Correrías bajo el surrealista cielo laosiano


“La mayoría de los lujos y muchas de las llamadas comodidades de la vida, no sólo no son indispensables, si no que resultan un obstáculo evidente para la elevación espiritual de la humanidad”
H. D. Thoreau

La larga y solitaria carretera se hace interminable cuando el sol abrasa, y el puesto fronterizo camboyano se antoja inalcanzable, debemos estar muy cerca, seguro que después de aquella curva, pero tras ella todo sigue igual, asfalto ardiente y profundos bosques impenetrables. El cuentakilómetros indica que ya deberíamos haber llegado, pero las escasas curvas siguen sin revelar nada que no sea el tedioso hormigonado y la tupida arboleda.


Pero hoy todo da igual, vamos a alcanzar un nuevo país y el acontecimiento nos entusiasma profundamente.
Y, por fin, allá a lo lejos, avistamos algo que no aparenta ser un puesto fronterizo, pero no puede ser otra cosa. Y sí, sí que lo es. Una diminuta barraca de madera cobija a tres veteranos policías camboyanos engalanados con uniformes azules marino impecables y ornamentados con lustrosas medallas de colores, en un ridículo intento por ocultar su flagrante naturaleza corrupta. Por sellarnos el pasaporte nos exigen dos dólares a cada uno, como hacen con todos los turistas. Decirles que ya hemos pagado por nuestro visado y que en ninguna frontera se pide dinero por un sello no nos sirve de nada. Insisten en la estafa y nosotros en la negativa. Tras un rato de discusión y después de requerirles algún escrito del gobierno en el que se indique que hay que pagar por el sello, nos permiten pasar sin que tengamos que sucumbir al fraude. Al ser sólo dos personas y sospechando que trampearnos les iba a suponer demasiado  esfuerzo, han preferido no fatigarse por cuatro dólares. Además, en breve pasará algún autobús lleno de turistas de los que podrán sacar una buena tajada, y éstos no se librarán del timo, porque o pagan o el bus se va, y el conductor, de buen seguro compinche de los condecorados agentes, no va a esperar a nadie. Poco a poco todo va dejando de sorprendernos.
Unos cien metros más adelante se encuentra el puesto fronterizo de Laos. Algo parecido a dos vetustos vagones de tren pintados de azul, cobijan a los no menos envilecidos policías laosianos. 


Éstos aparecen ataviados con uniformes de color verde oliva, en un clásico intento comunista por mostrar un aspecto más militarizado, pero su pantomima se derrumba al advertir que calzan chanclas playeras. Al mostrar los pasaportes, descubrimos que nuestros visados de entrada han expirado hace una semana, menudo fallo. Y, por supuesto, aquí no hay nada que hacer, toca obtener nuevos salvoconductos. Casualmente disponemos del dinero justo para efectuar el pago, ignoramos qué habría pasado de lo contrario, porque evidentemente aquí no hay cajeros automáticos y no hubiéramos podido entrar ya en ninguno de los dos países. Mejor no pensarlo.
Con nuestros nuevos documentos nos disponemos a abandonar esta frontera de sacacuartos corruptos, pero aún falta algo, los policías laosianos deciden que no ha sido suficiente con que hayamos pagado dos nuevas visas y ahora imitan a sus colegas camboyanos exigiéndonos dinero por estampar el dichoso sello. En esta ocasión lo tenemos fácil, no nos queda un duro y ellos lo saben porque nos han visto sacar todo nuestro efectivo para pagar los visados. En este caso no hemos sucumbido a la estafa por pena.
Por fin estamos en Laos, continua la sempiterna carretera y el mismo sol despiadado, nos quedan dos sorbos de agua y no tenemos dinero. El siguiente lugar donde se puede encontrar un cajero automático está a unas decenas de kilómetros, esperemos que funcione.
Un rato más tarde y medio deshidratados alcanzamos el emplazamiento y nos hacemos con unos cuantos kips, la moneda laosiana
Hemos llegado a Si Phan Don (Las cuatro mil islas), un conjunto de islas que emergen del Mekong y un espléndido lugar para reposar durante unos días disfrutando de unos atardeceres maravillosos. 



Aquí uno se queda embobado día tras día observando el espectáculo visual que ofrece el insólito cielo.



Hoy el antojadizo azar ha dispuesto que nos reencontremos con Dani, un chico de Barcelona que conocimos hace unos cinco meses en Beijing y con el que compartimos unas horas en la capital de China. Casualmente también se ha comprado una bici y lleva algún tiempo viajando en ella. Su propósito, igual que el nuestro, es rodar hacia el norte del país, por lo que hemos resuelto hacer camino juntos.
Las bicis provocan un extraño síndrome de abstinencia, así que tras varios días relajándonos, sentimos que la carretera nos reclama de nuevo. Nos ponemos en marcha. De entrada optamos por alejarnos de cualquier zona turística para adentrarnos en áreas más recónditas y aisladas, buscando conocer la auténtica vida rural del país.
Continuamos recorriendo la misma infinita carretera a través de la cual hemos pedaleado no se sabe cuántos kilómetros. Avanzamos fascinados por el asombroso despliegue de formas con el que las nubes nos obsequian.


Al caer la noche decidimos pernoctar en un templo budista. Nos permiten dormir sobre unas viejas esterillas que reposan sobre una crujiente plataforma de madera cubierta por una techumbre de paja que nos protege de la impresionante tormenta que refresca la noche.


Observamos que el candelabro que utilizan para sujetar las velas está fabricado a partir de un viejo proyectil que fue lanzado desde un avión cuando los Estados Unidos bombardearon el país durante la guerra de Vietnam.
Laos tiene el desgraciado record de ser el país más bombardeado de la historia y actualmente es uno de los basureros de bombas más grandes del planeta. Entre 1964 y 1973, la fuerza aérea de los Estados Unidos lanzó sobre el país más de dos millones de toneladas de bombas, causando estragos entre civiles y militares sin distinción. El objetivo era debilitar una línea de suministros entre el sur de Laos y Vietnam. Cada habitante recibió una media de quinientos kilos de bombas. Se le llamo la Guerra Secreta, ya que la CIA negó estas operaciones debido a que Laos era un país neutral durante el conflicto.
Actualmente se calcula que quedan unos ochenta millones de explosivos sin detonar esparcidos por todo el país. Cientos de civiles mueren cada año por los estallidos de estos artefactos. Gran parte del territorio está inutilizable por el riesgo de detonaciones. Tareas tan básicas como la agricultura son una actividad de vida o muerte en muchas zonas, con lo que millones de hectáreas de tierra permanecen sin aprovecharse.
Se estima que la labor de desactivar todas las bombas podría demorarse siglos.
Aquí es fácil encontrar proyectiles, chatarra y restos de bombas en cualquier lugar.



El ingenio de la gente aprovecha el macabro legado, reciclándolo y utilizándolo para construir cualquier cosa imaginable, desde embarcaciones, cimientos para las viviendas o prótesis para extremidades amputadas, hasta barbacoas, útiles de cocina u objetos de decoración.



Por la mañana abandonamos el asfalto definitivamente y decidimos tomar una carretera de tierra que figura en nuestro mapa, donde también se indica que no hay puentes en los ríos y que no es practicable en la época de lluvias. Ahora nos encontramos al final de la estación seca, aunque ya está empezando a llover desde hace algunos días, pero en teoría no debemos tener problemas.
Nuestro ritmo es muy lento, ya que el firme es irregular y enormes charcos inundan completamente la pista a cada momento. Algún puente sí que vamos encontrando, pero de esos que no inspiran mucha confianza. Viendo su estado, quizás sería menos peligroso atravesar el río directamente.


Alcanzamos un viejo cementerio budista. 


Al observarlo de cerca y tras una mirada detenida, descubrimos que en el interior de las típicas y coloridas construcciones funerarias reposa un tarro de cristal, en cuyo interior descansan los restos óseos del difunto. Junto a ellos, cigarros, velas y alguna bebida, hacen las veces de ofrenda.


Parece ser que las aldeas han quedado atrás, ya hace mucho que no atravesamos ninguna. La pista cada vez se encuentra en peor estado y se va estrechando paulatinamente.
Al fin, hemos llegado a un poblado, y tras él fluye un ancho río, pero no muy profundo. Al otro lado observamos una segunda aldea. Tratamos de averiguar si existe algún puente, y los niños que se bañan en el río se ríen de nosotros, no sabemos si porque no saben lo que es un puente, o precisamente porque lo saben. Va a tocar hacer equilibrios sobre las resbaladizas rocas sumergidas.
El sol, que nos había estado achicharrando durante todo el día, ha empezado a darnos un respiro en forma de espesas nubes blancas, que al poco se han vuelto grises, y ahora ya presentan ese color negruzco amenazante tan típico de estos cielos.
Los niños están expectantes, los rayos ponen la iluminación al desfile y los truenos la banda sonora. Hay que cruzar ya. Entre dos, vamos trasladando las pesadas bicis de una en una con sumo cuidado, porque si se caen, adiós ordenadores, cámaras y demás. 



Ya tenemos dos bicis en la otra orilla, y cuando la tercera está casi a medio camino, las nubes deciden que este es su momento. Es el diluvio y no podemos correr. Empapados llegamos a la otra orilla, donde nos resguardarnos bajo una choza de madera. A los cinco minutos no queda ni una sola nube y el sol brilla poderoso, si no fuera porque estamos calados, podríamos pensar que hemos imaginado la tormenta.
Continuamos pedaleando, las aldeas vuelven a desaparecer, parece que ya definitivamente. Llevamos horas sin ver más que la profunda jungla que nos rodea, y el tortuoso sendero, porque ahora ya se le puede llamar así. Seguimos atravesando ríos sin puentes, esquivando enormes charcos y tratando de no hundirnos en el fango, mientras nos preguntamos cómo puede ser que este atascadero figure en el mapa como una carretera. 


Todo transcurre muy lento, se nos está acabando el agua y no nos queda comida. A pesar de llevar el mapa, no podemos situarnos con exactitud en ningún punto, sólo deseamos que la siguiente aldea esté más cerca que la que ya hace mucho dejamos atrás. La frase que se repite es: ¿cómo nos hemos metido en este atolladero con tan poca agua y sin comida?.


Sólo hay que pensar en pedalear y pedalear. Ahora, el camino que, aunque tortuoso, por lo menos era plano, decide complicar las cosas un poco más y empieza a presentar desniveles sistemáticamente. Bajadas pronunciadas, pero no de esas en las que uno se deja llevar, si no de esas en las que hay que descender frenando. Y subidas en las que toca bajar de la bici y empujar. Súbitamente, un trueno ensordecedor, y al poco, el cielo a nuestra derecha se oscurece como nunca. Los espectaculares rayos nos ponen la piel de gallina y los truenos ya dan rienda suelta a su estruendosa exhibición. Como el camino serpentea constantemente, es imposible saber si nos alejamos o nos acercamos a la tormenta, pero ahora ya da igual, porque viene otra por la izquierda. Parece que estamos un poco fastidiados. Y de repente advertimos a una persona en la distancia. Al acercarnos distinguimos a un hombre de tez oscura que camina en nuestra misma dirección. Viste con un ligero pareo mostrando el torso desnudo. Transporta un enorme cuchillo que sujeta entre la sutil tela y su tostada espalda. Nos mira y sonríe. Le hacemos gestos para que entienda que necesitamos comer y beber, y nos indica que continuemos el camino. Es imposible saber cuánto tenemos que proseguir. También intentamos averiguar si la tormenta se acerca o se aleja, porque este hombre tiene pinta de saberlo todo acerca de lo que aquí acontece, pero la respuesta es otra agradable y desesperante sonrisa justo antes de meterse en el río para lavarse. En fin, hay que continuar.
Por lo menos ahora sabemos que por aquí vive gente y que además sonríen mucho, puede que al final no estemos tan mal.
Un buen rato después volvemos a detenernos frente al enésimo río sin puente, pero esta vez se hace la luz, al otro lado se avista un poblado. ¡Estamos salvados!


Al irrumpir en la aldea, los niños corren despavoridos, aterrorizados, y los adultos nos miran extrañados y curiosos, algunos nos sonríen. En una de las primeras chozas a las que nos acercamos, un grupo de mujeres descansa en el exterior. Una amamanta a su bebé, mientras que otra despioja a una tercera. Solicitamos algo para beber, y nos ofrecen un té que nos sabe a gloria. Decidimos inspeccionar la aldea en busca de alimento y cobijo para esta noche. 



Los niños que han huido nos controlan desde la seguridad de la distancia. Nos acercamos a un joven que atiende a nuestras demandas e interpretamos que su respuesta es algo así como: tranquis que aquí hay de todo, comida y sitio para dormir, así que a disfrutar de la estancia. Perfecto, que fácil es todo con esta gente. Con lo complicado que es tratar a veces con personas que hablan el mismo idioma. Seguimos constatando que el egoísmo está inédito por estos lares.
Percibimos que los habitantes de este precioso lugar se encuentran inquietos por nuestra presencia, así que para romper el hielo sacamos un frisbee y empezamos a jugar entre nosotros. Todos empiezan a mirar alucinados el disco volador, y a los pocos minutos, casi todo el pueblo se ha reunido bajo una vivienda para presenciar el espectáculo. Intentamos que algunos de ellos participen del juego lanzándoles el frisbee y, poco a poco, van perdiendo la timidez y se animan a jugar, ante las carcajadas del resto del pueblo que disfrutan viendo que no son capaces de atrapar el disco en el aire.



Ya todo el mundo se va sintiendo más cómodo y la atmósfera se va relajando, hasta los niños nos pierden el miedo. Esta experiencia está siendo genial, las sensaciones se multiplican.





Desde una casa nos llaman para que vayamos a comer algo. Nos ofrecen fideos que devoramos en segundos. Nos damos un reconfortante baño en el río para retirar los kilos de polvo que llevamos adheridos al cuerpo. Más tarde nos preparan la cena de verdad, en esta ocasión, sapos picados con arroz glutinoso. La sobremesa transcurre degustando un intenso licor casero mientras el aguacero, que se ha hecho esperar, renueva el ambiente. 
Ya ha dejado de sorprendernos la desinteresada generosidad de esta gente que vive con lo mínimo. Después de todo nos vamos a dormir sobre unas esterillas y protegidos por mosquiteras. En la misma estancia dormimos los tres, junto con el propietario de la vivienda, su joven esposa y sus tres hijos.
Por la mañana nos preparan el desayuno y después continuamos recorriendo el perenne sendero, que ahora se muestra fascinante. La densa jungla se cierne sobre nosotros. El paisaje, hermoso y claustrofóbico, la singular fragancia húmeda de la selva y los exóticos e inidentificables sonidos, generan un magnetismo tal que hace que pedaleemos totalmente embelesados.


Son los inmensos charcos o alguna pronunciada pendiente o algún enorme tronco que al caer ha invadido el camino, quienes nos arrancan del  misterioso hechizo.
De tanto en tanto aparecen oportunos poblados donde los lugareños nos ofrecen agua que previamente hierven junto con el tallo de alguna planta para impregnarla de sabor.



Alcanzamos un ancho y caudaloso río, por supuesto, sin puente, pero en esta ocasión es un barquero quien nos cruza al otro lado sobre su balsa.


El camino se empieza a ensanchar, el firme adquiere regularidad y aparecen los primeros signos de civilización. Observamos marcas de neumático sobre la arena y al poco, pueblos con tiendas, lugares para comer y construcciones de cemento. La magia de la jungla y de sus habitantes se esfumó, ha sido alucinante.
Súbitamente, como siempre, el cielo se ennegrece y centellea, el viento empieza a soplar furioso y los colores que nos rodean se antojan irreales. La carretera roja, los campos verdes y los tenebrosos y renegridos nubarrones que parecen anunciar un cataclismo, se combinan para componer una estampa insólita.




Unas horas más tarde alcanzamos la ciudad de Attapeu, donde solicitamos permiso a un monje para pernoctar en un precioso templo. 


Para eso, Javi debe ir a la estancia del superior, presentarle sus respetos y arrodillarse ante él. Lo que hay que hacer para ahorrarse una noche de hotel. El monje mandamás, que se encuentra sentado frente a su ordenador portátil, hace una serie de preguntas y nos concede el permiso. Agradecido, Javi se dispone a abandonar el habitáculo, y al girarse descubre que la pared está empapelada con posters de Frank Lampard, Steven Gerrard y Cesc Fabregas, y junto a ellos, un pequeño Buda. Al sacar el tema futbolero, resulta que el monje es como un libro de estadísticas, lo sabe todo, parece que también aquí el fútbol se está convirtiendo en religión, el budismo está perdiendo mucho.
Antes de ir a dormir, un par de monjes se acercan para tomarse unas cuantas fotos con nosotros. Uno de ellos se coloca junto a Javi y disimuladamente le pone la mano en el trasero sin cortarse un pelo. Increíble. Definitivamente el budismo ya no es lo que era.



Por la mañana volvemos a las carreteras de tierra, pero en esta ocasión cargados de agua y comida, hemos aprendido la lección para siempre. La pista es complicada, con duros desniveles, subidas extenuantes y bajadas vertiginosas. Horas más tarde estamos agotados, hace demasiado que no atravesamos pueblos y a quienes hemos preguntado nos han indicado que no hay absolutamente nada hasta la ciudad de Pakson, para la que aún faltan muchísimos kilómetros, es imposible alcanzarla hoy.


Parece que va a tocar dormir en la tienda. Alcanzamos una impresionante cascada y nos disponemos a dormir cerca de ella. Pero en la distancia observamos unas grúas que realizan trabajos en la carretera. Nos acercamos y solicitamos un poco de agua, por si acaso. Nos dan una botella y nos hablan de algo que se encuentra tres quilómetros más adelante, pero es imposible averiguar qué es, así que decidimos acercarnos. Al llegar, observamos que se trata del campamento que tienen montado los trabajadores de la carretera. 


No ponen ningún problema en acogernos. Nos dejan ducharnos, nos ofrecen cena, que devoramos como lobos hambrientos, y nos permiten quedarnos a dormir en sus rudimentarias estancias.



Al llegar el jefe, que habla inglés, descubrimos que no son laosianos, si no tailandeses. Nos saca unas cervezas calientes, un verdadero milagro aquí y charlamos hasta la hora de dormir.
Por la mañana también nos dan desayuno antes de que continuemos.
La carretera sigue siendo dura, pero de tanto en tanto la abandonamos por un rato para alcanzar lugares donde quedamos absortos ante formidables visiones de espectaculares cascadas.




Para variar, al atardecer, el cielo decide hacernos pasar un mal rato, hasta que acaba descargando de lo lindo.



Más tarde, alcanzamos Pakson, donde disfrutamos de unas camas de verdad. Dani y Javi aprovechan para raparse mutuamente, con algún que otro trasquilón.


Abandonamos la ciudad para seguir recorriendo áreas rurales, donde ahora toman protagonismo los cafetales.



El paisaje es una maravilla, y la gente también. Hoy nos han invitado a comer erizo picado y cocinado en el interior de una hoja de platanero. Delicioso.


Alcanzamos Tat-Lo y nos quedamos un par de días disfrutando de la calma del río y de los niños de los poblados cercanos. 







Aquí conocemos a Etel, un chico de León que se une al grupo en la ruta hacia el norte.
Como no disponemos de mucho tiempo en el país, y queremos visitar demasiados lugares, resolvemos que la manera más rápida y barata de desplazarnos es haciendo autostop. Aquí la mayoría de la gente se mueve en pequeñas camionetas y en rancheras, toda una suerte, porque estos vehículos son lo suficientemente grandes como para que todos quepamos, incluidas las bicis.
Cuando detenemos a algún vehículo y proponemos meternos todos en él, suelen alucinar bastante, pero normalmente acaban aceptando. Se trata de gente muy servicial y solidaria.




Viajar así, encogidos entre el amasijo de hierros que son las bicis, es bastante insufrible, pero para nosotros es la mejor opción. Recorremos cientos de kilómetros al día, durante varios días, de esta manera, sufriendo el viento, la lluvia, el sol, clavándonos las bicis y sin podes cambiar de postura en horas. Pero nos hemos recorrido el país a toda velocidad y sin gastar un duro.





En nuestro trayecto hacia el norte, seguimos descubriendo lugares de belleza sublime, como la enorme cueva de Kong Lor y sus alrededores. Pedalear por estas carreteras es como hacerlo dentro del decorado de una película de ficción. Los paisajes son tan bellos y extraños que parecen irreales.




Aquí, acampamos en un lugar perfecto, suelo mullido y vistas espectaculares, pero la noche nos depara una sorpresa. De madrugada el cielo empieza a iluminarse, los truenos retumban en la distancia y los sobrecogedores rayos se acercan gradualmente. Desde el interior de la tienda oímos el lejano y turbador murmullo que producen las hojas de los árboles al ser agitadas por el viento e impactadas por el agua. Al poco se convierte en un rugido cercano, y ahora ya es un estruendo que golpea contra nuestra lona. El cielo pasa más rato encendido que apagado, los truenos son estremecedores y el vendaval intenta arrancar la tienda. Al final, la tempestad pierde intensidad, parece que haya durado una eternidad, pero para entonces la tienda de Dani está completamente inundada, así que tendremos que dormir un poco apretados. Menuda noche.


Por la mañana, todavía lloviznando, la humedad empieza a evaporarse, y el lugar adquiere un aspecto realmente pintoresco.


Decidimos buscar un hostel donde pasar el día, porque pinta que va a estar pasado por agua, además necesitamos descansar bien esta noche. La lluvia ha hecho que nubes de insectos voladores lo invadan todo, por la noche acuden a la luz y se acumulan por millones en el suelo. Los lugareños los cazan, los fríen y se los comen con arroz. No están tan malos como uno puede imaginar.


Aunque no sabemos qué es peor, aquí se lo comen todo.


Partimos hacia la ciudad de Vang Vieng, que logramos alcanzar tras todo el día haciendo autostop. La intención es explorar el espléndido paisaje que la rodea.
Vang Vieng es una de esas burbujas infames e irreales que los occidentales construimos en lugares preciosos de países pobres. Restaurantes, hoteles, bares, drogas, y todo muy barato. Después de colonizarlos, expoliarlos y bombardearlos, ahora regresamos, les fastidiamos el pueblo, los corrompemos y les restregamos por la cara la cantidad de dinero que tenemos. Patética forma de neocolonialismo, ojalá estos lugares no existieran. Pero así somos, la conciencia nunca ha sido nuestro fuerte, como demuestra nuestra crisis, resultado del consumo desmedido y de la burda especulación, del egoísmo, de la ambición material y del borreguismo que llena nuestras vidas de cosas incapaces de darnos felicidad y las vacía de lo realmente importante. Cuando uno quiere más y más, es porque realmente no sabe lo que quiere, y eso ocurre porque no nos conocemos a nosotros mismos. Es más fácil mirar hacia fuera y llenar el exterior que mirar hacia dentro y colmar el interior. Ojalá esta crisis sea un mal necesario que nos haga abrir nuestros ojos de títeres y nos haga adoptar actitudes que no sigan retroalimentando la rueda podrida del absurdo sistema que entre todos hemos forjado. Pero va a ser que no. ¿Cuántas veces hemos leído o escuchado cosas como ésta? Pero no lo reflexionamos seriamente, no lo interiorizamos, no cambiamos nada, hay algo que nos lo impide.
Cuando uno está lejos, conviviendo con estas gentes, y menos aprisionado por la losa occidental, parece que algunas cosas se ven con mayor claridad.
Además, si lo nuestro es crisis, que lo es, ¿cómo podríamos denominar a lo que viven aquí? Simplemente forma de vida, porque aquí la crisis eterna es la forma en la que se vive.
Al margen de la burbuja, los alrededores de Vang Vieng son sencillamente espectaculares, una gozada pedalear entre estas montañas y disfrutar del idílico entorno.




Lo del cielo aquí ya es indescriptible.


Hoy toca despedirnos de Dani, él debe regresar a Europa porque tiene otros planes. Una pena, porque el equipo estaba verdaderamente compenetrado. Hasta la próxima, amigo.
Y un día más tarde decimos adiós a Etel, que se dirige a China. Les vamos a echar de menos, juntos hemos vivido días muy intensos.
En Laos ya se acumulan cientos de quilómetros de bici y unos mil de autostop. Alcanzamos nuestro último destino en el país, Vientian, la capital. El Mekong la separa de las costas de Tailandia.


Entramos en la ciudad de manera triunfal, directos al hospital por un cólico nefrítico. Después de un dolorosa inyección, aunque mucho menos dolorosa que el propio cólico, nos vamos al hostel con una bolsa llena de pastillas, antinflamatorios, antibióticos y relajantes musculares.


Tras ocho meses sin ponernos enfermos, últimamente estamos visitando más hospitales de los que nos gustaría. Esperemos que la racha se frene aquí y que no tengáis que ver más fotos de nosotros tumbados en ninguna camilla.
Aún así, esta eventualidad no va a ensombrecer las maravillosas experiencias y las inolvidables peripecias que hemos vivido aquí. Laos y su gente han convertido este último mes en una vivencia extraordinaria. Nos vamos sintiéndonos totalmente llenos en todos los sentidos. Aquí hay que volver y, por supuesto, con las bicis. Sin ellas nada hubiera sido igual.
Próximo destino: ¡Malasia! Allí nos vemos.