Welcome to the jungle


Aterrizamos en Malasia. Regresamos de nuevo al "primer mundo".
Vuelven las enormes autopistas, que a medida que se acercan a la capital, Kuala Lumpur, se convierten en una mareante maraña de pistas de hormigón que se enredan entre sí a diferentes niveles. Todo un inverosímil scalextric, impensable en los lugares por los que hemos pedaleado durante los últimos meses. Y es que el desarrollo produce una sensación un tanto desconcertante tras pasar un tiempo alejados de él.
Pero más impresionante, si cabe, es la llegada a esta ecléctica ciudad de estímulos sin fin. Observamos la curiosa e insólita amalgama de gentes que deambulan por sus calles. Jamás habíamos presenciado semejante despliegue multicultural. Nuestro Raval se queda muy muy corto.
Musulmanes  en  su mayoría, hindúes, chinos y demás representantes de tan dispares culturas y religiones se entremezclan formando un multicolor y armónico mosaico tan extraño y llamativo como interesante.
Aquí se pasea junto a mezquitas, templos hinduistas, budistas, taoistas e iglesias. Edificios que albergan la divina presencia de la intrincada variedad de dioses que, según se mire, liberan o atan a estas gentes tan distintas. 



Aunque tan sólo hay que caminar un poco, hacia la zona alta, la de siempre, para encontrar al verdadero dios unificador de casi todas estas personas y a los edificios donde su presencia es indudable sin ni siquiera necesidad de fe. Porque el Dios Dinero es tangible de verdad, un dios que a casi todos proporciona felicidad, aunque tan ficticia e insostenible como la propia fe. El barrio de Bukit Bintang nos introduce en las sagradas construcciones que son los lujosos centros comerciales y los concesionarios de automóviles de gama alta.


Y un poquito más arriba, como siempre, el distrito financiero, el de las multinacionales, los grandes bancos y los modernos rascacielos, allí donde el dios unificador se manifiesta en todo su esplendor y donde se erige su espectacular catedral, las Torres Petronas, sede de la principal compañía petrolífera de Malasia. 






Después de haber pasado estos últimos meses recorriendo países tan pobres como Birmania, Laos o Camboya, observar ahora a miles de esclavos autómatas comprando y comprando compulsivamente en esta multitud de enormes, lujosos y caros centros comerciales, hace que se nos humedezcan los ojos y se nos revuelva el estómago. 



Aquí, cegados por la insana luz de los escaparates de Guzzi o Dior, y deleitándose de ese instante de felicidad irreal, cientos de personas descansan de una dura jornada de compras disfrutando de un café de cinco dólares, rodeados de bolsas llenas de ropa de las principales marcas, mientras mantienen una transcendental conversación cuyo objetivo es discernir cuál será el mejor momento para estrenar tal o cuál vestido, sin preguntarse por qué dentro de un mes tendrán que volver al mismo lugar, como hicieron el mes pasado, y así una y otra vez, en una absurda espiral de deseo insatisfecho. Ni siquiera intuyen que son mil veces más miserables que el más pobre de los birmanos. Algunos aligeran sus conciencias arrojando unas monedas dentro del plato de cualquiera de los numerosos vagabundos que yacen desparramados por las calles de la ciudad. Es realmente desesperanzador. El “primer mundo” está muy muy enfermo, y parece que en breve va a tomar plena conciencia de ello o, más bien, lo está haciendo ya. Ojalá sirva de algo, porque cada vez somos más pobres en todos los sentidos y muy pocos parecen reparar en nuestro comportamiento como causa principal.


Al margen del shock lógico al ver tanta podredumbre nada más llegar, y tras realizar un complicado ejercicio de abstracción, bajamos un poco y nos quedamos con el céntrico hervidero de Chinatown como lugar para alojarnos, aquí todo es mucho más barato y estimulante.







Y para estímulos de verdad, los gastronómicos. Tantos estilos culinarios como diferentes culturas, hacen de esta ciudad, y de todo el país, un verdadero deleite para el paladar, que se vuelve loco ante sabores tan distintos. Y, a pesar de encontrarnos en el “primer mundo”, comer bien, si se sabe dónde, sigue siendo muy barato. Así que a disfrutarlo.



Tras unos días en la ciudad de los grandes contrastes, decidimos que ya es hora de volver a castigar nuestros traseros, de forma que preparamos las bicis para poner rumbo sur, siguiendo la línea que marca la costa oeste, junto al mar que forman las aguas del Estrecho de Melacca. Tras la odisea que supone salir de Kuala Lumpur en bici, una aventura muy poco recomendable, encontramos ya carreteras algo más despejadas, aunque aquí el tráfico es siempre bastante intenso y no se puede decir que los malayos sean muy buenos conductores. Aún así, de tanto en tanto, encontramos alguna que otra enorme y moderna ciudad que presenta un aspecto fantasmal, con amplias carreteras desiertas y donde la gente parece haber desaparecido.



Circulamos, la mayor parte del tiempo, entre bastas plantaciones de palma. De ellas extraen el aceite que reporta enormes beneficios económicos al país, aunque para ello tengan que destruir inmensas áreas de jungla. 


Constantemente nos adelantan grandes camiones cargados de gigantescos troncos. La industria maderera también es importante, así que la deforestación está garantizada. El cuadro que conforman tantas miles de hectáreas de selva arrasadas es desolador. Viajando en bici no sólo se ve lo bueno, también se palpa lo malo de primera mano. 


Toca empezar a conocer a los malasios y a descubrir su talante. Veremos si nos ponen las cosas fáciles.  En el tercer mundo eso ni siquiera preocupaba, la ayuda y la generosidad estaban garantizadas, pero aquí, todo es una incógnita.
Y la primera noche en ruta, la incógnita se resuelve con resultado más que satisfactorio. No se nos ha ocurrido otra cosa que tratar de dormir en el parque de bomberos, y éstos nos han acogido encantados. Incluso nos han regalado una corbata y un llavero con el emblema de los bomberos de Nilai. Nos ofrecen algo para picar y beber y nos echamos un partido de voleyball con ellos. Son muy buenos, porque no tienen mucho que hacer en todo el día, así que practican bastante. Desconocemos cómo es en otros lugares, pero aquí, su disciplina es férrea y militar, incluso se uniforman de gala para formar durante los cambios de turno.


Seguimos en la carretera, aunque hoy la policía nos ha echado de la autopista, aquí está prohibido que las bicis circulen por ella, así que continuamos por carreteras secundarias de arcenes minúsculos, algo un tanto peligroso, pero parece que, salvo algunos desaprensivos, nos respetan bastante.
Montar la tienda en el jardín de alguna casa parece que tampoco es un problema, incluso nos preparan el desayuno por la mañana. Lo mejor es que mucha gente habla inglés, así que compartir estos momentos con ellos es muy productivo a la hora de conocer su país, su cultura y su forma de vida, que en algunos aspectos no difiere mucho de la europea. También sus vidas se rigen por la misma secuencia circular: trabajar-consumir-ver la tele.



Alcanzamos Melacca, una bonita y tranquila ciudad colonial donde pasear plácidamente descubriendo el legado inglés, holandés y portugués, y admirar su singular barrio chino junto al río.






Nos encontramos al sur del país y debemos cruzarlo hasta alcanzar la costa este. El paisaje cambia, deja de ser tan industrial y pedaleamos durante quilómetros a través de carreteras flanqueadas por la densa jungla, bajo la curiosa mirada de los macacos que saltan de rama en rama a nuestro paso. No están acostumbrados a ver gente, por aquí sólo circulan camiones, coches y motos a toda velocidad, así que observar a dos personas tan de cerca y a tan poca velocidad les extraña y les inquieta, pero son tímidos y huyen. No son como los monos de las zonas turísticas, que demandan comida e incluso intentan robar. Es curioso que el comportamiento de estos animales sea tan parecido al de las personas.


Como la carretera divide la jungla, sobre el asfalto observamos constantemente toda clase de animales atropellados, desde enormes varanos, serpientes, monos y extraños felinos, hasta mangostas, tortugas y jabalíes del tamaño de una vaca.


Esta noche hemos alcanzado un pueblo bastante grande en mitad de la nada, su nombre es Kahang y casi todos sus habitantes son de origen chino. Hemos pedido que nos permitan montar la tienda en el jardín de alguna casa, y hasta en tres ocasiones nos han dicho que no. Es la primera vez que recibimos una negativa desde que empezamos a viajar en bici, y hoy, tres de una tacada. ¿Cosas de los chinos? Tratando de desvincularnos de cualquier prejuicio, ya descubrimos en China que la relación con ellos no suele ser fácil en muchas ocasiones. En fin, ¿qué le vamos a hacer?
El pueblo está plagado de perros callejeros bastante agresivos, así que no podemos dormir en cualquier sitio. No habíamos reparado en que en Malasia apenas se ven estos animales hasta llegar aquí. Ahora sabemos que los musulmanes no tienen perros, por eso no los habíamos visto. Pero en este lugar casi todo son chinos. Suponemos que esa es la razón por la que aquí los canes han encontrado su asentamiento ideal.
Al final nos colamos en una casa en construcción y montamos la tienda. Por la mañana partimos temprano, aún de noche, antes de que lleguen los albañiles.
Alcanzamos la costa este en la ciudad de Mersing. El plan es tomar uno de los barcos que zarpan con destino a la isla de Tioman, al parecer un lugar ideal para descansar unos días y bucear un poco.
Y nada más desembarcar advertimos que hemos acertado de pleno dejándonos caer por aquí. 



Un lugar tranquilo y apacible de aguas cálidas y cristalinas. Además hemos conocido a Fer y a Eva, una pareja de madrileños con quienes pasar estos días está siendo una gozada.


El lugar es algo caro, pero nos han dejado montar la tienda en un ressort, así que podemos disfrutar de este maravilloso entorno de una forma muy económica. Los días transcurren tranquilos. Playa, cervecita, buceo, leer un poco y alguna caminata por la jungla. ¿Qué más se puede pedir?
Un momento glorioso es saborear un té de jengibre sobre la arena, justo al amanecer, acariciados por la fresca y suave brisa marina, cuando toda la isla aún duerme y sólo se oye el lenguaje del mar y el de los truenos que anuncian la inminente tormenta que avistamos todavía en el horizonte. Las primeras gotas producen una agradable sensación, pero al poco hay que correr a refugiarse al interior de la tienda. Empieza el diluvio. Suerte que estos chaparrones duran minutos.




El fondo marino no es nada del otro mundo, se puede hacer snorkelling y disfrutar lo justo, aunque hoy hemos tenido la inmensa fortuna de toparnos con una descomunal tortuga que ha estado un buen rato comiendo plácidamente junto a nosotros. Nos hemos quedado embobados observando la belleza de su piel atigrada y su hipnótico movimiento mientras nadaba parsimoniosamente. Una maravilla que ha dado paso a un atardecer de ensueño.


Tras unos días que, con toda seguridad, recordaremos más de una vez cuando estemos lejos y la vida vuelva a imponer obligaciones, regresamos a la península y a los pedales.
Nos dirigimos ahora hacia el norte del país, siguiendo la costa este, bañada por las aguas del Mar del Sur de China.
Hoy, buscando un lugar donde dormir mientras pedaleamos por una carretera muy poco habitada, acabamos topando por casualidad con un asentamiento camboyano. Se trata de familias huídas del régimen de los jémeres rojos que ahora prosperan aquí y viven con muchas más comodidades que sus paisanos de Camboya, aunque su sencillez y hospitalidad siguen siendo las mismas. Nos ocurre lo que tantas veces habíamos vivido en su país de origen. Después de tener la tienda montada en su jardín, nos hacen dormir en el interior de la vivienda. Qué nostalgia de aquellos días y aquellas gentes.
Estas jornadas de ruta junto al mar, tienen a la playa y sus habitantes como escenario permanente.






Este precioso entorno hace las veces de dormitorio con vistas. Todo un lujo abrir los ojos por la mañana y empezar el día con semejante sensación de libertad.



Hemos decidido que cuando se está en un lugar donde abundan los paraísos perdidos en mitad del mar hay que disfrutarlo, así que desde la ciudad de Marang nos dirigimos en una pequeña embarcación a la diminuta isla de Pulau Kapas.
Al poco de zarpar y cuando los detalles de la costa que dejamos atrás ya apenas se distinguen, el mar decide hacernos pasar un mal rato. Las aguas se agitan furiosas, zarandeando la embarcación violentamente, mientras las olas alcanzan la cubierta y nos empapan. Un rato después, con el estómago revuelto y deseando abandonar esta batidora, empezamos a vislumbrar las arenas blancas y la verde jungla de la maravilla que tenemos frente a nosotros, al tiempo que las aguas se van relajando, convirtiéndose en un remanso de paz poco antes de que el barco alcance la nueva costa, permitiendo que observemos con extraordinaria nitidez el fondo coralino sobre el que ahora navegamos.
Aún no hemos pisado tierra y ya sabemos que este lugar nos va a atrapar irremediablemente. Y nosotros se lo vamos a permitir sin oponer la más mínima resistencia. 
Pulau Kapas es una pequeña isla que reúne todos los tópicos del paraíso tropical y de la foto de postal ante la cual uno siempre suspira. Aguas mansas de tonos turquesa, transparentes y cálidas. Arenas tórridas y pálidas de las que emergen espigados cocoteros y que contrastan con el verde rabioso que pone fin a estas playas solitarias para convertirlas en profundas junglas. Arrecifes de coral multicolor que albergan multitud de peces de toda clase sobre los que uno bucea durante horas como encantado, siempre sintiendo la emoción y la inquietud que produce el saber que en cualquier momento se puede compartir espacio con alguno de los tiburones que habitan estas aguas. En definitiva, un lugar donde uno se desconecta del resto del mundo y donde tan sólo los abundantes y sedientos mosquitos nos recuerdan cada noche que la perfección no existe.




Aquí no hay mucho que hacer, pero todo lo que se hace es por puro placer, así que al final, en contra de lo que pueda parecer, los días transcurren fugaces. 
Tomar el sol y la sombra, navegar en canoa...


... dejar que el tiempo se esfume mientras uno permanece embobado bajo el agua observando el espectacular despliegue de formas y colores...


... recorrer la jungla hasta alcanzar los abruptos acantilados del otro lado de la isla...





...caminar por la desierta playa descubriendo las huellas de las enormes tortugas que durante la noche recorrieron la arena para desovar y observar a las pequeñas tortugas recién nacidas que son protegidas durante sus primeros meses de vida antes de ser liberadas al mar...


...comer fideos para abaratar la estancia...


...jugar un partidito diario de volley playa que finaliza cuando el cielo se pinta de rojo y los mosquitos invaden la pista, disfrutar de la buena gente que hay por aquí, y ver los partidos de la Eurocopa cada madrugada. Todos los días son iguales y ojalá nunca cambiaran.


Pero hoy algo ha cambiado, algo ha sido diferente, algo ha trastornado el ritmo pausado con el que nuestro corazón latía últimamente. Mientras disfrutamos como cada mañana de un rato bajo el agua con las gafas y el tubo, el suspense de si sí o si no, ha dejado de ser suspense para convertirse en sí. Y hoy, en un día menos claro de lo habitual y cuando ya ni pensamos en ello, de repente, ¡zas!, toma tiburones. Primero uno, luego otro, y cuando nos queremos dar cuenta, estamos completamente rodeados por cinco tiburones de arrecife de aleta negra, de más de metro y medio, que describen círculos obstinadamente alrededor nuestro. Alguno de ellos rompe la perfecta armonía de la circunferencia y se nos acerca curioso, demasiado cerca, podríamos tocarlo con tan sólo extender un poco el brazo, tan cerca que podemos contemplar con claridad sus ojos negros, esos ojos inexpresivos que, aunque carentes de expresión, curiosamente infunden terror. El corazón se acelera, lo que se siente es extraño, emoción, miedo y una abrumadora sensación de vulnerabilidad. Tras un buen rato observando a los formidables escualos, decidimos que ya toca retirarse, hemos tenido suficiente descarga de adrenalina, y a esto no estamos acostumbrados.
Ya llevamos varios días aquí, el tiempo transcurre volando, pero esta isla nos succiona, es un gran imán y nosotros pequeñas virutas de metal magnetizadas. Es la primera vez en los diez meses que dura ya este fantástico viaje, que encontramos un lugar en el que sentimos que nos quedaríamos a reposar una larga temporada. Sin duda, Xibalbá no debe ser muy diferente a esto.
Pero muchos otros paraísos nos esperan todavía y, a pesar de que éste es único, no debe ser definitivo. Así que con muchísima pena y esfuerzo, tomamos un barco que nos arranque de aquí o no podremos salir jamás.
Vuelta a la dura carretera y a la aventura. Un par de días de pedaleo, todavía más al norte, nos trasladan a Wakat Baharu, cerca de la frontera tailandesa. Esta noche nos dejan dormir sobre una esterilla en el suelo del restaurante donde hemos cenado. Se encuentra junto a la estación ferroviaria desde la que, temprano por la mañana, partirá nuestro tren que, abriéndose paso a través de la jungla, nos ha de trasladar al pueblo de Dabong.
Introducimos las bicis en nuestro vagón y, tirados por una vieja locomotora que deja tras de sí una densa estela de humo negro, contemplamos la verde masa que nos rodea y que parece querer engullir al convoy. 


Tras alcanzar nuestro destino nos disponemos a iniciar el trekking con el que pretendemos adentrarnos en la selva que conforma el parque nacional de Gunung Stong.


Caminar por la jungla es duro en plano, pero mucho peor cuando se está ascendiendo una montaña. El calor es horrible, el aire es espeso y la sensación de caminar completamente empapados es realmente incómoda. El barro y los mosquitos no mejoran la situación. Además, como deshidratarse es cuestión de poco tiempo, hay que ascender cargados de botellas de agua que pesan lo suyo. Es ese el momento en el que uno piensa: ¿Qué hago yo aquí? 


Pero la selva, ofendida por nuestras dudas, siempre tiene la mejor respuesta y es entonces cuando uno comprende cuál es la razón por la que ha llegado hasta este lugar.
Esa respuesta es ahora una impresionante y altísima cascada.


Responde la jungla ahora mostrándonos un claro con suelo rocoso desde el que se obtiene una vertiginosa panorámica del valle gracias a la altura que hemos ido ganando.


Y por si todavía no nos ha quedado clara la razón de esta incursión selvática, la jungla nos obsequia en esta ocasión con el mejor de los regalos. Nos topamos con una enorme y lisa pared rocosa que sirve de tobogán para que una blanca y eterna cortina de agua se deslice y forme una piscina natural en la que darse un baño frío y asearnos un poco es ahora el mayor de los premios.



Pero los regalos no acaban aquí. Unos metros más allá encontramos una vieja cabaña de madera elevada del suelo, sin paredes, y con el techo cubierto, es decir, poco húmeda, fresca y con protección para la lluvia. En su interior montamos nuestra tienda a modo de mosquitera.


Poco antes de que anochezca empezamos a preparar una hoguera, y es entonces cuando descubrimos que fue más fácil aprobar en la universidad que encender un fuego en la selva. Todo está húmedo y no hay manera de conseguir que algo arda, pero a base de intentarlo una y otra vez logramos que, después de mucho tiempo, la madera se deje quemar. Conseguir prender una hoguera difícil produce una especie de satisfacción infantil muy gratificante.



El problema es que acaba de caer la negrura de la noche, la jungla ha conectado ya todos sus terroríficos sonidos, algunos demasiado cercanos, el fuego nos deslumbra y sólo vemos oscuridad total a nuestro alrededor. Lo cierto es que estamos bastante acojonados, una más que otro. Y vuelve la pregunta: ¿Qué estamos haciendo aquí?
Tratamos de abstraernos de los ruidos y de pensar en los animales que de buen seguro nos observan de cerca atraídos por el olor de nuestra cena. Al final conseguimos dormir sorprendentemente bien. Y la jungla, que se había vuelto a ofender por nuestra repetida pregunta, nos da la respuesta definitiva en forma de amanecer sublime.


Agradecidos con ella por la experiencia nos despedimos y tomamos otro tren, esta vez hacia Jerantut, desde donde visitaremos otro parque nacional, en esta ocasión el famoso Taman Negara.
El tren alcanza su destino a la una y media de la madrugada, y como no tenemos dónde ir a estas horas, decidimos dormir en un campo cercano a la estación, así que nos enfundamos los sacos, nos embadurnamos de repelente de insectos y a dormir al raso. Unas horas más tarde un ruido nos despierta en mitad de la noche. Al levantar la cabeza descubrimos que estamos rodeados por cinco jabalíes. Al movernos, los tres más pequeños huyen a toda velocidad, pero los dos más grandes no sólo no se inmutan, si no que empiezan a arruar amenazantemente. Así que vuelta a la estación, a dormir sobre el suelo del andén.
En pocos días nos ha rodeado un grupo de tiburones primero y otro de jabalíes después. Este país está lleno de animales preciosos e inofensivos. ¿No nos podrían rodear mariposas, pájaros de colores o ardillas? Pues no, se ve que tienen que ser bichos grandes y con dientes.
Pasamos el día con sueño por Jerantut, y por la noche, a las tres de la madrugada, salimos a ver el España-Francia de la Eurocopa, que aquí se vive con pasión, incluso instalan pantallas gigantes en la calle. Xabi Alonso nos alegra la noche y nos vamos a dormir un par de horas, ya que mañana temprano nos espera otra caminata por la selva.


Hoy nos adentramos en la casi impenetrable jungla que forma el parque nacional de Taman Negara. La belleza hostil de este entorno es realmente sobrecogedora. Los enormes árboles apenas permiten que los rayos del sol penetren sus frondosas copas. Sus raíces se extienden cual gigantescas garras bastantes metros más allá de la base de sus troncos, de los que penden multitud de gruesas lianas. Las ramas enredaderas trazan formas imposibles y lo envuelven todo. El resto es un tupido e infinito verde que camufla la enorme cantidad de animales que oímos a nuestro paso y que tan sólo vemos con mucha suerte de tanto en tanto. 







Observamos monos, ardillas, aves de vivos colores, enormes tucanes que emiten un impresionante sonido al agitar sus alas y muchos insectos, algunos de los cuales son sencillamente surrealistas, parecen de otro planeta. 




Las hormigas forman espesas y larguísimas autopistas de principio y final indeterminables. 


Estos parajes también están habitados por tigres, rinocerontes, elefantes, una enorme variedad de serpientes y demás bestias con las que preferimos no toparnos.
Pasamos la noche en medio de la selva, en un refugio elevado que sirve de observatorio de fauna. Desde aquí no nos importaría ver a alguna fiera grande, pero eso es muy complicado. Nos conformamos con los murciélagos que giran alrededor del escondite y con los cientos de luciérnagas que iluminan la noche aunque, sin duda, lo más espectacular es simplemente escuchar la música nocturna de la jungla.


Una fuerte tormenta de madrugada hace que el camino de regreso por la mañana se complique bastante. Ahora caminamos enfangados y quitándonos las sanguijuelas de los calcetines antes de que los penetren. Durante el trayecto en bus de vuelta a Jerantut, examinamos nuestras piernas y descubrimos que alguno de estos bichos lleva un buen rato poniéndose las botas.


Estamos a un par de duras y montañosas jornadas de Kuala Lumpur, hacia donde nos dirigimos ahora para poner fin a nuestro periplo por esta sensacional península. Ésta es nuestra última noche en ruta y para acabar redondeándola, qué mejor final que volver a dormir en un parque de bomberos, rememorando aquella primera noche que ya se antoja lejana. Los bomberos de Karak nos acogen con entusiasmo, especialmente Badrul, un tipo encantador que nos regala camisetas con el emblema del cuerpo, pins, linternas y todo lo que va encontrando. 


Además nos invita a cenar en un restaurante cercano, donde, para variar, somos la atracción y todo el mundo se acerca a conocernos y a compartir cuatro palabras mientras no dejan de fotografiarse junto a nosotros. Y si decimos que somos de Barcelona, la cosa ya se va de madre, y si explicamos que vivimos en el mismo pueblo que Messi, automáticamente nos convertimos en personajes más importantes que el propio jugador.


Por la mañana partimos temprano para completar los últimos quilómetros que recorreremos en Malasia peninsular y que nos llevarán de vuelta a la capital. Se trata de una jornada de duro ascenso, pero hay que llegar a toda costa si queremos ver el España-Portugal de esta noche.


Exhaustos, alcanzamos de nuevo la ciudad de Kuala Lumpur, desde la que partimos hace ya casi un mes y medio para descubrir un país que nos ha encantado.
Experimentamos la pesadilla que supone entrar a la gran urbe en bicicleta y, además, lloviendo. 


Pero ya estamos aquí, ahora toca relajarse y disfrutar de los últimos días en la ciudad preparándonos para el siguiente destino: Borneo.