Demasiado lejos, demasiado
caro, demasiado grande… puede que alguna vez, en el futuro… quién sabe…
Esos son los pensamientos
tópicos que durante años nos han disuadido ante cualquier atisbo de tentativa
de viajar a Australia, ese lugar lejano, misterioso y, de buen seguro,
fascinante que uno nunca sabe si llegará a conocer.
Pero ahora no estamos tan
lejos, y lo de caro, ya hace tiempo que descubrimos como sortearlo.
Son las cinco de la
madrugada y las primeras luces del día empiezan a penetrar en la cabina del
avión del vuelo nocturno que nos traslada desde Kuala Lumpur hasta Sydney. La
imagen al curiosear a través de la ventanilla es sobrecogedora. Bajo nosotros
se extiende hasta el infinito una escalofriante planicie de tonalidades rojizas
esculpida por relieves bajos que conforma un paisaje claustrofóbico. Ni el más
mínimo indicio de vida humana. Sin duda estamos sobrevolando el outback, el
vasto y árido desierto que cubre el remoto interior australiano.
En unas pocas horas
aterrizaremos en un nuevo continente, en una nueva forma de vida, estaremos de
regreso a la cultura occidental, de vuelta al primer mundo.
Va a ser todo un shock
después de un año recorriendo Asia.
Exhortados a abrir las cajas
de las bicis, pasamos un rato con los agentes de aduanas, que examinan
meticulosamente las ruedas, así como la tienda de camping, intentando descubrir
algún resto orgánico recogido en alguno de los lugares por los que hemos
pedaleado y acampado y que pueda suponer alguna amenaza medioambiental en forma
de plaga o enfermedad exótica.
Se nos hace extraño escuchar
a todo el mundo hablando en inglés. Tras más de un año, podemos entender de
nuevo a la gente. Parece una tontería, pero es emocionante poder volver a
comunicarnos con normalidad después de haber estado privados de ello durante
tanto tiempo. Aún así no va a ser fácil, porque el inglés australiano parece, de entrada, cualquier cosa menos inglés. Hay que concentrarse a conciencia para
entender algo más que la última palabra de cada frase. Será cuestión de tiempo.
Nos sentimos raros y nos
lleva un rato averiguar la razón. Nadie nos mira, nadie nos sonríe, nadie se
acerca a hablarnos, nadie se sorprende al vernos. Aquí somos tan sólo dos
occidentales más, acabamos de dejar de ser el centro de atención. Qué alegría regresar
al anonimato.
Al salir al exterior nos
invade una inusitada y agradable sensación, a la par que un tanto molesta.
Sentimos frío, por primera vez en siete meses sentimos frío, algo que habíamos
dejado olvidado en Nepal. Acabamos de descubrir lo mucho que lo echábamos de
menos, a pesar de que pronto empieza a incomodar.
En tan sólo unas
pocas horas, el mundo ha cambiado por completo para nosotros. Demasiados
impactos y aún no hemos abandonado el aeropuerto.
Sin perder tiempo montamos
las bicis y nos dirigimos al barrio de Marryckville, a casa de Michael y
Evelina, dos polacos afincados en Australia que conocimos a través de
Couchsurfing y que nos acogerán durante todo el tiempo que pasemos en Sydney.
Es increíble, pero toda esta
inmensa ciudad está comunicada por tranquilos y prácticos carriles habilitados
para bicis.
Todo está limpio, ordenado y calmado, nos recuerda a cualquier urbe
japonesa. Ni rastro del caos habitual de cualquier ciudad del sudeste asiático.
Hace mucho que no vemos algo parecido, es como estar soñando. Los coches
vuelven a detenerse en los pasos de peatones y a respetar los semáforos, todo
está lleno de inmensos parques verdes por los que se puede ver a multitud de
gente corriendo y haciendo ejercicio, no hay sonidos molestos y huele a flores
por todas partes. La ciudad reluce bajo el límpido cielo primaveral.
Nuestros anfitriones son
verdaderamente hospitalarios. Michael es un aventurero que se pasa la vida
atravesando a pie los desiertos de todo el mundo. Nos está ayudando a preparar
nuestra ruta.
Y Evelina nos cocina alguna que otra deliciosa especialidad
polaca. Con ellos descubrimos el fabuloso vino australiano, una grata sorpresa.
El barrio es un remanso de
paz. Llama la atención la original decoración exterior de algunos comercios.
Pasamos unos días
descubriendo la ciudad desde nuestras bicis. Parece que Sydney está diseñada
para los ciclistas. Es una gozada pedalear por estas calles. Se trata de una
ciudad amplia y luminosa, muy apta para las actividades al aire libre. Unos
cuantos rascacielos y algún que otro puente monumental le dan un
imponente aspecto de moderna y flamante metrópolis.
Pero tras esa fachada se
levanta una tranquila y acogedora urbe de casas bajas, barrios silenciosos y
panorámicas espectaculares.
No hay más que subirse al altísimo puente del
puerto para deleitarse con la maravillosa estampa urbana bañada por el océano y
presidida por la famosa y pintoresca Ópera House.
Además, tan sólo tenemos que
alejarnos un poco del centro para aislarnos y quedar impresionados ante la
impactante visión que forman los abruptos y dramáticos acantilados que las
implacables aguas del Pacífico han moldeado a su antojo.
El principal problema para
nosotros son los elevadísimos precios, todo vale el doble o el triple que en
España, y diez veces más que en cualquiera de los países que hemos recorrido en
los últimos tiempos. Habrá que tirar de imaginación para
escapar de estos precios si no queremos que nuestro viaje
termine aquí. Aún así, este es uno de esos lugares donde no nos importaría
quedarnos a vivir durante una larga temporada.
A menos de cien kilómetros
de la ciudad, hacia el interior, se encuentra la inmensa región montañosa de
las Blue Mountains. Hacia allí nos dirigimos, queremos caminar un par de días a
través de este particular entorno.
El lugar es precioso. Nos
introducimos en los bosques de eucaliptus para recorrer las elevadas mesetas. Es impresionante ver tantos miles de estos árboles de corteza pálida. Sobre sus
ramas reposan unas escandalosas cacatúas negras con manchas amarillas.
Aunque
lo que realmente es sensacional es alcanzar cualquiera de los puntos donde la
meseta se fractura bruscamente formando profundísimas y vertiginosas gargantas.
Es entonces cuando ante nosotros se muestra la inabarcable inmensidad que marea
tanto o más que mirar hacia abajo con la respiración inevitablemente
entrecortada. Imposible permanecer más de dos segundos asomados al abismo, es
insoportable.
Abajo, entre los descomunales
barrancos, el húmedo y frondoso bosque se extiende inacabable. Las paredes de
los despeñaderos, con sus altísimas caídas de agua, son colosales. Aquí
nos sorprende el eco del canto de las blancas cacatúas que nos sobrevuelan y el
de otras tantas aves de colores que aparecen por doquier.
Cuando el sol decide empezar
a ocultarse, la temperatura cae en picado, así que hay que acampar deprisa y
abrigarse mucho. Todavía no estamos acostumbrados a estos fríos dolorosos. Lo
estuvimos, pero hemos pasado demasiados meses al abrigo del sol.
Despertarse con las tímidas
luces del amanecer al borde del abismo hace que a uno se le escape una sonrisa
tonta.
De vuelta a la ciudad nos
despedimos de nuestros amigos polacos para empezar ya con nuestro periplo
ciclista australiano. El objetivo es recorrer los poco más de mil quilómetros
que separan Sydney de Melbourne, siempre pedaleando junto a la costa este, y
una vez allí, coger un ferry que nos conduzca a la enigmática isla de Tasmania,
un lugar que ansiamos descubrir con la calma que merece. En total, algo más de
dos meses en territorio aussie.
Las bicis empiezan a rodar
en dirección sur, a través del estado de Nueva Gales del Sur. La ciudad va
quedando atrás, la abandonamos por carreteras secundarias, sin tener que tomar
más que un pequeño tramo de autopista, en cuyo arcén yace algún que otro
pequeño y extraño marsupial atropellado.
Alcanzamos la entrada del
Royal National Park, a través del cual pedaleamos con el objetivo de seguir
evitando la autopista.
El recorrido por el bosque es sensacional.
Al detenernos
a desayunar, aparecen varias cacatúas blancas que se acercan a nosotros con un
atrevimiento sorprendente.
Más tarde ascendemos unas
cuantas pendientes que se nos hacen interminables, se nota que es el primer día
de pedaleo serio después de más de un mes. Cuando alcanzamos el punto más alto
descubrimos por fin el mar. Las vistas son primorosas, una gran recompensa al
esfuerzo. Y ahí abajo ya podemos ver nuestro primer destino, el tranquilo
pueblo de Stanwell Park. Y al fondo, la espectacular carretera de la costa que
recorreremos dentro de unos días.
No somos los únicos que estamos disfrutando en este lugar.
Aquí vamos a ser acogidos
por Kieran, un abogado y piloto de ala delta australiano jubilado y
reconvertido a artista. Contactamos con él a través de Warmshowers, una web de
cicloviajeros. Kieran es un tipo excepcional, vive en una casa preciosa y
enorme junto al mar. Una casa, como él dice, demasiado grande como para no ser
compartida con otras personas. De forma que ofrece alojamiento gratuito a quien
lo necesite. Ben y Max, arquitecto y médico respectivamente, también están aquí
alojados. Así que nosotros encantados de poder pasar unos días en esta
maravilla de lugar y en tan buena compañía. Además Kieran es un gran aficionado
al vino y al buen comer, con lo que no nos falta de nada, especialmente el
elixir de la felicidad. En estos días hemos bebido más vino que en todo el año
de viaje. También aquí degustamos nuestra primera barbacoa australiana.
¡Espectacular!
La playa junto a la vivienda
es sensacional, y un buen lugar para pasar el rato contemplando a los
experimentados surfistas australianos. Las olas en esta costa son salvajes.
Desde Stanwell Park hacemos
una incursión a pie de nuevo al Royal National Park, pero en esta ocasión a
través de la costa, para dejarnos sorprender por sus solitarias playas y sus
vertiginosos acantilados.
Cuando no son los descomunales precipicios, son las
sorprendentes aves, los enormes erizos o la curiosa flora lo que requiere toda
nuestra atención.
Por caminar demasiado
embelesados con todo lo que nos rodea, Claudia ha estado a punto de pisar una
serpiente que, por suerte, ha huido escurriéndose entre sus piernas en lugar de
girarse y morder. El susto ha sido de los grandes, ya que sabemos cómo las
gasta la fauna australiana. De las veintitrés especies de serpientes más
venenosas del mundo, veinte habitan en este país. Podría haber sido una
experiencia más que desagradable, pero ha quedado en un aviso. La lección está aprendida,
mil ojos.
Después de tres días en
Stanwell Park, decidimos continuar nuestra ruta, pero antes de partir, Kieran
nos sorprende dejándonos las llaves de su casa de campo que se encuentra
doscientos kilómetros al sur, justo en nuestra misma dirección. Este hombre es
increíble y nosotros estamos de suerte. Es genial cuando ocurren estas cosas.
Continuamos nuestro camino
recorriendo la carretera de la costa, disfrutando de las vistas y sufriendo sus
pendientes. La costa este australiana no es plana en absoluto, así que entre
los desniveles y las constantes paradas para contemplar los impresionantes
paisajes, parece que vamos a avanzar más lentos de lo previsto.
Hemos descubierto que cada
pocos kilómetros existen amplias áreas de descanso que disponen de barbacoas
gratuitas. Se trata de planchas que se calientan con tan solo presionar un
botón. Esto es una maravilla, nos va a venir genial. Así que al súper a comprar
algo de carne. Curiosamente, aquí, las verduras y las frutas son carísimas, en
cambio, la carne es más asequible. Todo lo contrario que en el resto
de países que hemos visitado. Llevamos un año comiendo arroz con verduras, esto
va a suponer un gran cambio en nuestra alimentación.
Pedalear a través de este
bellísimo entorno hace que uno no piense en el cansancio, y es que realmente el
paisaje hipnotiza.
Al atardecer llegamos a
nuestro destino de hoy, el hermoso pueblo de Kiama, un lugar particularmente
bello. Se encuentra asentado sobre verdes y elevadas laderas que se transforman
en rocosos barrancos cuando alcanzan el mar.
Tratamos de encontrar algún
lugar donde pasar la noche, pero los campings son carísimos. El problema es que
aquí no se puede acampar en cualquier sitio, ya que los rangers patrullan por
la noche a la caza de campistas furtivos, y las multas no son ninguna broma. De
esta forma, decidimos retomar la vieja costumbre de pedir permiso para montar la
tienda en el jardín de alguna casa. En el sudeste asiático funcionaba muy bien,
pero esto es el primer mundo y la gente suele ser menos generosa y más
desconfiada, así que ya veremos qué ocurre. Basándonos en la teoría de que a
los ricos les gusta acometer alguna buena acción de vez en cuando para aligerar
la carga de sus conciencias, nos dirigimos a la casa más grande, lujosa y con
mejores vistas, que además tiene un jardín de césped más grande que un camping.
La respuesta de la propietaria es un rotundo no. Empezamos bien. Después hemos
caído en la cuenta de que alguien capaz de vivir rodeado de semejantes lujos a
pesar de lo que ocurre en el mundo, no tiene que aligerar su conciencia, porque
directamente no la tiene. Así que probamos suerte en otra casa, ésta de aspecto
más mundano. Tras una breve conversación, el propietario nos da su visto bueno
para plantar la tienda en su jardín, y a los pocos minutos aparece su esposa
para dictaminar que de acampar nada, que a dormir en casa. Intentamos explicar
que no es necesario, que no queremos molestar, que en el jardín es más que suficiente,
pero la buena mujer, que es enérgica y autoritaria como un sargento, nos obliga
a pasar. Se trata de una simpatiquísima familia numerosa. Jeff, el padre, es
enfermero, qué casualidad. Después de ducharnos nos hacen explicarles todo
nuestro viaje y ellos también nos cuentan su vida, primero frente a un café,
luego frente a un buen vino, y finalmente frente a una súper barbacoa, y ya van
dos. Los australianos nos están mal acostumbrando. Pasamos horas hablando y
riendo, ha sido una noche perfecta. Estas cosas sólo suceden cuando se viaja en
bici.
Por la mañana nos dan desayuno, tostadas con el omnipresente Vegemite, y comida para el camino. Nos despedimos temprano.
Seguimos alucinando con el
paisaje.
A las pocas horas de
pedaleo, empezamos a notar que algo golpea nuestros cascos. Miramos hacia
arriba pensando que son ramas secas o algo que se está desprendiendo
de los árboles, pero resulta que no hay nada sobre nosotros. Continuamos
avanzando sin entender qué ha ocurrido, y a los pocos segundos, otra vez, un
golpe en el casco, esta vez más contundente. Volvemos a mirar hacia arriba y
descubrimos unos pájaros negros y blancos, de aspecto similar al de los
cuervos, que nos están atacando. Empezamos a pedalear a toda velocidad, pero
las aves nos persiguen y se lanzan en barrena contra nuestras cabezas una y
otra vez. Agitamos los brazos al aire cada vez que vemos sus sombras sobre el
asfalto acercándose a nosotros, pero ellos continúan repicando impetuosamente
con furia, hasta que finalmente logramos escapar. Qué mal rato. Suerte de los
cascos, porque sus picos son grandes y robustos. ¿Desde cuándo los pájaros
atacan a las personas? Creíamos que eso ocurría sólo en la retorcida
imaginación de Hitchkok o en el chiste de los pájaros Pígüi. Está claro que la
fauna australiana es un mundo aparte.
Ahora empiezan a aparecer
señales en la carretera que advierten de la presencia de canguros. Esperemos
que ellos no hagan nada raro.
Y al poco, mientras pedaleamos a través de los
vastos y ocres campos que forman este paisaje tan típicamente australiano,
avistamos en la distancia los primeros canguros que se han puesto en pie para
observarnos intrigados por nuestra presencia. No deben estar muy acostumbrados
a ver ciclistas. Para nosotros es verdaderamente emocionante contemplar
canguros salvajes en los márgenes de la carretera por primera vez. Estamos
presenciando una estereotipada imagen que había sido recreada una y mil veces
por nuestra imaginación antes de visitar Australia. Y es exactamente tal y como creíamos.
Poco después alcanzamos
nuestro destino de hoy. Se trata del pueblo de Vincentia, situado a orillas de
la Bahía de Jervis. Acabamos de llegar a un lugar sensacional, repleto de
playas igual o más espectaculares que cualquiera de las que hemos visto en el
sudeste asiático.
Aquí somos acogidos por
David y Jill, una pareja que conocimos a través de Warmshowers. Viven en una
casa que parece sacada de un cuento de hadas y son encantadores. Al llegar,
Jill nos lleva a conocer los alrededores de la zona, que se encuentra dentro
del Booderee National Park. Aquí es muy fácil observar canguros y ualabíes de cerca.
Y al
regresar a casa, ¡sorpresa!: un buen vino tinto y una sabrosa barbacoa
australiana. Esto es alucinante. Debemos haber sido muy buenos en otra vida.
Además, por la mañana,
aunque parezca increíble, nos traen el té a la cama y nos preparan un super
desayuno de esos con huevos fritos, bacon, mermelada, zumo natural, café y
demás maravillas a las que estamos muy poco acostumbrados. Sorprende la
desinteresada generosidad y la atención australianas, esto no suele ser común
en los países ricos, qué buena gente. Por la noche se lo agradecemos con un
poco de gastronomía ibérica de estar por casa, pero que a ellos les encanta.
Queríamos cocinar una escalibada, algo típico de nuestra tierra, pero en el
supermercado, un pimiento y una berenjena costaban más de diez euros, algo
surrealista pero, al parecer, normal por aquí. Así que al final les hemos
conquistado con una deliciosa tortilla de patatas y unos champis al ajillo y pa
amb tomàquet, que con un buen vino australiano combinan muy bien.
Pasamos un par de días
magníficos con esta sin igual pareja. Son muy aficionados a las aves y nos han
explicado que los pájaros que nos atacaron hace un par de días se llaman mag
pie y se comportan así en esta época, cuando están anidando. Incluso, en
ocasiones, atacan a los niños en los colegios y debe acudir la policía a
dispararles. De hecho, Jill se fracturó varias costillas no hace mucho al caer
de su bici mientras sufría un ataque de estas aves.
Siguiendo sus recomendaciones, Claudia tunea su casco acoplando unos ojos para disuadir a los pájaros. ¡Funciona! Ahora ya sólo atacan a Javi.
Poco a poco percibimos que
el inglés australiano está empezando a dejar de ser una lengua ininteligible
para nosotros, con lo que todo va resultando mucho más sencillo y fluido.
Por aquí descubrimos el
insólito espectáculo natural que ofrece la Bahía de Jervis, que combina playas
sublimes con formidables acantilados. Todo en Australia nos está maravillando.
Nos despedimos de esta gente
tan entrañable y continuamos nuestro camino.
Hoy pasamos la mayor parte del
tiempo en la autopista, la Princess Highway, pero es bastante agradable en este
tramo, con buenos arcenes y en la que se suceden bosques y enormes granjas donde pastan vacas y caballos. Además, de autopista tiene poco, parece más bien una carretera nacional.
De tanto en tanto atravesamos algún que otro tranquilo y diminuto pueblo. Suelen estar
formados por una calle principal flanqueada por edificios bajos que agrupa
todos los comercios y servicios. En las calles adyacentes se levantan las
viviendas, normalmente bonitas casas con grandes jardines.
La etapa de hoy está siendo
endiabladamente ondulante, no hacemos más que subir y bajar constantemente,
algo agotador.
Paramos en la pequeña ciudad
de Ulladulla para hacer acopio de víveres antes de llegar a nuestro destino, el
pueblo de Burrill Lake.
Por aquí cerca debe estar la casa que Kieran nos ha
prestado. Tenemos un mapa casero y algunas indicaciones para encontrarla, pero
parece que no va a ser fácil. Siguiendo sus instrucciones, abandonamos la
autopista para tomar una carretera que en pocos kilómetros se convierte en una pista
de tierra polvorienta y solitaria que se adentra en un frondoso bosque.
Por ella pedaleamos un buen
rato hasta que, como indica el mapa, debemos tomar un pedregoso y tortuoso
camino que no parece llevar a ninguna parte más que a las profundidades de la
floresta.
Súbitamente aparece una
señal en la que se lee propiedad privada, parece que vamos bien.
Ahora el camino desciende vertiginosamente, las bicis van derrapando sobre las piedras y es difícil controlarlas con tanto peso como llevamos. De repente una enorme puerta metálica bloquea el camino.
Kieran nos dejó un montón de llaves y en la puerta hay un montón de candados, así que paciencia. Esto parece una gincana.
Una vez al otro lado, el
camino ya es prácticamente imposible para las bicis y además es interminable.
Parece que lo único que hacemos es adentrarnos en las entrañas del bosque para
no llegar a ningún sitio concreto, esperemos que no sea una broma del bueno de
Kieran.
Pero al rato avistamos algo
allá al fondo.
Y al acercarnos alucinamos
con la cabañita.
Se trata de una enorme casa
de madera. Frente a ella hay un pequeño lago.
La vivienda es realmente
acogedora y está totalmente equipada. Disponemos de electricidad gracias a
varias baterías solares. Hay una chimenea enorme en medio del comedor que no
tardamos en prender, la noche promete frío. Increíble, todo esto para nosotros.
Estamos solos, en las
profundidades del bosque, lejos de todo, y al anochecer, las criaturas que
habitan la oscuridad empiezan a dar rienda suelta a su espectáculo de extraños
sonidos. En estos lugares, la naturaleza antagónica entre el día y la noche
cobra todo su significado, y aquí uno siente que es definitivamente un ser
diurno. Ahora es cuando Jason, la bruja de Blair o Evil Dead acuden
maliciosamente a nuestra mente. Qué bien lo pasa uno viendo esas películas en
casa y qué flaco favor nos hacen ahora. Mejor no pensar mucho y disfrutar de la
suerte de poder estar en un lugar como éste.
Horas más tarde, cuando las
cocobaras nos despiertan con su curiosa y atronadora carcajada, las luces más
precoces ya empiezan a filtrarse entre los enormes árboles que rodean la casa.
Al salir a la terraza a desayunar, varios canguros se reúnen frente a nosotros. Qué gozada despertarse en semejante paraje.
A ver quién salta más.
Después de un par de días
decidimos continuar con nuestra ruta hacia el sur. El terreno es más montañoso
cada jornada que pasa, así que las etapas se van endureciendo. Pedaleamos
durante kilómetros entre frondosos bosques. Es increíble la cantidad de parques
naturales por los que estamos pasando, y es que Australia es como un inmenso
parque protegido.
También circulamos junto a enormes granjas rodeadas de vastas
y verdes llanuras.
Alcanzamos el pueblo de
Mossy Point, y en una de sus calles conocemos a July, que nos deja plantar la tienda en
el jardín de su casa, ya que las habitaciones están ocupadas por varios
invitados. Esta noche da una cena, a la que, por supuesto, acudimos encantados.
Hoy toca curry de pollo con arroz, es como regresar a Asia. Y cómo no, mucho
vino.
Continuamos pedaleando, todavía falta mucho para llegar a nuestro destino.
Decidimos tomar un desvío para recorrer la carretera
que transcurre junto al mar, entre el pueblo de Dalmeny y el de Kianga. Y la
decisión ha sido sencillamente providencial, y no sólo porque esta parte de la
costa es espectacular.
Mientras pedaleamos con la mirada puesta en el
inabarcable océano, tenemos la enorme fortuna de observar dos inmensas ballenas
que asoman sus descomunales cuerpos del agua para volverse a sumergir en un
sinfín de piruetas que nos dejan atónitos. No podemos creer lo que estamos
presenciando. Durante esta época, estos espectaculares animales llevan a cabo
su migración desde las cálidas aguas subtropicales del norte
del país, donde acuden a reproducirse, hacia las frías aguas
antárticas en las que se alimentan.
Pedaleamos en paralelo
al rápido avance de las gigantescos cetáceos durante un rato hasta
que se pierden en la distancia. La lástima ha sido no haber podido tomar una
buena foto, pero aunque no lo parezca, esa mancha negra en mitad del mar es una
ballena enorme.
Proseguimos nuestro camino
para tener que volver a detenernos. En esta ocasión es un grupo de delfines
quienes llaman nuestra atención con sus simultáneos brincos. Este
lugar es un espectáculo.
Unas horas más tarde,
todavía alucinados por los maravillosos avistamientos de hoy, sufrimos otro
ataque de mag pies del que escapamos sanos y salvos.
Atravesamos bonitos lagos durante el atarceder.
Al poco alcanzamos el
pueblo de Bermagui, donde una encantadora pareja nos da permiso para dormir en
el garaje de su casa.
Por la mañana, mientras tomamos
café, nos ofrecen una casa en Melbourne por si la necesitáramos y nos dan
comida para el camino. Qué fácil nos lo está poniendo todo esta gente.
Nos ponemos en marcha.
La etapa de hoy está siendo
durísima, aunque ya todas lo son, abundan los desniveles y es difícil pedalear
en plano por más de un kilómetro seguido.
Además, desde hace un rato nos
asaltan constantemente unos insectos voladores imposibles de esquivar. Aparecen
señales de tráfico que indican la presencia de koalas y wombats, pero de momento, a pesar
de que escrutamos con atención las copas de los eucaliptus que nos rodean, no
avistamos ninguno.
Hacemos una parada para
comprar comida en el pueblo de Miranbula, donde una mujer nos explica que los
insectos voladores que nos hemos estado comiendo involuntariamente indican lluvia
inminente. Esperemos que se equivoquen porque hemos plantado la tienda en el
bosque y no queremos mojarnos.
La noche ha transcurrido
tranquila y ni rastro de la lluvia prometida. Por la mañana descubrimos
que hemos sufrido un ataque de garrapatas mientras dormiamos, asi que
a calentar aceite para extraerlas. Están bien enganchadas las
condenadas.
Alcanzamos el pueblo de Eden
cuando empieza a soplar un viento terrible que ha hecho que, mientras descansamos, salgan volando muchas de nuestras cosas. Seguimos avanzando con el insoportable viento en contra hasta
que nos detenemos en un área de descanso de la autopista donde
montamos la tienda para pasar la fría noche. Y ahora sí que
llega la lluvia que se había hecho esperar. Por suerte estamos a
cubierto y además podemos encender un fuego.
Hemos abandonado la costa
este para trazar una diagonal hacia el interior que nos ha de llevar a
encontrar la costa sur en un par de días. Atrás queda ya el estado de
Nueva Gales del Sur. Acabamos de cruzar la frontera y pedaleamos ahora sobre el
suelo del estado de Victoria.
Todo el trayecto se encuentra
completamente deshabitado, salvo alguna esporádica granja. Parece que
el buen tiempo del que gozábamos en Australia nos está abandonado. Seguimos
atravesando interminables bosques con fuerte viento en contra y lluvia
intermitente, lo que significa mucho frío.
El arcén de la carretera se
encuentra repleto de enormes ramas secas que el viento está derribando.
No hace ninguna gracia pedalear constantemente rodeados de gigantescos árboles
que se zarandean y crujen.
Por la tarde alcanzamos Cann River, un extraño
pueblo en mitad de la nada. Estos pueblos solitarios parecen sacados de un western. En ellos, una tienda lo es todo: supermercado, gasolinera, oficina de correos, locutorio y motel.
Súbitamente el cielo se abre, aparece un sol
radiante y empieza a granizar durante un par de minutos. La meteorología
australiana también es un mundo aparte.
El viento no nos deja
continuar, así que nos buscamos la vida para asearnos y tratamos de encontrar
algún sitio donde pasar la noche.
Conseguimos colarnos en un
camping donde podemos gozar de agua caliente y electricidad.
Por la mañana continúa el
potente viento en contra, el frío, la lluvia, las ramas que caen, las
pendientes constantes y todas las cosas que fastidian cuando se está pedaleando.
Hoy tocan ciento quince kilómetros de bosques y nada más que bosques. A mitad
de etapa sufrimos otro ataque de pájaros para acabar de redondear el día. Por suerte, por
la tarde se arregla el tiempo.
Finalmente alcanzamos el pueblo de Orbost, por fin algo de civilización. Y algo
más adelante, cerca de Nowa Nowa, solicitamos alojamiento en una preciosa
granja rodeada de verde pastura de la que se alimentan vacas y caballos. Los
dueños son una agradable pareja. La mujer es enfermera. Nos dejan ducharnos,
lavar ropa y nos preparan una enorme cama con mantas eléctricas que sienta de
maravilla después de haber estado durmiendo en la tienda durante unos cuantos
días. Además preparan una deliciosa cena y como colofón una exquisita tarta
casera de limón con helado. Demasiados placeres. Demasiada suerte.
Otro día frío y ventoso
culmina en el pueblo de Paynesville, donde cogemos un ferry que en un abrir y
cerrar de ojos nos lleva a la pequeña Raymond Island. Aquí nos alojamos en casa
de Peter, con quien contactamos a través de Couchsurfing. Peter es un loco de
los trenes eléctricos, y en su casa ha montado, a lo largo de diez años, la maqueta
más impresionante que jamás hayamos visto.
Con él probamos uno de los platos más populares del país, el pastel de carne. A cambio, como siempre, preparamos una buena tortilla de patatas, buena, bonita y barata.
Regresa el buen tiempo y
esta isla es un remanso de paz sobre el que revolotean miles de aves de
colores. El lugar está plagado de enormes eucaliptus y aquí, por fin,
conseguimos ver koalas. Está lleno de estos graciosos marsupiales que se pasan
todo el día dormitando sobre alguna rama. Es increíble la cantidad de animales
que estamos viendo en Australia.
Tras un par de días relajados decidimos ponernos en marcha de nuevo. Nos
encontramos a tan solo trescientos kilómetros de Melbourne y la etapa de hoy es
totalmente plana. Además hace sol y ni rastro de viento. Tras esta jornada
inusualmente sencilla, llegamos a la ciudad de Sale, donde nos acoge una
magnifica familia que, para variar, nos trata de maravilla. Se trata de John,
Trish y Nick. El hijo, Nick, de catorce años, nos lleva a conocer los bonitos
humedales, un lugar muy poco recomendable para visitar en tándem, aunque muy
divertido.
Estamos de suerte, ya que Nick es un apasionado de la cocina, y ha
preparado un espectacular cordero al horno y un increíble mus de chocolate con
helado de vainilla.
Después de cenar, John, el padre, nos ofrece un recital de
baladas folclóricas australianas. Ya es lo que nos faltaba, un cuento antes de
ir a dormir.
Por la mañana, tras un estupendo desayuno, volvemos a la carretera, pero
hoy el viento ha regresado más impetuoso que nunca, incluso nos derriba en
alguna ocasión. Es como intentar pedalear contra una pared de granito. Así es
imposible avanzar. En el pueblo de Rosdale hacemos autostop y conseguimos que
un buen hombre nos recoja en su furgoneta llena de cocacolas frías y que nos deje en
Warragul, a tan solo cien kilómetros de Melbourne, donde nos esperan Michael,
Kath y la pequena Maeve, la familia que nos alojará hoy. Michael y Kath pedalearon
17500 kilómetros a través de Australia hace unos años. Para variar, son
maravillosos. Hoy toca de nuevo cordero al horno y mucho vino. Tenemos tanto
que agradecer a toda esta gente increíble y a Warmshowers. Están convirtiendo
nuestro periplo australiano en una experiencia realmente especial.
Y hoy, por fin, alcanzamos Melbourne, otra gran y agradable ciudad
australiana. Objetivo cumplido.
Cerca de la gran ciudad, en Geelong, nos espera Ben, a quien conocimos hace
unas semanas en Stanwell Park, cuando estuvimos con Kieran, y que nos ha
invitado a relajarnos unos días en su casa. Con él y con su novia, Sophie, recorremos en coche la famosa Great Ocean Road, una espectacular carretera que
circula junto a la costa y que ofrece un paisaje alucinante, formado por
acantilados, playas impresionantes y extraños y mágicos fenómenos geológicos.
Además, tan sólo hay que desviarse unos pocos kilómetros para vernos inmersos
entre bellísimos y frondosos bosques húmedos.
Aquí probamos la comida rápida más famosa de Australia: fish and chips.
Ahora ya sólo nos queda esperar un par de días hasta que zarpe nuestro
barco rumbo a la isla de Tasmania, lugar que ansiamos conocer y donde pretendemos
pedalear durante algo más de un mes.
Ha sido esta primera fase de la aventura australiana un viaje sensacional
en el que hemos conocido a mucha gente maravillosa, descubierto lugares formidables
y alucinado con la fauna. Hemos superado duras etapas que nos han preparado
para las dificultades del frío y montañoso mes que se avecina. Y algo muy
importante y difícil, hemos pasado un mes en Australia sin arruinarnos y
sintiéndonos realmente cómodos, de hecho ha sido el mes en que menos hemos
gastado y mejor hemos vivido, y en eso tiene mucho que ver la bici y toda la
buena gente que nos ha ayudado.
Thanks guys, thanks to all the amazing, kindly and open-handed people who have helped us along this unforgettable month in Aussie. You know who you are and you know you have a sweet home in Barcelona whenever you want. We are looking forward to meet you again. See you soon.