The roadrunners


De igual manera que los cóndores escrutan vigilantes estos montes con su sereno vuelo, así estamos nosotros, relajados como nunca y atentos permanentemente a todo lo que nos rodea. No queremos perdernos nada de este lugar fascinante.
La lógica invernal ha empujado al frío a conquistar los cálidos días que se habían asentado en Big Sur. El blanco que ahora cubre las montañas ha transformado el paisaje en un inusual y bello escenario en el que nieve y océano comparten protagonismo. 



Los ciervos corren veloces buscando zonas más bajas ahora que sus opciones de camuflaje han disminuido y se han convertido en presa fácil de los pumas que habitan estas montañas.


Coyotes y gatos salvajes son otros de los depredadores que de tanto en tanto se acercan a casa al caer la noche atraídos por la presencia de las gallinas, las ovejas y los cabritos.
El transcurso de los días y el paulatino regreso del sol hacen que todo vuelva a ser verde y azul, al tiempo que empiezan a brotar las primeras flores. 


Nosotros, que estamos en un estado como de encantamiento permanente, disfrutamos de todos y cada uno de los detalles que conforman las maravillas que aquí acontecen. El prodigioso aleteo de los colibrís, la percusión rítmica de los pájaros carpinteros que perforan las enormes secoyas, la singular convivencia con los animales de la granja,



los baños en las aguas termales frente al mar bajo la luz de las estrellas, el sol sumergiéndose en el océano, 



la marea que bate con furia esculpiendo esta abrupta costa,



la niebla que emana de las frías aguas en el horizonte y se acerca insidiosa hasta hacer desaparecer los acantilados, 




el estremecedor cielo nocturno, el desgarrador aullido de los coyotes en el silencio de la noche. Todo aquí es alucinante, y no sólo lo que nos ofrece la prodigiosa naturaleza. Más extraordinario, si cabe, es el trato que estamos recibiendo por parte de Carlos y Lygia, los padres de London, que son dos personas maravillosas. 



Es imposible pagarles todo lo que nos están dando, así que, por lo menos, intentamos ayudarles en lo que podemos. Y como aquí el trabajo nunca falta, pues vamos aprendiendo y haciendo un poco de todo: limpiar, pintar, trabajar el huerto, sanear la pastura, ayudar con los animales y muchas otras cosas. 




Aunque lo mejor, sin duda, es el momento de ordeñar las cabras temprano por la mañana para después tomar un buen café con la leche todavía caliente y cocinar los huevos que las gallinas han puesto durante la noche.


Con los dedos de una mano podríamos contar los lugares de este viaje en los que nos quedaríamos para siempre. Sin duda, éste es uno de ellos.
Alguna vez, London, cuando no tiene trabajo, se deja caer por aquí y aprovechamos para descubrir con él los alrededores. No nos queda mucho tiempo para poder disfrutar de nuestro amigo, así que intentamos vivir estos días intensamente.


Poco a poco se acerca el horrible momento de la despedida. Ya llevamos casi un mes en el Rancho Rico de Big Sur, una larga e inolvidable parada. Hasta nos hemos planteado pasar aquí los tres meses de duración de nuestra visa en Estados Unidos. Pero también nos apetece ya volver a la carretera, por mucho que cueste desclavarse de este edén. De forma que planeamos ya la inminente ruta.


Tras una nueva y horrible despedida, nos ponemos en marcha cargados como mulas con los víveres que nos ha preparado Lygia. Continuamos costeando hacia el sur. Los primeros kilómetros sirven para asumir el pesar del adiós reciente y empezar a cambiar el chip. Se acabaron las comodidades y la tranquilidad. Regresamos a la carretera, a sufrir y a gozar.
Pedaleamos entretenidos por la poderosa visión permanente de los brutales acantilados.



Hacemos una desagradable parada para comer y vomitar, ya que el delicioso trozo de pastel de chocolate que me he comido tenía nueces que he descubierto demasiado tarde. Una reacción alérgica ahora sería bastante delicada, ya que estamos a muchísimos kilómetros de algo parecido a un hospital, así que a sacarlo todo y a rezar con el Urbason a mano.
Pasan las horas y ni rastro de alergias. Ha habido suerte.



Al circular junto a una playa, descubrimos una inmensa colonia de elefantes marinos que se calientan al sol. Impresiona el descomunal tamaño de los machos.



El final de la etapa llega temprano, el viento nos ha estado empujando fuerte.
Nos quedaremos en el camping del pequeño pueblo de San Simeon, donde reservan una zona para ciclistas y caminantes a un precio mucho más bajo que la tarifa normal. La ventisca es terrible y el área donde debemos acampar está muy expuesta, así que decidimos poner la tienda en la parte cara, que se encuentra más protegida. Al poco aparece el ranger que vigila todo esto pidiendo explicaciones sobre por qué hemos montado nuestra tienda donde no toca. Seguimos el consejo que nos dio London para afrontar esta clase de situaciones, que básicamente consiste en decir sorry, no english, only spanish y parecer lo más tontos posible. Y funciona. Al final, el ranger, creyendo que no nos enteramos de nada, acaba desistiendo, y con un ok, ok y una medio sonrisa se marcha, seguramente pensando que somos muy cortitos, y nos deja donde estamos, que es lo importante.
Por la noche no es fácil pegar ojo, los mapaches pretenden colarse en la tienda atraídos por nuestra comida.
El nuevo día propone una etapa no excesivamente interesante. Atravesamos unos cuantos pueblos demasiado turísticos para nuestro gusto. Sufro el segundo pinchazo en dos días, curioso si se tiene en cuenta que en casi once mil kilómetros tan sólo había pinchado una vez. Claudia algo así como en quince ocasiones.
Al no haber mucho que ver, uno se fija en los animales atropellados. Es una pena conocer así la fauna del lugar, pero es curioso observar cómo el asfalto se convierte en una especie de muestra zoológica y cómo ésta varía de un país a otro. Aquí se ven coyotes, ciervos, mapaches y, sobretodo, mofetas, que apestan.
También llaman la atención los cazas que surcan los cielos de tanto en tanto con su ensordecedor estruendo.
Otra curiosidad es observar a muchos vagabundos que, igual que nosotros, se mueven en bicis cargadas con todas sus pertenencias. A veces no es fácil distinguirlos de los cicloviajeros.



Estamos encontrando a mucha gente amigable y curiosa sobre nuestro viaje, incluso algunos nos ofrecen un lugar donde pasar la noche. Los prejuicios o los comentarios de otras personas refiriéndose a los norteamericanos habían hecho que tuviéramos una imagen bastante distorsionada de ellos. Pero, o estamos teniendo mucha suerte, o la mayoría de estas personas son encantadoras. Al menos los californianos.
Nuestro destino de hoy es la ciudad de San Luis Obispo, que alcanzamos al atardecer. Aquí nos espera Gary, que es un tipo excepcional.


Acaba de recorrer todo el perímetro de Estados Unidos en triciclo. Nos ha propuesto participar mañana en una regata, y como le decimos que no tenemos ni idea de navegación nos explica que podemos hacer de “rail meat”, que no es más que ir de un lado al otro del barco para compensar el peso y nivelarlo, evitando que zozobre.
Por la mañana nos dirigimos al puerto y subimos a bordo del precioso velero con el que vamos a competir con otras siete embarcaciones.


Lo que imaginábamos una  vivencia emocionante y divertida se ha convertido en una experiencia de esas que uno desea que acaben lo antes posible. El resumen es, frío, mucho frío y mareo, mucho mareo. Hoy es Claudia la que vomita, y más de una vez. Al final no sabemos ni en qué posición hemos quedado.
Pasamos otra noche cervecera con Gary, comentando mil y una experiencias de viajes.
Por la mañana atravesamos un montón de bonitos pueblos costeros. Más tarde, lejos del litoral, entramos en el municipio de Guadalupe, donde no vemos ni un solo norteamericano, todos son mejicanos que trabajan en las vastísimas tierras de labranza que cubren esta zona.



Por la tarde llegamos a Orcutt, donde conocemos a un cowboy predicador que ha recorrido el país de costa a costa a lomos de su caballo, llevando la palabra de su dios por todos los lugares por los que cabalga.


Nos quedamos a dormir en casa de Bill y Kandy, que nos cocinan pasta con un pesto casero que ni en Italia.


Partimos temprano con el objetivo de llegar pronto a la ciudad de Lompoc, donde debemos encontrar un taller para reparar las bicis que están teniendo algunos problemas serios. Antes de eso debemos ascender un par de buenas montañas. Al llegar a la ciudad encontramos un lugar donde poner las bicis a punto. El mecánico no se puede creer que no hayamos cambiado las cadenas en once mil kilómetros. 


Después de un par de horas y de cambiar un montón de piezas, las bicis ruedan como la seda, aunque nuestro presupuesto se ha resentido bastante. Los mecánicos aquí deben vivir muy bien, a juzgar por lo que cobran por la hora de mano de obra.
Ascendemos más montañas antes de llegar al camping de esta noche, llamado El Capitán.



La niebla que invade la costa por la mañana nos acompaña desde bien temprano hasta alcanzar el enorme campus de la Universidad de Santa Bárbara, situado a las afueras de la ciudad. Aquí los estudiantes se mueven en bici, hay miles de ellas por todas partes.



Al rato entramos en la bonita ciudad de Santa Bárbara, formada por largas avenidas repletas de palmeras y construcciones de color blanco. Pura California con reminiscencias ibéricas.




Aquí encontramos una enorme misión española.


Dejamos atrás unos cuantos pueblos y después no hay nada, y donde no hay nada suelen aparecer enormes instalaciones militares.





Un pinchazo de última hora nos retrasa y nos hace llegar a nuestro destino de hoy cuando las últimas luces del día se despiden. El camping de Point Mugu es espectacular. Montamos la tienda a un par de metros del lugar donde las olas golpean la pedregosa orilla, un sonido perfecto para conciliar el sueño.


Pero antes disfrutamos de una buena cena a la que añadimos el pollo a la barbacoa que nos han regalado nuestros vecinos.


La lástima han sido los dos energúmenos que se han pasado media noche aporreando un bongo.
En este camping no hacen descuento a ciclistas, y como la tarifa nos parece exorbitada y absurda, nos marchamos temprano por la mañana, cuando todos aún duermen, sin pasar por caja.
La niebla que el océano está enviando a la costa es muy densa. No hace ninguna gracia pedalear con tan poca visibilidad, pero estamos en medio de ninguna parte. No podemos volver al camping del que nos hemos fugado y, por delante, todavía nos quedan muchas decenas de kilómetros para llegar a algún lugar que no sea carretera flanqueada por mar y montaña. Así que a pedalear con un poquito de miedo y lo más rápido posible.
Horas después estamos entrando en Malibú, viendo a los auténticos vigilantes de la playa. Lástima que el tiempo no acompañe y no podamos disfrutar de este litoral en su máximo esplendor. Una pena haber llegado aquí en un día tan gris.




Más playas aparecen a nuestro paso, ahora las de Santa Mónica.




Poco después alcanzamos por fin la ciudad de Los Ángeles.


Alucinamos mientras pedaleamos a lo largo del popular paseo marítimo de Venice Beach, donde descubrimos que muchos de los tópicos cinematográficos de este lugar son reales.
Observamos mujeres de silicona que hacen footing ligeras de ropa con la incomodidad que supone correr arrastrando a dos caniches recién salidos de la peluquería canina. Les encanta que las miren, aunque posiblemente el motivo de las miradas no sea exactamente el que ellas creen. Más que su belleza es lo absurdo de la estampa lo que llama la atención.
También vemos a los típicos culturistas que levantan pesas en la playa exhibiendo lo que ellos consideran cuerpos perfectamente cultivados. Si cultivaran la mente de la misma forma no necesitarían hacer de monos de feria.
Multitud de vagabundos yacen tirados en cualquier parte y mil personajes estrafalarios aparecen por doquier convirtiendo este lugar en un esperpéntico circo. Qué imperiosa necesidad tiene aquí todo el mundo de que lo miren.





Ahora toca dejar la playa y adentrarnos en Los Ángeles, algo de lo que mucha gente ha tratado de disuadirnos. La ciudad más extensa y poblada de California es una súper mega metrópolis en cuya área metropolitana viven más de dieciocho millones de personas.
Esta ciudad está diseñada para ser recorrida en coche, no para caminar y mucho menos para meter la bici entre el abrumador tráfico. También hay que tener cuidado con los barrios en los que uno se adentra, pero no nos queda otra, así que a través de un carril bici un tanto maltrecho recorremos más de diez kilómetros de Venice Boulevard, y tras callejear un poco, por fin damos con la casa de Mathis y Donna, cercana a Beverly Hills. Con ellos vamos a pasar unos cuantos días. También tienen alojados a una simpática pareja de argentinos.



Y, ¿qué es lo primero que uno tiene ganas de ver cuando está en Los Ángeles? Pues Hollywood. Así que vamos a hacer un poco el turista por el paseo de la fama. 





Y menuda decepción. Caminamos por Sunset Boulevard y por Hollywood Boulevard viendo las populares estrellas de las baldosas de la acera del Walk of Fame. Pero ni rastro del glamour que se le presupone a este lugar, más bien todo lo contrario. Indigentes, buscavidas y suciedad. Eso es lo que ofrecen las famosas calles de Hollywood.


También visitamos Beverly Hills, barrio de ricos y mansiones surrealistas. Pedaleamos a lo largo de su calle más popular, Rodeo Drive, donde se encuentran las tiendas caras de moda. 


Lo más interesante de este lugar es observar como los numerosos cochazos que descienden de la zona alta de Beverly Hills, transportan a mujeres idénticas las unas a las otras. Casi todas tienen la misma cara de bótox, silicona y cirugía. Son patéticos clones. Pero, ¿qué le pasa a esta gente?
Por suerte también encontramos lugares que merecen muchísimo la pena, como el Griffith Observatory, un magnífico museo de ciencia donde los aficionados a la astronomía llevan sus propios telescopios para que otros podamos disfrutar un rato de las estrellas. Hemos podido ver con claridad Júpiter y algunas de sus lunas. Impresionante.
También recorrer el museo de arte Getty Center es más que recomendable o el impresionante campus de UCLA, la popular Universidad de California.
La visita al museo de arte del condado de Los Ángeles (LACMA) ha sido oportunísima, sobre todo por la espectacular exposición dedicada a Stanley Kubrick. Impresionante tener delante los auténticos vestidos de las gemelas de El resplandor, o la máquina de escribir que usaba Jack Nicholson, o el traje de Malcom McDowell en La naranja mecánica, o el casco de Mathew Modine en La chaqueta metálica, con la famosa inscripción de nacido para matar.




Después de unos entretenidos días en la ciudad no nos queda más remedio que traicionar el espíritu cicloviajero y alquilamos un coche para la siguiente semana. La razón es que queremos visitar algunos lugares demasiado alejados, y no disponemos del tiempo suficiente como para llegar a pedales.
Nuestro primer destino es el Death Valley National Park, a unos quinientos kilómetros. Después de más de un año y medio sin coger un coche, conducir en Los Ángeles es una especie de pesadilla. Y, además, sin GPS, sólo con un viejo mapa que alguien nos prestó.
Cuando conseguimos salir de la ciudad empezamos a atravesar los incontables pueblos que circundan la metrópolis.


Y un buen rato más tarde, sin previo aviso, nos vemos inmersos de lleno en el desierto de Mojave.  El entorno se ha tornado espeluznantemente árido, el sol abrasa y la temperatura asciende bruscamente.
El transcurrir de las horas nos muestra desierto y más desierto. De tanto en tanto somos testigos de alguna estampa que despierta reminiscencias cinematográficas. 


Y de mucho en mucho atravesamos algún que otro pequeño pueblo donde nunca falta un McDonalds, un Burger King y unas cuantas gasolineras, parece que el petróleo por aquí curiosamente sobra.


También encontramos a una pareja de cicloviajeros que conducen un tándem. Paramos para darles el agua fresca que acabamos de comprar. Empezaron a pedalear en el sur de Argentina y se dirigen a Alaska. Lo increíble es que ambos tienen graves problemas de visión y apenas pueden ver.


Las carreteras forman rectas tan milimétricas e infinitas que incluso producen una especie de extraño vértigo.


Alcanzamos el Death Valley cuando el sol ya se ha puesto, así que aprovechamos las postreras luces del día para descubrir las primeras extrañas formas que el valle nos muestra.


Se ha hecho tarde, estamos cansados y no queremos pagar alojamiento, así que decidimos dormir en el coche.
Por la mañana seguimos recorriendo las carreteras del vértigo.


A medida que pasan las horas y el sol va tomando posiciones elevadas empezamos a comprender por qué este sitio se llama el Valle de la Muerte. Se trata del lugar más caluroso y seco de los Estados Unidos. Tiene el record de la temperatura más alta registrada en el mundo, 56,7 grados centígrados. Todo este entorno es escalofriantemente extremo. También tiene el record del lugar más bajo de Norteamérica y de los más bajos del mundo, 86 metros por debajo del nivel del mar en la cuenca de Badwater.
Encontramos planicies descomunales en las que se acumula sal, escarpadas montañas, espectaculares formas erosionadas y escasa y llamativa vegetación. 












Circulamos a través de un sinfín de inconcebibles carreteras de efecto hipnótico.  Es como conducir dentro de un escenario onírico.








Observamos a un coyote que camina a poca distancia. Estamos disfrutando como niños.



Al anochecer montamos la tienda en una pequeña área de acampada en mitad del desierto.


Conocemos a una pareja de alemanes que nos invitan a unas cervezas y vino. Charlamos hasta tarde. Nos vamos a dormir fascinados por el sobrecogedor silencio.
Nos levantamos temprano para poder seguir explorando este formidable entorno. Ahora aparecen enormes dunas.


Debemos abandonar ya el asombroso Death Valley, queremos visitar demasiados lugares y no disponemos de muchos días. Próximo destino: Las Vegas.
Dejamos atrás California. Acabamos de entrar en el estado de Nevada. Esto sigue siendo increíble. Seguimos atravesando el desierto inabarcable. 



Ahora encontramos un pueblo fantasma en el que se pudren viejísimas y olvidadas construcciones de madera y algún desvencijado vagón de tren.



Aparece el pequeño pueblo de Beatty, donde paramos a desayunar en una cafetería de película.


Desde aquí a Las Vegas hay doscientos kilómetros en los que tan sólo vemos tres cosas:
Un prostíbulo en mitad del desierto. Da miedo por fuera, no queremos ni  imaginar lo que debe haber dentro. Recuerda demasiado a Abierto hasta el amanecer.


Una prisión de máxima seguridad, donde si alguien consigue escapar le espera algo peor que la cárcel. Este desierto es infinito. Por si acaso, en la carretera hay señales que prohíben recoger autoestopistas.
Y, cómo no, también observamos enormes instalaciones militares.
Pasadas unas horas, en mitad de la nada absoluta, aparece una inmensa metrópolis. Es difícil concebir este lugar en medio del desierto. Acabamos de llegar a Las Vegas, la ciudad del pecado.






Qué lugar más infame. Miles y miles de turistas derrochando su dinero en los famosos y horribles casinos. Todo parece de cartón piedra y se ve bastante cutre. Por todas partes hay anuncios de prostitutas que ofrecen sus servicios. Es un lugar muy casposo. No hay absolutamente nada aquí que despierte un mínimo interés. ¿Cómo puede haber gente que venga a casarse a Las Vegas? Cuántas motos nos vende el cine. Hollywood, Las Vegas, todo es un timo.



Pasamos la noche en casa de Aaron, y abandonamos este castigo de ciudad lo antes posible. Ponemos rumbo a la perla de esta road movie que nos estamos montando. ¡Hacia el Gran Cañón!
Decimos adiós a Nevada y entramos en el estado de Arizona. Optamos por tomar un desvío para recorrer unos cuántos kilómetros largos de la mítica Ruta 66. Esta carretera es un museo en sí misma. Alucinante. Esto sí que es de película.








Ya al atardecer llegamos al lugar más sublime en el que jamás hayamos estado. Este es, sin duda, el paisaje Top One de nuestro viaje, si no del mundo. No podemos compararlo con nada.
La primera vez que se contempla el Gran Cañón, un escalofrío recorre todo el cuerpo de arriba abajo, se pone la piel de gallina y dan ganas de echarse a llorar. ¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¡Dios mío!… eso es lo único que uno es capaz de articular.
Ante nosotros pura magia de color rojo. Observamos un descomunal abismo formado por una profunda e imponente garganta que alberga formaciones rocosas insólitas. El río Colorado y sus afluentes excavaron este cañón dejando la roca al desnudo, mostrando en estratos más de dos mil millones de años de historia de la Tierra en uno de los espectáculos geológicos más colosales del planeta.










Intentamos grabar a fuego en la retina este cuadro único, pero la imagen es tan intrincada que con suerte logramos retener alguna de las mil tonalidades rojas que nos envuelven y que varían constantemente en función de la posición del sol.
Un par de días aquí y nos marchamos pensando en si volveremos a ver alguna vez algo tan asombroso.
Seguimos recorriendo las solitarias y estiradas carreteras de Arizona, ahora a través de la reserva de los indios Navajo. 


Impresiona ver las humildes viviendas prefabricadas o las autocaravanas que se achicharran desperdigadas por el desierto. Así viven muchos Navajo. Es difícil creer que se pueda vivir aquí. 
De tanto en tanto aparece alguna destartalada parada de souvenirs donde los indios tratan de vender sus  artesanales joyas.


A lo largo de la carretera que nos conduce a nuestro siguiente destino  tenemos la sensación de que en cualquier momento nos vamos a cruzar con el coyote persiguiendo al correcaminos.
Nos encontramos en la frontera entre Arizona y Utah. Acabamos de entrar en el Monument Valley, donde enormes colinas rojas de paredes verticales y formas espectaculares emergen de la vasta llanura. Aquí rodó John Ford muchos de sus westerns.





Ya en el estado de Utah y a contrarreloj conducimos buscando nuestro próximo espectáculo natural. 


Hacemos noche en un camping del pueblo de Page y por la mañana alcanzamos el Zion National Park. Aquí se dan cita cañones, abismos, bosques y desierto. Este lugar de poderosa belleza merece ser descubierto con calma, así que pasamos un par de días de caminatas espectaculares sintiendo mucho vértigo.

















Ponemos rumbo de regreso a California, donde nos aguarda el último lugar mágico de estos días motorizados. El Joshua Tree National Park abarca parte del desierto de Mojave y del desierto de Colorado. Nuestro último destino nos recibe anocheciendo. Apenas logramos intuir entre las sombras el espectáculo que nos rodea.



Pero al amanecer alucinamos con la belleza del lugar donde anoche plantamos la tienda a oscuras, a la vez que escuchamos el cercano aullido de los coyotes.




Las formaciones rocosas aquí también parecen de otro mundo, y la vegetación, especialmente los árboles conocidos como Joshua Tree, es sorprendente.









También las extensas llanuras repletas de cactus Cholla son realmente pintorescas.



Nos dirigimos ya a Los Ángeles, aprovechando para hacer una parada y comprar nuevas zapatillas. Las que llevamos están ya tan podridas que nos da vergüenza quitárnoslas cuando llegamos a alguna casa.
Un par de accidentes de tráfico al estilo hollywoodiense, es decir, con coches explosionados, nos indican que ya estamos inmersos en el horrible tráfico de entrada a la gran ciudad. Qué ganas de devolver ya el coche, cansa más que la bici, pero es que hemos hecho tres mil trescientos kilómetros en una semana por querer verlo todo. A pesar de eso, ha sido una semana inolvidable.
Volvemos a casa de los geniales Mathis y Donna, que son una maravilla de anfitriones.
Por la mañana nos despierta el espantoso estrépito de los helicópteros que sobrevuelan la casa. Al salir, calles acordonadas y policía por todas partes, totalmente peliculero. Sorprendidos y curiosos, preguntamos a Donna, quien nos responde con naturalidad, habrá habido un crimen, como quien te dice que está empezando a llover. Hay más follón que en Madrid el 23 F y nadie hace ni caso.
Esta noche, nuestros anfitriones, que son judíos, nos invitan a una celebración muy especial. Festejan el Passover, el día de la libertad de los judíos, así que cenamos todos juntos, familia y amigos, siguiendo la interesante liturgia que requiere la ocasión.




Abandonamos ya Los Ángeles, donde lo hemos pasado de maravilla gracias a nuestros amigos.



Saliendo de la ciudad observamos a unos policías que detienen y esposan a varios hombres junto a una gasolinera. La gente no mira ni de reojo. Cuando pasa algo así en España se congregan más personas que en la cola del paro, pero aquí nada de nada, es el pan nuestro de cada día.
Continuamos persiguiendo el sur.
El día transcurre recorriendo playas y más playas hasta llegar a Long Beach, donde empezamos a ver mucha gente de aspecto poco amigable. Paramos a mirar el mapa para salir de aquí lo antes posible y un tipo con el rostro repleto de heridas se acerca y nos dice mal sitio para estar perdidos. Hay que huir ya de este lugar.
Algo más tarde todo cambia y la cosa regresa a la normalidad.



Llegamos a Costa Mesa, a casa de Jamie, que es escritora. Su próximo libro tratará los orígenes de su propia familia. Menuda sorpresa saber que tiene antepasados provenientes de Sant Sadurní d'Anoia. Con ella pasaremos la noche. Desde su terraza observamos los fuegos artificiales provenientes de Disneyland.
Disfrutamos de otro día de playas y bonitos pueblos costeros, aunque con la cabeza ya puesta en nuestra inminente irrupción en el mundo latino. México está ya casi a la vuelta de la esquina.





La jornada finaliza en Carlsbad, en casa de Gary y Lee, con quienes pasamos una agradable noche de cerveza, vino y buena comida. Por la mañana Gary pedalea con nosotros toda la etapa hasta San Diego, la última ciudad antes de la frontera mexicana. 



En la enorme y agradable San Diego nos alojamos en casa de Sarah. No teníamos pensado parar aquí demasiado tiempo, pero entre que esta chica es encantadora y que nos ha invitado a pasar el día de Pascua con su familia, la cosa se acaba alargando. Nunca hemos celebrado Pascua y esta semana ya llevamos dos fiestas de diferentes religiones.



También aprovechamos para poner a punto las bicis y resolver algunos asuntos antes de abandonar los Estados Unidos y estrenar un nuevo y emocionante periplo.
Tras tres fugaces días en la ciudad, empezamos a pedalear nerviosos hacia la frontera mexicana, que se encuentra a poco más de dos horas. Hoy vamos a cambiar de mundo.
El trayecto se complica un poco, pero nos encontramos a Gabriel, un ciclista colombiano que, además de invitarnos a comer, nos acompaña y nos guía durante un buen trecho.


Poco después, todavía en territorio norteamericano, empezamos a vislumbrar frente a nosotros las enormes banderas que ondean en las súper pobladas colinas de la ciudad mexicana de Tijuana.



Lo último que vemos en los Estados Unidos es, cómo no, un McDonalds. Y eso nos hace caer en la cuenta de que hemos conseguido estar más de dos meses en el país de los fast food sin pisar ni uno.

Acabamos de llegar, por fin, a la frontera más transitada del mundo. Una vez traspasada esa puerta, ya no habrá marcha atrás.


¡Y estamos deseando traspasarla!