Nos encontramos
una vez más a las puertas de un nuevo país, en esta ocasión, Indonesia, una
vieja conocida. Vuelve a manifestarse esa singular emoción que surge tras cada
cruce de fronteras, cuando todo vuelve a ser nuevo y el devenir es una
apasionante incógnita que clama por ser despejada.
Además, en esta
ocasión, todo va a ser más diferente que nunca.
En primer lugar,
no viajaremos solos. Hemos recibido la esperada visita de Ada y Albert. Siempre
es excitante cuando alguno de los nuestros se acerca a compartir algún episodio
de esta aventura.
En segundo lugar
no nos acompañan nuestras bicis, han quedado aparcadas en Kuala Lumpur a la
espera de ser rescatadas dentro de algo más de un mes. Lo que significa que
dejamos de ser autosuficientes, es decir, gastaremos más dinero, dormiremos de
nuevo en hoteles, volveremos a batallar con conductores de autobuses y taxistas
para no ser estafados vilmente, y lo peor, nos limitaremos a visitar las áreas
más turísticas. Eso es lo que hacen la mayoría de los viajeros y eso es lo que
hacíamos nosotros hasta que compramos las bicis, así que no viene de nuevo,
toca adaptarse.
Y en tercer lugar,
acaba de dar comienzo el Ramadán, algo que en una isla de mayoría musulmana
como Sumatra va a resultarnos tan interesante como, de buen seguro,
problemático. De eso no nos cabe duda.
Aterrizamos en el
aeropuerto de la sofocante Padang, devastada en el 2009 por un terremoto. Un
autobús y dos furgonetas atestadas nos trasladan a nuestro primer destino.
Cuánto tiempo sin utilizar este tipo de medios de transporte y qué extraño se
nos hace contemplar impotentes como la realidad pasa fugaz a través de una
ventana. Es como ver una película, en lugar de protagonizarla. Aún así,
observando el tráfico, el estado de las carreteras y la forma en la que aquí
conducen, puede que haber aparcado las bicis haya sido una gran decisión.
Alcanzar la
ciudad de Bukittinggi es todo un soplo de aire fresco. Su altura nos
proporciona un respiro y nos permite disfrutar de una temperatura deliciosa.
Pero no todo son
buenas noticias. Los inconvenientes del Ramadán se presentan de golpe y sin
avisar.
Las numerosas
mezquitas parecen querer demostrar cuál es la que posee los amplificadores más
potentes, es como si compitieran entre sí aumentando los decibelios de sus
incesantes cantos. Las atronadoras llamadas a la oración se entremezclan
caóticamente aquí y allá, repicando hasta en el último rincón de la ciudad.
Y lo peor.
Durante el día, todos los restaurantes permanecen cerrados. Encontrar algo de
comer resulta harto complicado, y cuando lo conseguimos, debemos ocultarnos si
no queremos ser el objetivo de las desafiantes miradas o incluso de las advertencias
de los famélicos transeúntes. Parece que comer a escondidas sintiéndonos
delincuentes va a ser lo habitual. Es una sensación muy extraña.
Siempre tratamos
de respetar la cultura y las costumbres de todos los lugares que visitamos,
independientemente de lo que nos parezcan, pero esto daría para un buen debate.
Estamos hablando de ¡comer!, y nosotros no somos musulmanes. ¿Qué es lo
correcto? Comer o no comer, esa es la cuestión.
Al margen de
dilemas éticos, lo que a nuestros ojos no deja de ser fascinante es observar a
tantísima gente haciendo penitencia en vida con el objetivo de poder disfrutar
del supuesto paraíso prometido. Resulta un tanto desesperanzador, sobre todo
para aquellos que pensamos que es mejor dejar las penitencias para la otra
vida, si es que ha de llegar, y gozar de ésta que es segura y, además, muy
corta.
Al anochecer, por
fin los restaurantes abren y todos corremos como hienas para poder darnos el
único atracón legal del día antes de que la comida se acabe, cosa que no tarda
en suceder. Increíble.
Volvemos a las
dos ruedas para conocer los alrededores de la ciudad un poco más de cerca, así
que alquilamos un par de motos y nos dirigimos al valle de Harau. El trayecto es verde
y hermoso.
Pero el valle es imponente. Aquí, descomunales paredes graníticas se
elevan bruscamente acotando dramáticamente la vasta llanura que forman los
campos de arroz.
Otra lata de
sardinas con ruedas, nos traslada a uno de esos lugares que generan cierto
embrujo.
La poderosa
quietud de las aguas del lago Maninjau inunda el colosal cráter de un volcán
extinto.
Los rayos del sol dibujan sorprendentes
sombras en el agua al ser obstaculizados por la espesa bruma, que queda
irremediablemente atrapada en la majestuosa caldera, liberándose al atardecer,
cuando ya, vestida de color fuego, acaba por disolverse.
Todo conforma una
atmósfera misteriosa y plácida.
Sin duda, un
fabuloso lugar donde pasar el cumpleaños.
No habiendo
tenido bastante con un lago, vamos a por el segundo. El famoso e inmenso lago
Toba es, sin duda, un lugar espectacular
de belleza indiscutible, pero la insultante cantidad de restaurantes y hoteles
que aquí se concentran, consiguen que este enclave pierda gran parte de su incuestionable
encanto.
El Toba también
ocupa la inabarcable caldera de un volcán, y nosotros nos encontramos alojados
en una enorme isla que emerge de sus aguas. Es decir: un cráter, dentro de él
un lago, y dentro del lago una isla, y aún hay más, dentro de la isla otros
lagos. Algo insólito para nosotros.
Al margen de la
aberración turística, lo mejor es recorrer la isla en moto huyendo de la zona
crítica. Es entonces cuando descubrimos un paisaje realmente sensacional.
Atravesamos pequeñas aldeas habitadas por los indígenas de la etnia
Batak. La arquitectura de sus viviendas es verdaderamente curiosa.
Pero hay
algo mejor, los batak son cristianos, lo que significa que podemos comer
durante el día sin problemas. También son interesantes sus mercados, en los que
se vende la deliciosa fruta típica de estos lares.
Así que, estando
a salvo de los estragos del Ramadán, este es un buen sitio para pasar unos días
tranquilos lejos del hambre.
Tras abandonar el
lago Toba, todos nuestros planes se ven alterados. La ruta propuesta
inicialmente debe ser variada por completo. Acabamos de enterarnos de que lo
peor del Ramadán no es el Ramadán, si no lo que viene después. Resulta que al
finalizar el dichoso mes de ayuno, todo el mundo tiene una semana de
vacaciones, con lo que el país se convierte en un auténtico caos. Todo el mundo
empieza a moverse. Así que se reduce drásticamente la posibilidad de encontrar
medios de transporte disponibles, los hoteles se llenan hasta la bandera y las
áreas turísticas se transforman en lugares insoportables y caros.
De esta forma, la
perla de nuestro viaje, lo que habíamos reservado para el final, va a
convertirse en nuestro próximo destino para así poder ser disfrutado con la
calma que merece.
Tras dieciséis
horas de viaje, varias de ellas en un bus que nos ha dejado tirados en mitad de
la noche y otras tantas aprisionados en una furgoneta, llegamos a la ciudad de
Banda Aceh, tristemente conocida por ser el escenario que el famoso tsunami del
2004 arrasó casi por completo, cobrándose la vida de más de sesenta mil personas.
Sus habitantes, devotamente musulmanes, ocupan ahora una ciudad totalmente
reconstruida que conserva escasas pero flagrantes huellas físicas de la
dramática catástrofe.
Recorriendo las
calles de Banda Aceh, quedamos estupefactos al toparnos con grandes barcos que
permanecen encajados entre viviendas que se levantan a varios kilómetros de la
costa. Hasta allí los arrastró el tsunami, y allí permanecen convertidos en un
siniestro recuerdo de la magnitud del desastre.
Resulta
inquietante descubrir junto a las señales de tráfico, otras que indican en qué
dirección se debe correr en el caso de que las aguas vuelvan a invadir la
tierra. Señalan edificios elevados en los que poder refugiarse.
A pesar de todo, esta gente parece ser la más alegre de Sumatra.
Desde aquí
cogemos un ferry que nos traslada a la joya de nuestra estancia en estas
tierras. Se trata de la impresionante isla de Pulau Weh, situada en la punta
norte de Sumatra.
En este peñón
imponentemente verde, bañado por el océano Índico, a uno se le pone la piel de
gallina la primera vez que admira el color de sus aguas. Y es entonces cuando
se percibe que se ha llegado a un lugar único.
En el diminuto
pueblo de Iboh encontramos el que es, sin duda, el alojamiento más espectacular
de todo nuestro viaje, y ya van unos cuantos. Un sencillo bungalow de madera y
techumbre de palma será nuestro idílico hogar para los próximos días, que
parece que van a ser más de los que habíamos pensado antes de ver esta
maravilla. Se eleva sobre unos pilares que emergen directamente desde las
cristalinas aguas, justo en el margen donde acaba el bosque y empieza el mar.
Su pequeña
terraza es un sueño hecho realidad. Desde ella contemplamos durante el día la
multitud de peces de colores que nadan bajo nosotros, y, al caer la noche, cientos
de luces centellean incansables bajo el agua. Son los calamares luminosos que
nos regalan un espectáculo visual surrealista, que compite en luminosidad con
el fastuoso cielo.
No son los
calamares los únicos animales que nos hacen compañía. Un par de enormes gekos y otros lagartos recorren cada noche las vigas del interior de la estancia, librándonos de los
miles de insectos voladores de todo tipo que acuden en masa a la llamada de la
luz.
Algún que otro
mono se pasea de tanto en tanto por el tejado, y no es extraño que alguna cabra
aparezca repentinamente en la terraza dándonos unos sustos de muerte. Está
claro que el bungalow no necesita televisión.
Escuchar durante
toda la noche el murmullo del mar que se agita bajo nosotros no tiene precio.
No muy lejos de
nuestra cabaña se encuentra el diminuto restaurante de Mama, que también es su
casa. Es tan pequeño que tan sólo dispone de una mesa, que reposa sobre una plataforma
elevada de madera cubierta por hojas de palma.
Mama es una
anciana entrañable que nos trata de maravilla y nos alimenta aún mejor.
De su
caótica cocina, salen platos deliciosos. Eso sí, la mujer se toma su tiempo.
Pero da igual, porque aquí el tiempo nos importa tanto como a nuestras abuelas
la física cuántica. Así que a jugar a cartas mientras se espera.
Mención aparte
merece el retrete. Mama se ha tomado la molestia de llevar a cabo una
adaptación artesanal de su lavabo para que los occidentales nos sintamos y nos
sentemos como en casa.
Gracias Mama,
pero en cuclillas ya nos va bien, que esa silla da un poco de grima, que el
agujero es muy pequeño.
Pero lo mejor de
esta isla no es nada de lo mencionado hasta ahora, lo mejor, sin duda, se
encuentra bajo el agua. Aquí uno sabe cuándo se sumerge pero no cuándo va a
salir. El tiempo transcurre inadvertido bajo estas espectaculares aguas. En
ellas se desarrolla un festival infinito protagonizado por los hermosos bosques
de coral y por los millones de peces de colores y criaturas extrañas que
pululan a nuestro alrededor.
De nuevo volvemos a avistar tortugas y tiburones,
y a sentir ese resorte que salta en el corazón cada vez que un escualo asoma de
entre la oscuridad.
Así que pasamos
la mayor parte del día sumergidos, ya sea buceando con tubo o con botella.
Aquí se cumple un
año desde que partimos de casa. A nosotros se nos ha hecho muy corto, aunque
Barcelona se antoja realmente lejana. Esperemos que el devenir sea igual de
fascinante que todo lo que ha acontecido hasta la fecha. De momento, no
queremos ni pensar en regresar a la vida de siempre. Todavía no queremos
despertar de este sueño.
Tras unos días
inolvidables debemos escapar del magnetismo de este lugar y de las hordas de
indonesios que aparecerán en cualquier momento ahora que ya ha terminado el
dichoso Ramadán.
Para descubrir la
siguiente maravilla nos dirigimos al pueblo de Bukit Lawang, con la intención de
adentrarnos en su jungla a la espera de poder avistar orangutanes.
El orangután, que en la lengua bahasa significa “hombre de la selva”, es un gran simio que tan sólo se encuentra en Sumatra y en Borneo.
Así que ya estamos caminando por la selva un tanto nerviosos a la espera de que en cualquier momento aparezca una enorme bola de pelo naranja.
Pero, como cada vez
que nos adentramos en alguna jungla, lo primero que nos sorprende son los
extraños insectos que parecen provenir de otro mundo.
A medida que
profundizamos en la densa maraña van apareciendo los primeros primates.
Observamos los omnipresentes macacos de cola larga y algo parecido a un gremlin
que jamás habíamos visto. Se trata de los monos que aquí llaman punky monkyes, aunque su nombre real es langur de Thomas.
Y un rato
después, por fin descubrimos emocionados los primeros orangutanes. Se trata de
tres ejemplares que brincan de rama en rama mientras los observamos atónitos y
con la piel de gallina. Estos animales pueden alcanzar dos metros de altura en
posición vertical y tres metros con sus
larguísimos brazos abiertos.
A medida que
transcurren las horas nos vamos topando con nuevos ejemplares, entre ellos
algunas hembras con sus crías, que parecen bebes humanos con cara de abuelos.
Muchos de estos
animales están acostumbrados a la presencia de la gente, además de que los
guías suelen alimentarlos, con lo que se acercan sorprendentemente a
nosotros.
Observar sus rostros frente a frente produce una turbadora sensación,
sus facciones y, sobretodo, su expresión, recuerdan demasiado a las del ser
humano.
Tras una parada para comer, en la que seguimos avistando preciosos animales, los guías improvisan un postre con cuatro frutas y mucha imaginación, cuya presentación tiene muy poco que envidiar a la mejor cocina de sala. Delicioso.
Y poco después tenemos la
fortuna de avistar a un macho dominante que reposa sobre las ramas. Se trata de
un ejemplar enorme que llama la atención por las vistosas prominencias que
ensanchan su cara.
Abandonamos Bukit
Lawang enormemente satisfechos con esta nueva y singular experiencia.
Ponemos rumbo a
la elevada y fresca ciudad de Berastagi, rodeada de montes volcánicos.
Y eso es
precisamente lo que hemos venido a hacer aquí, ascender al cráter del Gunung
Sibayak.
La empinada
caminata de unas pocas horas transcurre entre la verde floresta hasta que esta
se transforma en un paisaje como de otro planeta. Caminamos por un valle
pedregoso flanqueados por el denso humo blanco que emana a presión desde la
ruidosas fumarolas que resuenan como una olla exprés.
Al rato alcanzamos el escarpado
cráter, que contiene un lago de color azufre.
Desde aquí arriba las vistas son
sublimes. Un lugar perfecto para disfrutar del jamón ibérico cortesía de
Cansaladeria Ollé. ¡Qué momentazo!
Para Ada y Albert
el viaje ya toca a su fin, así que debemos regresar a Banda Aceh para que tomen
su vuelo de vuelta al otro mundo. Pero las vacaciones del Ramadán, que nos van
a estar fastidiando hasta el último segundo, están complicando la posibilidad
de poder llegar a tiempo. Nos informan de que todos los transportes están llenos, pero ha
surgido la opción de tomar un bus de catorce horas en el que debemos ir
hacinados en el pasillo, no hay alternativa, así que ahí vamos, dispuestos a
sufrir y acordándonos mucho del Ramadán. Por suerte, tras unas cuantas horas de
trayecto, algunas personas bajan y podemos tomar sus asientos.
Nos despedimos
emocionados de Ada y Albert, estos son los peores momentos, pero chicos: ya
sabéis que podéis volver cuando queráis, nosotros estaremos por ahí.
Ahora que nos
hemos quedado solos y que todavía disponemos de una semana de visado, no
podemos resistir la tentación de regresar a la magnética Pulau Weh. Volvemos a
visitar a Mama y a los peces, y a pasar
nuestra última semana en el mejor lugar posible.
Además, hay que
recargar las pilas porque nuestro segundo año de viaje va a empezar muy duro.
Toca rescatar las bicis y poner ¡rumbo a Australia!