La larga carretera
de Milford, que recorre parte de la región de Fiordland, es un espectáculo en
sí misma. Flanqueada por impresionantes cumbres nevadas, tan pronto atraviesa
inmensos valles como se sumerge en densos y sombríos bosques, todo un paraíso
para los que pedaleamos. Junto con nuestro amigo Dominik, disfrutamos de todos
y cada uno de los quilómetros que conforman esta magnífica ruta.
Tras varias
horas, encontramos una estupenda zona de acampada junto al río donde poder
darnos un fugaz pero reconfortante baño helado y donde poder pasar la noche.
Poco después, el
atardecer empieza a incendiar el cielo a fuego lento, para acabar convirtiéndolo
en algo parecido a un volcán en erupción.
Por suerte, la
llegada de la noche aplaca la ferocidad de las sandflies, unos molestos
insectos voladores que habitan en este lado de la isla. Atacan por millones y
pican mucho. Vuelven a reactivarse al amanecer, así que salir de la tienda por
la mañana es todo un calvario, a pesar de embadurnarnos de repelente. El viento
ha dejado de ser nuestro único enemigo.
Esta mañana nos
disponemos a ascender una montaña que promete vistas sensacionales desde su
cima.
La bruma matinal
nos acompaña durante el ascenso al empinado Gertrude Saddle, envueltos de un
sobrecogedor escenario alpino.
Michal, de la
República Checa, se ha unido al trekking.
Al llegar a la
cima, como siempre ocurre, bocas abiertas y vistas alucinantes. Frente a
nosotros se dibuja un cuadro soberbio: el vertiginoso precipicio, las colosales
cumbres, el río que se escurre abriéndose camino entre los montes, las nubes
que pugnan por salir de este laberinto y, allá a lo lejos, el mar que profana
las montañas formando el popular fiordo de Milford Sound.
Después del
descenso nos dirigimos al fiordo, en esta ocasión para contemplarlo a su mismo
nivel, y aunque el lugar es verdaderamente hermoso, la ingente cantidad de helicópteros,
avionetas y barcos, más los cientos de turistas que se dejan mucho dinero
contratando estos tours, acaban por convertir el goce en molestia, una lástima.
Nuestro siguiente
destino, y sólo porque se encuentra en nuestro camino, es la ciudad de
Queenstown, que se levanta en un enclave incomparable, frente a las aguas del
lago Wakatipu. Este es un ejemplo paradigmático de cómo se puede destrozar un
sitio particularmente bello. Cientos de horribles viviendas se levantan
alrededor del centro de una ciudad exageradamente comercial, cara y repleta de
miles de ruidosos turistas que acuden en masa para realizar cualquiera de las
actividades de aventura por las que esta urbe es famosa y por las que le sacan
a uno un ojo de la cara.
Nos alojamos en
casa de Craig, popular músico neozelandés y cuñado de nuestro buen amigo Tama,
que vive en una de las colinas que rodean Queenstown. Pocas casas de ciudad
habrá en el mundo que gocen de vistas tan maravillosas como de las que se
disfrutan desde esta terraza. Lástima de la aberración turística, porque ésta
podría ser la ciudad perfecta.
Aquí nos despedimos
de Dominik.
Queríamos evitar
a toda costa pasar el fin de año rodeados de turistas pijos y borrachos, pero
parece ser que va a llover sin descanso durante tres días consecutivos, así que
no vamos a poder escapar. Por lo menos en esta casa y con esta compañía nos
encontramos muy cómodos, con lo que podremos descansar bien antes de emprender
la ruta hacia el norte a través de la tremenda costa oeste.
Llevamos ya tres
días grises sin que pare de llover ni un solo instante. Se han producido
inundaciones y daños en infraestructuras en diferentes partes de la isla. Aún así, desde esta terraza, hasta los peores
días son hermosos.
Por suerte el
temporal ya amaina y tratamos de partir, pero las bicis se nos han estropeado
hasta en tres ocasiones antes de poder salir de la ciudad, algo inaudito. Entre
que se nos ha hecho tarde y que tantos problemas mecánicos parecen una señal,
decidimos pasar otra noche más aquí.
El despertar de
hoy es espléndido, el sol brilla por fin y las montañas lucen su mejor aspecto después de la nevada nocturna. Hoy se antoja
un gran día para volver a la carretera.
Nos despedimos de
Craig bien temprano, felicitándole por su cumpleaños, y como no hay tarta…
El arduo ascenso
al puerto de montaña de Crown Range se hace más duro de lo normal después de
varios días de inactividad total viendo películas tumbados en el sofá. La
endiablada carretera que zigzaguea empinada encaramándose a la montaña es de
las que duelen.
Empezamos a tener
una buena perspectiva del valle a medida que vamos ascendiendo.
Al descender, el paisaje cambia radicalmente,
las montañas siguen siendo espectaculares pero totalmente diferentes a las del
otro lado, es como si de repente hubiéramos aparecido en otra parte del mundo.
Las súbitas variaciones de paisaje en Nueva Zelanda son habituales y muy
radicales. Y lo mismo ocurre con el tiempo. Empieza a llover.
Ya abajo, para
combatir el frío del descenso y evitar la repentina llovizna, toca un merecido
café caliente en un antiguo y solitario hotel que aparece en el momento más
oportuno.
Poco después
alcanzamos el pueblo de Wanaka, situado a orillas del lago del mismo nombre.
Aquí nos alojamos en casa de Nelly, una chica francesa que conocimos hace ya
algún tiempo en la ciudad de Geraldine y que ahora trabaja aquí.
Partimos ya a
recorrer la costa oeste de la isla sur neozelandesa en dirección norte. La
famosa y remota West Coast es temida por sus lluvias, por sus vientos y por las
feroces sandflies, pero también admirada por su belleza, sus bosques y
montañas, sus glaciares, sus lagos, su litoral y su aislamiento.
El escenario por
el que pedaleamos es sublime. Bajo un sol radiante, bordeamos la quietud del
lago Hawea entre continuas y agotadoras subidas y bajadas.
El viento ha
empezado a soplar en contra, así que decidimos acampar cerca del pueblo de
Wakarora.
Por la mañana
ascendemos el Haast Pass, un precioso puerto de montaña en el que la carretera
serpentea entre inmensos y frondosos montes decorados por la espuma blanca del
agua que se precipita por todas partes.
Los paisajes típicamente alpinos han
dado paso a bosques húmedos densos como selvas tropicales. Al margen de la
carretera, apenas hay rastro de civilización por aquí, todo es esplendor
natural exuberante y virginal.
El río que nos ha
acompañado durante toda la jornada se ensancha y vierte por fin sus aguas en el
mar.
Acabamos de alcanzar el litoral en el pequeño pueblo de Haast. Frente a
nosotros se expande el inabarcable azul del mar de Tasman, que hace tan solo un
par de meses observábamos desde el otro lado, desde Tasmania.
Por la mañana
sigue brillando el sol y lo mejor es que el viento sopla a favor, increíble,
cuánto tiempo sin esta sensación.
Antes de iniciar la ruta neozelandesa,
nuestra mayor preocupación era cómo orientarla para sufrir el viento en contra
el menor tiempo posible. En la costa oeste normalmente sopla fuerte desde el
suroeste, aunque no siempre es así. Decidimos apostar por recorrer esta costa
de sur a norte y parece que la cosa va a funcionar, aunque el precio ha sido
caro, demasiado viento en la cara antes de llegar aquí. De todas formas no hay
fórmulas mágicas, el viento aquí es muy variable, y todos los ciclistas acaban
teniéndolo en contra muchos días, sea como sea que orienten su ruta. A veces se
tiene la sensación de que no importa en qué dirección se pedalee porque el
viento siempre te golpeará de frente. Pero ahora lo tenemos en el cogote, así
que a volar.
El aspecto de
esta abrupta y remota costa es totalmente espectacular.
Los lugares donde
acampar son fenomenales. Hoy lo hacemos a orillas del lago Paringa. El baño revitalizante
en sus aguas gélidas es de los mejores momentos del día.
Extraños cantos
de aves nos despiertan por la mañana, como casi cada día. Hay que desayunar
dentro de la tienda porque millones de sandflies esperan fuera hambrientas y
deseosas de ensañarse con nuestras carnes.
El viento sigue
siendo nuestro aliado, así que seguimos volando bajo un sol extraña y sorprendentemente
radiante teniendo en cuenta que nos encontramos en esta turbulenta costa.
El
entorno sigue siendo sobrecogedor: impenetrables bosques húmedos que se ciernen
sobre la estrecha carretera y que parecen querer engullirnos, playas de aspecto
salvaje, el mar que bate con una violencia que asusta, todo se antoja bello y
hostil, naturaleza intimidatoria en estado puro.
Un rato después,
el ambiente se torna frío súbitamente, es como si acabáramos de entrar en una
nevera. La razón es que estamos acercándonos al glaciar de Fox, y sus hielos
enfrían sensiblemente toda esta zona.
Caminamos un rato
junto al glaciar para contemplar impresionados la enorme masa de hielo. No
existen muchos glaciares en el mundo que se encuentren rodeados de bosques
húmedos.
El sol se ha esfumado dejándonos a nuestra suerte entre brumas y
grises nubarrones que se quedan atrapados en la costa debido a la barrera
montañosa que divide la isla en dos mitades, este y oeste. Y llegó la lluvia,
cómo íbamos a escaparnos. Ahora, pedaleando bajo la tormenta, completamente
empapados y pasando frío dentro de este congelador natural, descubrimos la
cruda realidad de esta parte del país.
Por suerte el sol
reaparece unas horas después y nos permite continuar atravesando montañas hasta
alcanzar el pueblo de Franz Josef, junto al que descansan los hielos de otro
glaciar.
Un poco más
tarde, a orillas del lago Mapourika, encontramos un buen lugar para acampar
esta noche. Aquí conocemos a una pareja de húngaros que casualmente han estado recorriendo
los Pirineos no hace mucho. Invitados a un reconfortante whisky charlamos un
rato acerca de nuestras montañas, que también son mágicas y las echamos mucho
de menos.
El nuevo día se
despierta muy propicio para abordar nuestra última larga etapa en la costa
oeste, con un cielo espléndido y la ventisca empujando. La forma de los árboles
es un buen indicador de hacia dónde suele soplar el viento en esta zona.
Un río crecido
debido a las lluvias de la semana pasada derribó un puente cercano, lo que
ha mantenido la costa oeste totalmente fracturada durante unos días, ya que tan
sólo existe esta carretera. Eso ha permitido que hayamos podido pedalear sin
apenas tráfico y además, justo hoy que llegamos al puente dañado, terminan los
trabajos de reparación y lo abren. Sabemos de ciclistas que tuvieron que cruzar
en el helicóptero que trasladaba
suministros de un lado al otro, previo pago de cincuenta dólares por menos de
un minuto de vuelo.
Por la tarde
alcanzamos el pueblo de Hokitika, donde somos acogidos por el entrañable Kevin.
Y llegan más
lluvias fuertes, pero no importa, porque tenemos cobijo, muy buena compañía y
necesitamos un poco de descanso. Pasamos un par de días por aquí y cuando el
temporal escampa abandonamos ya la costa y nos dirigimos hacia el interior.
Acampamos en un
precioso bosque en la ribera de un río.
Aquí conocemos a
Rob, un ciclista inglés que pedalea con Matai a cuestas, su hijo de dos años. Viven en un
bosque en la isla norte de Nueva Zelanda y tratan de sobrevivir sin utilizar
dinero.
Casualmente Rob
estuvo viviendo una temporada en Santa Maria de Palautordera, en algo parecido
a un centro de meditación.
Continuamos nuestra etapa, en la que nos
encontramos con Rebecca, una ciclista suiza que está recorriendo el país.
Juntos seguimos pedaleando.
Decidimos poner
fin a la jornada en un área de acampada en el desaparecido pueblo minero de
Lyell. Lo único que queda de él es un viejo cementerio oculto en las entrañas
del bosque donde yacen los restos de los buscadores de oro que antaño poblaban
la zona.
La furiosa
corriente del río cercano se lleva las zapatillas de Claudia mientras nos damos
el pertinente baño reconstituyente de cada día.
Por la mañana, hacemos
una parada en una solitaria casa perdida en las montañas y alejada de cualquier
cosa civilizada. La razón es que sabemos que en ella vive un ciclista que nos
invitó a visitarle a través de internet. Bob es un tipo peculiar, hay que serlo
para vivir aquí. Mientras tomamos té y charlamos, descubrimos otra casualidad,
la más alucinante. No hace mucho, Bob pasó una temporada en el apartamento de
un amigo en la playa de Castelldefels. Venga ya, ¿es posible? El mundo es mucho
menos que un pañuelo.
En el pueblo de
Murchison paramos para reponer calorías y adquirir algunos víveres,
no va a haber muchos sitios donde comprar en los próximos días.
Pasamos gran
parte de la jornada recorriendo una larga pista de tierra que se complica
cuando decide empinarse y aún más cuando desciende.
Al final llegamos a un
lugar que sería maravilloso si no fuera por las nubes de sandflies que lo
habitan. Aún así, hoy podemos acampar bajo un techo, a la espera de la lluvia
que se avecina. Tenemos en frente las vistas de postal que forman el lago
Rotoroa y las montañas que lo custodian.
La lluvia que no
llegó anoche, ha decidido presentarse ahora que estamos pedaleando a través de
una eterna carretera en la que no existe absolutamente nada donde cobijarse.
Cuando llegamos
al pequeño pueblo de Saint Arnaud y comprobamos el parte meteorológico nos
entra el desánimo. Se prevén tres días seguidos de tormentas. No nos queda otra
opción que hacer algo que no hacemos desde hace más de cuatro meses, que es
pagar un hostel.
Dos noches de
cama y la tercera volvemos a acampar para no resentir el presupuesto, que ya es
casi un año y medio lo que llevamos sin ingresar un duro. De todas formas,
acampar en estos parajes es mejor que dormir en un hotel de cinco estrellas.
Hoy es el hermoso lago Rotoiti el que nos decora la estancia.
El día
está pasado por agua y no podemos movernos mucho, menudo aburrimiento. Por lo menos disponemos de cocina donde preparar chocolate caliente.
Nos dedicamos a alternar con
otros campistas que nos dejan fascinados.
Terry y Jane son
una pareja neozelandesa que está viajando en bici a través del país. El año
pasado lo hicieron en Alaska y ahora están planeando su siguiente aventura en
Canadá. Lo interesante es que tienen setenta años. Admirable.
Otra buena mujer,
en este caso francesa, y que también ronda los setenta, lleva ya unos cuantos
meses de viaje haciendo autostop. Tan sólo carga con una pequeña mochila donde
lleva algo de comida y apenas ropa. Según ella, éstas son sus pertenencias más
valiosas…
Seguimos a merced
de las inclemencias climatológicas, pero parece que mañana, por suerte, todo va
a cambiar.
En Nueva Zelanda
estamos sintiendo la naturaleza más cerca que nunca en todos los sentidos,
porque en este país casi todo es naturaleza y porque nosotros estamos viviendo
en ella la mayor parte del tiempo, siempre al aire libre.
Vivimos sintiendo
la cálida y agradable caricia de los rayos de sol al amanecer o el fuego que
desprenden esos mismos rayos a mediodía cuando abrasan sin piedad, o aliviados
por la suave y fresca brisa o soportando los envites del vendaval,
refrescándonos con la humedad de la casi imperceptible llovizna o sintiendo el
peso de una fría y pesada cortina de agua sobre nosotros,
lavándonos en las
revitalizantes aguas gélidas y mansas de lagos glaciares o en el cauce de furiosos ríos mientras nos sujetamos a alguna
roca para no ser arrastrados por la corriente.
La última visión
del día es de bosque sombrío, agua oscura y estrellas, para después conciliar
fácilmente el sueño escuchando el sosegado vaivén del agua que alcanza la
orilla del lago o el ímpetu de la corriente del río o los inidentificables
sonidos de la noche en el bosque o el persistente soplar de la ventisca.
El amanecer lo
anuncian los cantos de las primeras aves que se despiertan, que van variando a
medida que transcurren los minutos, unas aves dan paso a otras, es como si cada
especie tuviera su momento. Las primeras y débiles luces que se filtran en la
tienda son siempre agradables, anuncio de un nuevo día, de una nueva aventura
que aún es una incógnita, de la felicidad que proporciona estar en un lugar
precioso y de poder elegir libremente qué es lo que a uno le apetece
hacer. El sonido de la cremallera que
abre la tienda siempre precede una sonrisa o un gesto de resignación, el color
del cielo es el que decide, porque a pesar de que el sol todavía se desperece
tras las montañas, ya hemos aprendido a entrever el tiempo que tendremos
durante el resto del día. Colores, olores, sonidos, todo transmite información
que poco a poco vamos descifrando consciente o inconscientemente. Es como si
tuviéramos un montón de receptores primitivos en desuso que en la ciudad están
totalmente anulados y que se van despertando y agudizando cuando se pasa todo
el tiempo en la naturaleza.
Qué gran momento
es ese en el que la bruma matinal abandona la hierba y se eleva parsimoniosa
hasta desaparecer, el momento del olor a humedad, a hierba fresca. Todo esto
ocurre día tras día, por los siglos de los siglos, y desgraciadamente mucha gente
ni siquiera lo sabe. Cuántas cosas mágicas nos perdemos.
Parece que ha
llegado el fin de las tormentas, nunca llueve eternamente, pero nuestros planes
de recorrer la aparentemente espectacular Rainbow Road se han ido al traste, ya
que las lluvias han desbordado los ríos y la han inundado, así que debemos
cambiar de idea.
Rodeados de
vastos viñedos ponemos rumbo a la costa este. Cerca de la ciudad de Blenheim
pasamos la noche acogidos por una simpática familia.
Debemos
despedirnos de Rebecca, con quien hemos pasado una semana genial, a pesar de
las lluvias.
Ella se va en tren, tiene un vuelo en pocos días. Nosotros
seguimos dándole a los pedales.
El verano está
arrebatando el verde a las montañas. En la parte este del país no llueve tanto.
Aún así, el paisaje sigue siendo un espectáculo a través de esta solitaria
carretera.
Finalmente nos
encontramos de nuevo con las aguas del Pacífico. Estamos en el pueblo de Ward,
que goza de una increíble playa desierta.
Un granjero nos
ha parado en la carretera para ofrecernos un lugar donde plantar la tienda
dentro de su propiedad.
Por la mañana
ponemos ya rumbo sur siguiendo la línea que marca el litoral en dirección a
Christchurch, donde finalizará este inolvidable loop a la isla sur
neozelandesa. Pero para eso todavía faltan algunas jornadas.
Hoy el cielo
presenta un aspecto raro, teñido de un extraño gris anaranjado, es como si el
amanecer se hubiera detenido y el día no evolucionara. El sol está naranja, no
consigue brillar, parece un eclipse. Según palabras del granjero, se trata del
humo proveniente de los incendios que están abrasando los bosques en Tasmania y
que el viento, que hoy sopla del noroeste, ha traído hasta aquí.
La carretera se
estira pegada al océano todo el tiempo y una mirada detenida a las rocas que
emergen del agua nos permite advertir que todo está repleto de focas. Es
increíble, a tan sólo un par de metros de la carretera hay miles de focas que
brincan, se pelean, juegan, toman el sol y nadan, ajenas al tráfico. Este país
no deja de sorprender, da igual donde se vaya, todo es alucinante.
Al llegar a la
ciudad de Kaikoura hacemos una parada para descansar y comer, y poco después de
la siesta, sorpresa. De repente aparecen en su bici Rob y Matai, el padre y el
peque que conocimos hace días en el bosque. Llevan un tiempo por aquí porque
han encontrado un fenomenal sitio para acampar. Pasaremos la noche de nuevo
juntos.
El sitio es
realmente fantástico. Se trata de una solitaria y sombría pineda junto a una
playa desierta.
Para nosotros
este enclave es especial, y no sólo porque es impresionante. Después de largo
tiempo volvemos a sentir el mediterráneo olor a pino y a resina. Es un aroma
que nos ha acompañado durante toda nuestra vida sin ser conscientes de ello, y
ahora, al olerlo de nuevo, tras tanto tiempo, se despiertan un montón de
recuerdos y sensaciones. Nos sentimos como en casa. Es increíble las recónditas
compuertas subconscientes que un simple aroma es capaz de abrir.
Durante la
madrugada, un vendaval ha estado a punto de arrasar nuestro campamento.
Por la mañana nos
despedimos de nuestros amigos con la horrible sensación del que sabe que ya
nunca nos volveremos a encontrar, pero felices por haber compartido instantes
de nuestras vidas que siempre permanecerán en el rincón de los buenos
recuerdos.
Nos ponemos en
marcha. Si no fuera por las focas, diríamos que estamos pedaleando por la costa
del Garraf.
La carretera nos
aparta un poco del litoral y nos hace atravesar empinadas montañas, las últimas
que escalaremos ya en este país. Y empieza a soplar el viento en contra, cómo
no, tenía que venir a despedirse.
Al final del día,
estamos totalmente exhaustos y deseando que la carretera llegue a alguna parte
donde poder parar a protegernos del viento, cenar y dormir.
Llegamos a un
supuesto pueblo llamado Omihi, donde lo único que hay es una señal con el nombre
del municipio, una escuela y un campo de rugby. No hay casas, ni gente, ni nada
de nada. Hay una carretera que nace de la principal y se pierde en la lejanía,
allí deben estar las casas o, quién sabe.
Nosotros
arrastramos tal cansancio que nos da todo igual, así que convertimos las
instalaciones del campo de rugby en nuestro dormitorio, ni siquiera montamos la
tienda.
A las cinco de la
madrugada empiezan a despuntar como siempre las primeras luces. Va a hacer un
día espléndido en la que será nuestra última etapa de pedaleo en Nueva Zelanda.
La cantidad de
coches y camiones que nos adelantan indican que no estamos muy lejos ya de
Christchurch y de los suburbios que la rodean. Nos movemos por carreteras
secundarias para evitar el denso tráfico. Unas horas más tarde ya rodamos sobre
las avenidas de la ciudad, perplejos otra vez al contemplar los estragos del
terremoto del año pasado.
Ya se acabó el
tiempo de pedaleo en Nueva Zelanda, posiblemente el país más espectacular para
recorrer en bici de los visitados hasta la fecha.
Qué lejos queda
ya aquel domingo en el que abandonábamos Bangkok a pedales con la incertidumbre
de la inexperiencia y con la intención de vender las bicis en un par de meses,
tras recorrer Camboya y Laos. Con diez mil quilómetros en nuestras piernas, en
nuestro corazón y en nuestra memoria, y bastantes meses después, seguimos
dándole a los pedales, a punto de abandonar un país único para empezar a emocionarnos
con lo que ha de venir.
Unos pocos días
nos quedan en Christchurch para divertirnos, despedirnos de algunos amigos y
preparar la siguiente aventura.
En breve cambiaremos de continente y de hemisferio y todo volverá a ser distinto.
En breve cambiaremos de continente y de hemisferio y todo volverá a ser distinto.
Regresa la
emoción del futuro incierto.