudad azteca de Tenochtitlán que se levantó sobre un lago y que ahora reposa bajo nuestros pies.
El zócalo es una de las más grandes plazas del mundo. Hernán Cortés la pavimentó en 1520 utilizando las piedras que formaban el complejo ceremonial de Tenochtitlán. Desde aquí se obtiene una bonita perspectiva del edificio más icónico del DF, la espectacular Catedral Metropolitana. Es curioso observar la cantidad de electricistas, lampistas, fontaneros y similares que se apostan junto al enorme templo anunciando sus servicios a la espera de clientes.





Ana, amiga de Elly y Carlos, nos acompaña un rato para mostrarnos algunos lugares interesantes y para que degustemos, en un buen restaurante, la comida típica de la capital.


En cuanto a museos, uno no se los acaba nunca. Los más interesantes son el Museo Nacional de Antropología, que es insuperable y fundamental para descubrir el México prehispánico.


El Museo de Arte Popular también resulta sustancioso.


Y algo más flojo, aunque también interesante, es la Casa Azul, donde residieron Frida Kalho y Diego Rivera y que ahora es un museo en el que se pueden visitar las estancias de la casa, diferentes enseres de Frida y algunas de sus obras, desgraciadamente no las más importantes.



A unos cincuenta kilómetros al norte de la ciudad encontramos las fascinantes pirámides de Teotihuacán, la que fue ciudad antigua más grande de México y cuyos inicios se remontan al siglo primero antes de Cristo.
Se conservan dos gigantescas pirámides, la del Sol y la de la Luna, que dominan los restos de la vieja metrópolis.







Y después de pasar unos ajetreados e interesantes días en el DF y tras despedirnos con mucha tristeza de Carlos y Elly, decidimos que ha llegado ya la hora de regresar a los pedales y a las montañas. 
Empieza la parte más dura.